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domingo, 19 de marzo de 2023

_- La isla que reveló la esencia del ser humano. El médico Kári Stefánsson emprendió hace un cuarto de siglo una tarea descomunal: leer el ADN de los habitantes de Islandia en busca de los secretos de la vida y las causas genéticas de las enfermedades.

_- El médico Kári Stefánsson emprendió hace un cuarto de siglo una tarea descomunal: leer el ADN de los habitantes de Islandia en busca de los secretos de la vida y las causas genéticas de las enfermedades

Hay un hombre que tiene sangre de casi todos los habitantes de su país almacenada bajo su despacho. Es Kári Stefánsson, un visionario médico islandés de 73 años que, hace un cuarto de siglo, tuvo una ambiciosa idea: utilizar su singular nación natal, una isla volcánica pegada al círculo polar ártico, como gigantesco laboratorio para desentrañar la esencia del ser humano. Más de la mitad de la población, unos 180.000 voluntarios, han acudido durante este tiempo a la llamada de Stefánsson. La empresa que fundó y dirige, deCODE, ha analizado el ADN de todos ellos, revelando miles de variantes genéticas vinculadas a enfermedades comunes, como el cáncer y el alzhéimer. Es lo que el genetista Francis Collins, exdirector de los Institutos Nacionales de la Salud de Estados Unidos, llama “el lenguaje de Dios”.

Stefánsson se queda pensativo, reflexionando sobre esa metáfora religiosa, mientras por la ventana entra la extraña luz del sol de Reikiavik. Tras 20 larguísimos segundos de silencio, el médico arranca a hablar. “Tengo mis dificultades con el tipo de Dios en el que cree Francis Collins. Si me encontrase hoy por la calle con ese Dios omnipotente que puede hacer cualquier cosa, probablemente le diría que es un cabrón increíble. ¿Por qué permites que haya guerras? ¿Por qué dejas que mueran niños?”, inquiere con la mirada clavada en el aire, como si realmente estuviera interpelando a un dios presente en la sala.

A unos metros bajo los pies de Stefánsson hay una inmensa cámara frigorífica, a 24 grados bajo cero, en la que brazos robóticos manejan tubitos con las muestras sanguíneas de los 180.000 generosos islandeses que han aceptado ceder su sangre y su historial médico a una empresa privada con ánimo de lucro. Los descubrimientos cosechados desde 1996 —miles de factores de riesgo de enfermedades, pero también algunas claves genéticas de la personalidad humana— se han publicado en las mejores revistas científicas del mundo.

En Reikiavik todo está cerca. A unos minutos caminando desde el despacho de Stefánsson se encuentra el Museo Nacional de Islandia. Un manuscrito milenario relata que los vikingos noruegos se asentaron en la isla a partir del año 874. Cerca de la entrada del museo, bajo una vitrina en el suelo, yace el esqueleto de uno de los primeros pobladores de la isla: un guerrero enterrado con su imponente espada y su caballo. Por los pasillos hay cuernos vikingos para beber, representaciones de criaturas fantásticas y referencias a divinidades olvidadas, como Thor y Odín, que un día atemorizaron a la humanidad y hoy solo demuestran, como dice Stefánsson, que los dioses son inventos humanos.

El genetista español Carles Lalueza, histórico colaborador de deCODE y director del Museo de Ciencias Naturales de Barcelona, afirma medio en broma que, “por increíble que parezca, todos los islandeses son parientes, más o menos lejanos, de la cantante Björk o de sus propias parejas”. Y no exagera mucho. Unas 10.000 personas —en su mayoría hombres vikingos procedentes de lo que hoy es Noruega y mujeres raptadas en las islas británicas— se asentaron en la isla en apenas seis décadas tras el año 874. Casi todos los islandeses actuales pueden iniciar su árbol genealógico con alguno de aquellos pioneros. Stefánsson, por ejemplo, afirma que desciende de Egill Skallagrímsson, un hombre nacido en el año 910 que fue uno de los grandes poetas islandeses y también uno de los habitantes más feos de la isla, según suele bromear el médico. Esa escasa diversidad genética hace que Islandia sea un lugar ideal para buscar los errores en el ADN que producen las enfermedades humanas.

Stefánsson rumia pensamientos sobre la muerte. Uno de los últimos avances de su empresa es un método para predecir el fallecimiento de una persona en cinco años. Los investigadores hicieron un seguimiento de unos 23.000 islandeses durante 14 años, midiendo sus niveles sanguíneos de miles de proteínas. La nueva herramienta fue capaz de clasificar a personas sexagenarias y septuagenarias en función de su cercanía a la muerte. En el grupo señalado como de alto riesgo, murió el 88% de los participantes. En el de menor riesgo, solo falleció el 1%. El propio Stefánsson reconoce que esta posibilidad de predecir la muerte de una persona es “escalofriante”.

El médico recibe a EL PAÍS tras una visita a sus instalaciones organizada y pagada por Amgen, la farmacéutica estadounidense que en 2012 compró deCODE por unos 320 millones de euros. La empresa islandesa nunca supo convertir sus descubrimientos científicos en dinero y entró en bancarrota en 2009, el año en que todo el país nórdico se hundía en una crisis económica que acabó con decenas de banqueros corruptos condenados a prisión. Stefánsson es un empresario peculiar y controvertido. Habla más de poesía que de negocios. Defiende que un buen científico debe leer al menos medio centenar de novelas al año. “El idioma es la herramienta con la que piensas. Y para poder pensar cosas nuevas necesitas dominar el lenguaje. Tienes que ser un acróbata de las palabras”, argumenta.

Stefánsson cuenta sin rodeos que está muy triste y deprimido. Hace medio año falleció su esposa, con la que convivió 53 años. Todavía está “aprendiendo a vivir sin ella”. El médico, que suele pasar sus vacaciones en España y es un enamorado de poetas como Antonio Machado y Octavio Paz, escribe versos para intentar deshacerse del dolor. Él mismo se hace una pregunta, quizá la más importante de todas, en voz alta: “¿Qué es la vida?”. Y ofrece una respuesta sin lirismo: “La vida son todos los sistemas que se ensamblan a sí mismos, contienen ADN, permiten que ese ADN se copie y facilitan que, sobre la base de esas copias, se formen otros sistemas autoensamblables del mismo tipo”.

A juicio de Stefánsson, eso es todo. El ADN —la molécula con las instrucciones para formar un ser humano a partir de un óvulo fecundado— solo quiere multiplicarse. Es una receta escrita con carbono, hidrógeno, oxígeno, nitrógeno y fósforo, al mando de cada célula humana. “Está claro que el ADN no existe para prestar servicio a los seres vivos. Los seres vivos existen para servir al ADN. La preservación del ADN es el propósito de la vida”, explica con una sonrisa amarga. “No es muy romántico, pero no hay Dios. Y es una pena, porque sería útil tener uno”, añade con sorna.

Stefánsson recuerda un poema que escribió un día de 1996, cuando se replanteó el sentido de la vida tras el nacimiento de la oveja Dolly, el primer mamífero clonado a partir de una célula adulta de otro animal. “Encuentro, perdida en el resplandor de un día soleado, la felicidad de un hombre infeliz, afortunado por ser solamente una única copia de sí mismo. Todo lo demás apesta”, recita con entonación y gestos.

La producción científica de Stefánsson es inabarcable. Ha firmado el 5% de todos los estudios publicados en la revista especializada Nature Genetics en poco más de una década. Sin embargo, la esencia humana es más compleja de lo que imaginó cuando fundó deCODE. En 2003, Stefánsson proclamó que esperaba desarrollar “al menos 10” fármacos a partir de sus descubrimientos de variantes genéticas asociadas a enfermedades. Todavía no existen. “Hay cosas en desarrollo que, espero, llegarán al mercado tarde o temprano”, afirma el médico.

El desafío es descomunal. La comunidad científica sabe desde la década de 1980 que determinadas mutaciones en el ADN, en un gen llamado KRAS, inician el cáncer en millones de personas. Sin embargo, el primer fármaco inhibidor de KRAS llegó a los hospitales el año pasado. El sotorasib, desarrollado por Amgen, inhibe una mutación específica, denominada KRAS G12C, que está implicada en el 13% de los casos de cáncer de pulmón no microcítico, el tumor pulmonar más habitual. El bioquímico Ray Deshaies, vicepresidente científico de Amgen, habló con sinceridad en una rueda de prensa en Reikiavik con motivo de los 25 años de su filial islandesa. “[El retraso de más de tres décadas] no ha sido porque no supiéramos lo que queríamos hacer, que era inhibir KRAS, sino porque no teníamos ni idea de cómo hacerlo”, reconoció.

Stefánsson estira los brazos sobre la mesa. “Es más fácil llevar a un ser humano a la Luna que hacer un fármaco realmente bueno”, reflexiona. “Y, sin embargo, la industria lo consigue”, subraya. El médico recuerda el caso del sida, provocado por un virus que se detectó en 1983 y desde entonces ha matado a más de 36 millones de personas, pero que ya es controlable con una simple pastilla al día. “Eso es excelente, hay que admitirlo. Aunque la industria farmacéutica sea un poco irritante, al menos destaca”, zanja.
La estadounidense Amgen es una de las 15 mayores farmacéuticas del mundo, con un beneficio de unos 7.000 millones de euros el año pasado. Su política de precios ha sido muy polémica en los últimos años. Su fármaco blinatumomab, contra un tipo muy agresivo de leucemia, salió al mercado en Estados Unidos en 2014 por unos 145.000 euros por paciente, convirtiéndose en uno de los medicamentos contra el cáncer más caros del mundo.

El biólogo Robert Bradway, director ejecutivo de Amgen, afirmó en una conferencia en Reikiavik que ni siquiera uno de cada 10 de sus fármacos experimentales, que parecen prometedores en animales, funciona en los ensayos en humanos. “Los ratones son maravillosos. El problema es que son y siempre serán ratones. Y los ratones no son buenísimos para predecir qué pasará en los humanos. Lo que cure la obesidad en ratones puede que no funcione en las personas”, lamentó Bradway. La mayor parte de las variantes genéticas descubiertas por deCODE solo aumentan ligeramente el riesgo de padecer una enfermedad —hay unas 3.000 asociadas a la obesidad—, pero algunas de esas mutaciones pueden desvelar el mecanismo de una patología. Por eso Amgen decidió comprar la empresa islandesa en 2012.

Bradway repite un dato habitual en la industria farmacéutica: engendrar un fármaco requiere unos 15 años y 2.300 millones de euros. Son cifras muy discutidas por algunas organizaciones, como la suiza Iniciativa Medicamentos para Enfermedades Olvidadas, que ha invertido solo 55 millones de euros para desarrollar un fármaco eficaz contra la enfermedad del sueño. El director ejecutivo de Amgen ganó en 2021 más de 20 millones de euros, 166 veces más que el trabajador medio de su empresa, según la información pública de la propia compañía.

Kári Stefánsson admite los claroscuros. “Es evidente que existe un cierto conflicto entre el interés público y el de las empresas privadas con ánimo de lucro que se dedican a desarrollar fármacos. Sin embargo, hay muchos más intereses comunes de lo que se cree”, opina. El médico recuerda que, semanas antes de que la covid obligara a la humanidad a esconderse en sus casas, llamó a la dirección de Amgen para pedir que le dejaran las manos libres para dedicarse a investigar el nuevo coronavirus. “Hazlo, por el amor de Dios”, le respondieron. Sus datos mostraron muy pronto que la mitad de las personas infectadas eran asintomáticas y que los niños apenas enfermaban. Islandia resistió mucho mejor que otros países la terrorífica primera ola de la covid.

El médico islandés, sin embargo, tiene sonoros enemigos. El experto en bioética Henry Greely, director del Centro para el Derecho de las Ciencias de la Vida de la Universidad de Stanford (EE UU), ha cargado públicamente contra la personalidad “desagradable” de Kári Stefánsson y lo ha acusado de aprovecharse de los islandeses sin compartir con ellos sus ganancias. La economista islandesa Svala Gudmundsdottir, en cambio, ha alabado la “conocida generosidad” del fundador de deCODE, por donar caros equipamientos médicos al hospital universitario de Reikiavik y por hacer test masivos de covid a la población sin cobrar un euro.

La empresa islandesa tiene el ADN de familias enteras de la isla. El análisis de estos datos ha revelado sorprendentes claves de la personalidad humana. Stefánsson habla de la “crianza genética”: los genes de los padres, incluidos los que no se transmiten al hijo, marcan el destino de esa persona. Esos genes que tú no tienes influyen en tus notas escolares, en la edad a la que tienes tu primer hijo, en tus niveles de colesterol y en el número de cigarrillos que fumas. “Creo que la libertad está limitadísima en nuestro libre albedrío. Estás genéticamente programado para querer ciertas cosas y para no querer otras”, sentencia Stefánsson. “El libre albedrío es una ilusión”.

Uno de los mejores jugadores de ajedrez de la historia, el estadounidense Bobby Fischer, se mudó a Islandia en 2005 huyendo de las autoridades de su país, que lo perseguían con saña por violar las sanciones contra Yugoslavia al participar en un torneo amistoso en 1992. La fuga a la isla nórdica no fue casual. Fischer era allí un ídolo desde que en 1972 derrotara en el campeonato del mundo de Reikiavik al genio soviético Boris Spassky, en plena Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS. El duelo se vivió en todo el planeta como si fuera una auténtica batalla con bombas atómicas sobre un tablero ajedrezado. Al regresar a Islandia más de tres décadas después, ya enfermo y cerca de la muerte, Bobby Fischer se hizo amigo de Kári Stefánsson.

El gran maestro estadounidense, de 62 años, había perdido por entonces la cabeza, víctima de “una especie de psicosis paranoica”, según recuerda el islandés, y de una obsesión contra los judíos, los negros y las mujeres. Los dos nuevos amigos paseaban por Reikiavik manteniendo, pese a todo, conversaciones que de vez en cuando eran “maravillosas”. El documental islandés Yo y Bobby Fischer (Fridrik Gudmundsson, 2010) muestra algunas de aquellas charlas memorables. En una de ellas, a bordo de un coche en marcha, el ajedrecista arremete contra la investigación genética y la compara con el trabajo de los físicos que hicieron posible la bomba atómica. La discusión, una auténtica clase de filosofía, acabó a gritos, pese a que Stefánsson empezó conciliador.

—Lo que hacemos en mi empresa es, simplemente, intentar descubrir de qué trata la vida, no la manipulamos de ninguna manera.

—Igual que los científicos estaban intentando descubrir de qué trata el átomo y mira a qué ha conducido.

—Ha conducido a un conocimiento más profundo de…

—¡Ha llevado a acumular bombas de hidrógeno!

—Eso no es una consecuencia.

—Sí lo es.

—Es una consecuencia de que hay gente estúpida que se aprovechó de manera malvada. No puedes…

—El…

—¡Escúchame! Si intentas prohibir el descubrimiento de nuevos conocimientos, estarás empezando a controlar el mundo con consecuencias impredecibles. ¡No sabes en qué consisten esos conocimientos hasta que los descubres! ¿Cómo vas a controlar lo que podemos descubrir?

Stefánsson rememora ahora aquellas discusiones. Desde la muerte de Bobby Fischer, en 2008, deCODE ha seguido iluminando los entresijos genéticos del ser humano, gracias a los 180.000 voluntarios de Islandia y a otros dos millones de personas que se han sumado desde otras partes del mundo. Otros países, como el Reino Unido, también se han lanzado ahora a intentar leer de manera masiva el ADN de sus ciudadanos. “El conocimiento en sí mismo nunca es maligno”, insiste Stefánsson. Tras un cuarto de siglo descubriendo diferencias genéticas entre los seres humanos, el médico islandés se queda con una lección aprendida en su remota isla volcánica: “Tenemos que recordar que somos una única especie. Lo que nos separa es mucho menos que lo que nos une. No debemos utilizar la diversidad para discriminarnos unos a otros. Deberíamos celebrar la diversidad humana”.