Thompson, 1979: 39.
La probabilidad de perder en la lucha no debe disuadirnos de apoyar una causa que creemos justa.
Lincoln, Presidente de los EE. UU., 1860-65).
Introducción
Los actuales procesos de indignación ciudadana y de movilización social progresista presentan algunos rasgos particulares, diferentes a los anteriores movimientos sociales. Dos aspectos tienen importancia para contrastar la experiencia pasada y las teorías convencionales: 1) su doble componente democratizador y socioeconómico, con una dimensión más global o sistémica; 2) los mecanismos y procesos que intervienen en su configuración, condicionan su influencia y su futuro, y exigen una nueva interpretación.
Este movimiento ciudadano es una respuesta al deterioro de la situación socioeconómica para la mayoría de la sociedad, provocada por el sistema económico y financiero, y agravada por una gestión política regresiva y con déficit democrático. Ambas dinámicas e instituciones han sido consideradas injustas por la mayoría de la sociedad, que se ha reafirmado en una cultura cívica democrática y de justicia social. Por un lado, ante el bloqueo o la colaboración gubernamental y de otras instituciones europeas e internacionales con esas políticas. Por otro lado, la existencia de distintos agentes sociopolíticos progresistas y la indignación ciudadana se han fortalecido y han dado cobertura y legitimidad a una acción colectiva de sectores populares relevantes.
Por tanto, son unilaterales las interpretaciones que ponen el acento solo en su carácter democratizador o frente al sistema político o a aspectos más concretos como la ley electoral, desconsiderando sus contenidos socioeconómicos, es decir, cuyas demandas se realizan frente al sistema económico o a aspectos particulares como los recortes sociales, el paro, los desahucios o las reformas laborales. En sentido inverso, son también unilaterales las versiones interpretativas que señalan a este movimiento popular como exclusiva reacción frente a las graves consecuencias de la crisis económica, el papel especulativo de los mercados financieros o la desigualdad social producida por la política de austeridad. Estas posiciones excluyen las estrategias y la gestión regresivas de las élites dominantes e instituciones políticas, con rasgos autoritarios y un fuerte deterioro de su legitimidad democrática. Los dos ‘sistemas’, económico y político, están interrelacionados y los pilares de ambos, su carácter antisocial y oligárquico, se han cuestionado por la ciudadanía indignada. Todo ello, junto con una amplia protesta social y la emergencia de nuevos sujetos sociopolíticos, requiere una revisión crítica de las principales teorías sociales y un nuevo esfuerzo analítico.
A partir del análisis de las particularidades de este nuevo fenómeno, desarrollado en otra parte (Antón, 2011; 2013a, y 2015a), exponemos los fundamentos de un nuevo enfoque interpretativo para luego valorar la particularidad del discurso populista. Dos ideas básicas hemos destacado con las citas iniciales: la importancia de la polarización o pugna sociopolítica y cultural y su motivación basada en la justicia.
En una amplia investigación (Antón, 2015b) hemos analizado los límites de las interpretaciones convencionales sobre la protesta social, los sujetos sociales y las dinámicas sociopolíticas y culturales. En particular, realizamos una valoración crítica de las deficiencias interpretativas de las principales corrientes teóricas que han explicado los movimientos sociales y la contienda sociopolítica. Primero, el estructuralismo o determinismo económico, de influencia marxista. Segundo, la teoría de la estructura de oportunidades políticas, también estructuralista en su versión más rígida, aunque en este caso hace depender al movimiento de protesta de las instituciones políticas. Tercero, la interrelación entre oportunidades políticas, amenazas y procesos ‘enmarcadores’. Cuarto, el camino hacia una explicación más dinámica y relacional. Quinto, las insuficiencias del paradigma individualista postmoderno. Sexto, la unilateralidad del enfoque ‘cultural’ que revaloriza la importancia de los componentes subjetivos pero infravalora el peso de la situación de desigualdad social y los motivos socioeconómicos y de poder.
Aquí, tras una breve descripción de la construcción de un electorado indignado, solamente, tratamos dos aspectos más generales. En primer lugar, avanzamos varios fundamentos teóricos de un enfoque social y crítico para interpretar mejor las nuevas realidades. Así, partiendo de la singularidad del actual y diverso movimiento de protesta social, en esta nueva fase histórica, exponemos los criterios básicos para una explicación dinámica de la pugna sociopolítica y cultural de los sujetos en este contexto. En segundo lugar, evaluamos los límites de una de las características de la teoría populista: su visión constructivista en la conformación del sujeto ‘pueblo’. Tratamos de favorecer una mejor comprensión de este movimiento social progresista y el consiguiente refuerzo de sus posiciones normativas y sociopolíticas con una perspectiva transformadora.
Por qué y cómo se conforma un electorado indignado
La irrupción de un electorado indignado en las elecciones europeas, junto con el debilitamiento del bipartidismo y la debacle socialista, ha modificado en España el panorama político y los equilibrios del sistema de partidos políticos. También afecta al ámbito sociocultural y al debate intelectual, implicando la necesidad de un esfuerzo teórico para interpretar las claves e ideas fuerza de este proceso.
La emergencia y consolidación de Podemos y sus grupos aliados, con nuevos discursos y liderazgos, supone la aparición de un polo de referencia alternativo a la izquierda del PSOE, con similar representatividad ciudadana. Se ha generado un positivo reequilibrio de fuerzas que rompe la completa hegemonía socialista anterior. Al mismo tiempo, abre la oportunidad histórica de un cambio político-institucional sustantivo, de alternativa real al monopolio de las élites gobernantes del bipartidismo, con sus políticas de austeridad y su prepotencia. No solo tiene un carácter justo sino que esta dinámica abre la posibilidad real del desplazamiento de las élites dominantes del poder institucional y el avance de una ciudadanía activa y unas fuerzas políticas alternativas. Puede suponer el comienzo de un ciclo político progresista que imprima una transformación profunda de las políticas y estructuras socioeconómicas y una democratización sustancial del sistema político. Es el temor de las capas dominantes que reaccionan de forma airada y contundente para neutralizar ese proceso de cambio y descalificar a sus agentes más significativos.
La cristalización de ese electorado alternativo y su fuerte impacto político ha sido posible por la configuración en estos últimos cinco años de un campo sociopolítico crítico, progresista y democrático. Se ha desarrollado un nuevo ciclo de la protesta social y la movilización colectiva, con la articulación de un amplio y heterogéneo movimiento popular, con altibajos pero persistente. Ha tenido un papel destacado el movimiento 15-M (y sus derivados y similares), pero también otros grupos y plataformas sociopolíticas, incluido el sindicalismo y las distintas mareas ciudadanas. Esa ciudadanía activa (Antón, 2013a), implicada en la movilización social y la participación ciudadana, que hemos cuantificado entre cuatro y cinco millones de personas, es la base social más directa que ha condicionado el desarrollo de esta nueva dinámica de la contienda política. Las ideas fuerza sobre las que se ha construido esta movilización cívica son dos: 1) frente a las consecuencias injustas de la crisis, la política de austeridad y recortes sociales y por los derechos sociales y laborales y la regulación de la economía; 2) rechazo a la gestión antisocial e impopular de las élites dominantes, económico-financieras y gobernantes, y apuesta por la democracia, la participación ciudadana y la regeneración real del sistema político.
Vinculado con esa ciudadanía activa y sus actores más representativos, se ha conformado una tendencia social más amplia. Se caracteriza por su indignación, descontento y desacuerdo ante la deriva antisocial de la crisis y su gestión política impopular. Hemos explicado que en torno a dos tercios de la población (entre el 60% y el 70% o más según los temas), de acuerdo con distintas encuestas de opinión, manifiestan su disconformidad con los recortes sociales y laborales, desconfían de los líderes políticos que dirigen la gestión pública regresiva y legitiman la protesta social progresista. Esa corriente social indignada o descontenta la definimos por esas posiciones sociopolíticas básicas sobre cuestiones fundamentales de la realidad, aunque en el terreno político-electoral no haya una traslación mecánica o en otros aspectos sociales expresen preferencias diversas. Pero es suficientemente sólida y persistente y con una orientación progresista, basada en valores democráticos y de justicia social, como para hablar de una tendencia social de fondo positiva frente a la involución social y democrática promovida desde el poder establecido.
Esa dinámica colectiva es la que ha posibilitado la conversión de parte de ese campo sociopolítico crítico en el electorado indignado, con el impacto conocido de debilitamiento del bipartidismo gobernante, primero del PSOE y luego del PP, y el crecimiento de las fuerzas alternativas. Pero para la configuración de ese nuevo espacio electoral indignado ha tenido un papel específico el liderazgo y el discurso de Podemos (Iglesias, 2014; Monedero, 2013): han conseguido que una parte significativa de esa ciudadanía crítica haya depositado su confianza y su delegación representativa en sus portavoces, fortaleciendo su liderazgo público. O dicho de otro modo, los representantes de Podemos han sabido transmitir unas ideas clave que han sintonizado con la cultura, las demandas y las opiniones básicas de un amplio sector de la ciudadanía indignada, más allá de sus votantes directos. El valor de su liderazgo y su discurso no ha sido construir ese electorado desde la nada y desde arriba, por su indudable habilidad comunicativa. Sería sobreestimar la capacidad constructiva de las ideas y los líderes. Consiste en haber sabido expresar y dar visibilidad mediática a unas ideas que sintonizaban con esas aspiraciones de la ciudadanía indignada, conseguir la simpatía popular por su defensa pública de las mismas frente al establishment y obtener el reconocimiento político y el aval de una parte popular relevante para ejercer como nueva representación política.
Podemos tiene un gran mérito: haber ‘construido’ un mecanismo político, con un carácter social y democrático, en un momento adecuado: su específica apuesta electoral con su mensaje y sus líderes. Ha servido de cauce para que una parte relevante de esa ciudanía crítica pudiese expresar unas posiciones o identidades sociopolíticas en el campo electoral e institucional. Por otro lado, la innovación y la valentía de llevar a cabo una brillante actividad comunicativa, con unos determinados símbolos e ideas y un hábil liderazgo, no hubieran tenido tanto arraigo si no hubiera estado creada ya, en el campo sociopolítico y con un amplio tejido asociativo, esa ciudadanía activa, crítica con el poder y firme y participativa con unos objetivos transformadores precisos: contra los recortes sociales y las élites dominantes y por los derechos sociales y la democracia; junto con su experiencia solidaria, sus redes sociales, sus actitudes de cambio y su cultura democrática e igualitaria.
Las propuestas fundamentales de su programa (Más democracia; Más derechos; Más economía al servicio de la gente) han expresado una síntesis de las demandas del proceso de protesta social durante los años anteriores y les han dado una proyección de compromiso público y participación electoral. Han generado la posibilidad de traducir esas exigencias de la ‘calle’, desarrolladas en el campo social, en voto en las urnas. El reconocimiento adquirido por sus portavoces y activistas se ha transformado en el apoyo a una nueva representación política y la correspondiente ilusión de que su reflejo en la estructura político-institucional coadyuve al avance de esas aspiraciones.
Esos tres ejes programáticos –democracia, derechos, giro económico-, expresivos de los objetivos del actual movimiento popular progresista, han sido suficientes para establecer una vinculación firme de este nuevo liderazgo político con los movimientos sociales y la gente activa y recoger la simpatía de un amplio sector de la ciudadanía descontenta. Necesitan mayor concreción y desarrollo. Son ideas fuerza, emancipadoras y racionales, que parten del diagnóstico realista de los principales problemas de la población y proyectan tareas fundamentales de la transformación política y económica. Se está produciendo una fuerte pugna política y cultural y sus dirigentes han demostrado capacidad explicativa y argumentativa. Han convencido a gran parte de la población en esos dos niveles: apoyo directo en las urnas, y simpatía más amplia pero (todavía) sin delegación representativa.
Una explicación histórica de la interacción sociopolítica y cultural
En primer lugar, señalamos la falta de adecuación de los esquemas interpretativos con que se analizaban los nuevos movimientos sociales para explicar el actual ciclo de la protesta social en España, así como los cambios sociopolíticos y culturales. Para precisar la singularidad de este nuevo y heterogéneo movimiento social, aludimos a algunos elementos comparativos. En el plano histórico y teórico la teoría sociológica había realizado una clasificación: viejos movimientos sociales (sindical, vecinal…) de carácter ‘socioeconómico’ y ‘redistributivo’; nuevos movimientos sociales (feminista, ecologista, derechos civiles…) basados en la exigencia de ‘reconocimiento’ de nuevos derechos y actores, y poniendo el énfasis, en algunos casos, en su carácter ‘cultural’. No es adecuada la clasificación convencional, típica de la sociología estadounidense, derivada de su supuesto carácter o identificación de ‘clase’: a los primeros, o clásicos, se les adjudica su carácter ‘obrero’ o de clase trabajadora, cuando el movimiento sindical, aparte de los técnicos, expertos y altos negociadores de su aparato, entre su afiliación y su base electoral tiene importantes segmentos de las clases medias profesionales –enseñanza, sanidad, sector financiero…; los segundos, o nuevos, no son solo de ‘clase media’, y entre sus componentes hay personas de clase trabajadora, particularmente jóvenes ilustrados pero precarios. En ambos casos, si hacemos referencia a sus dirigentes, su estatus y su posición social se asemeja más a la clase media profesional o con cualificación superior que a trabajadores y trabajadoras precarios o con poca cualificación. En resumen, respecto de su composición y el grueso de sus objetivos o intereses que defienden, los dos tipos de movimientos son populares o interclasistas, de clases trabajadoras y clases medias, aparte de exigir demandas más generales o universalistas.
Podemos englobarlos en la experiencia más general de tres tipos de pugna sociopolítica frente al poder: procesos de cambio político democrático, contra el autoritarismo y la dominación y por la ampliación de las libertades políticas y la participación popular; de cambio social y económico de distintas dinámicas de desigualdad social, tras la transformación de la estructura socioeconómica y las relaciones de dominación sobre las capas populares y subordinadas, incluido pueblos oprimidos; de cambio sociocultural frente a la discriminación en diversos campos y distintos sectores sociales.
Los tres procesos se pueden combinar desde la perspectiva de una democracia política, social y económica más avanzada y frente a las relaciones de dominación u opresión que imponen las élites y capas privilegiadas o dominantes. Pero, en las contiendas políticas y sociales, normalmente, aparecen por separado tres tipos de movimientos: movilizaciones o revueltas solo ‘políticas’ o democráticas, sin cuestionar el sistema económico y la desigualdad social; movimientos económicos, sindicales o redistribuidores, de defensa de derechos sociolaborales, sin cuestionar el régimen político y su déficit democrático o infravalorando otros tipos de injusticias; nuevos movimientos sociales, con dinámicas de cambio cultural pero que también apuntan a diversas desigualdades u opresiones, de mujeres, étnicas…, dentro de las relaciones sociales, incluidas las internacionales, amenazas de guerra e inseguridad, de cooperación o solidaridad y del medio ambiente.
Pues bien, el actual proceso de movilización no encaja en ninguno de los tres, es una combinación de ellos pero con una nueva dimensión global o sistémica, aunque vinculada también a realidades y reivindicaciones muy concretas y locales. Se basa en la percepción y la confrontación con la situación de sufrimiento popular y la nueva ‘cuestión social’, se enfrenta al autoritarismo político, se fundamenta en una cultura cívica de los derechos humanos, sociales, civiles y políticos, y apunta a una dinámica social más democrática y liberadora. Este deseo de cambio ‘universalista’ se ha ido combinando y nutriendo con exigencias particulares e inmediatas. Se puede decir que
La percepción de agravios específicos y conjuntos de injusticias exteriores hacen saltar al movimiento… estar hartos de una situación se asienta más que en otros movimientos en la existencia de una objetiva agravación del contexto. La gente decide que la situación es insoportable (Cruells e Ibarra, 2013: 12).
En segundo lugar, destacamos la interrelación entre diversos procesos: el agravamiento de las condiciones materiales de la mayoría de la población, no solo del ‘contexto’, como realidad exterior a las personas; la conciencia social de los agravios e injusticias, enjuiciadas desde unos valores democráticos y de justicia social y opuestos al discurso de la austeridad; el bloqueo institucional y el carácter problemático o insuficiente de la clase gobernante como representante, regulador o solucionador de los problemas y demandas de la sociedad, y la necesidad de una acción popular que vaya creando una identidad colectiva diferenciada de las élites dominantes.
La causa del inicio y desarrollo del proceso no es ‘externa’ a la propia gente indignada. Lo que genera la indignación, la oposición y la resistencia social de una amplia capa de la sociedad, es la situación de la mayoría de la población, la ‘experiencia’ y la ausencia de perspectivas, institucionales y económicas, de solución, o más bien de su agravamiento, contrastadas con su propia cultura democrática y de derechos sociales. La indignación es un proceso acumulativo a la situación anterior a la crisis, pero cobra un fuerte impulso con los dos acontecimientos y etapas de mayor impacto: primero, con el comienzo de la crisis económica y sus graves e injustas consecuencias, con un fuerte y masivo descontento popular; segundo, a partir del año 2010 se produce un paso cualitativo y se añade el desacuerdo popular y la oposición sociopolítica a las políticas de austeridad y sus gestores gubernamentales y europeos. Al malestar socioeconómico y la exigencia de responsabilidad hacia los mercados financieros y el poder económico, se añade la indignación por la gestión regresiva de las principales instituciones políticas, las élites gobernantes y sus incumplimientos democráticos. Esa doble indignación de una amplia corriente social, al evaluarla desde valores democráticos e igualitarios, refuerza una actitud progresista de oposición ciudadana y exigencia de cambios, favoreciendo y legitimando la acción colectiva de una ciudadanía más activa.
Existen factores externos o de contexto que acentúan la gravedad de la situación socioeconómica y el autoritarismo político… pero no se puede decir que, mecánicamente, son ‘condiciones favorables’, o desfavorables, para la acción colectiva. El nivel y el sentido de su impacto entre la población dependen de otros mecanismos institucionales, culturales y sociopolíticos. En particular, la transformación de la ‘situación’ –sufrimiento- en ‘experiencia’ -subordinación con malestar añadido por su injusticia- está mediada por la actitud concreta de esa mayoría social y sus agentes representativos, que viven el retroceso y la política regresiva como ‘indigna’ o injusta. Interviene lo que algunos círculos académicos (McAdam, McCarthy y Zald, 1999; McAdam, Tarrow y Tilly, 2005) llaman proceso de ‘enmarcamiento’, para dar significado a los hechos sociales. De la indignación, crítica pero más o menos pasiva en el plano individual o colectivo, una parte de la ciudadanía pasa a una participación más activa, con una respuesta colectiva progresista. Se vence por un lado, la resignación, el fatalismo, el miedo o la impotencia, y por otro lado, la simple actitud reactiva y la pugna competitiva individual o intergrupal. Se reafirma la ‘cultura’ cívica, social y democrática de partes relevantes de la sociedad y sus principales actores, que se contrapone con la situación de ‘injusticia’. Genera, con la mediación de los mecanismos y oportunidades existentes, los motivos y las demandas de la indignación, su arraigo entre la sociedad y las iniciativas de movilización popular.
La movilización cívica, la protesta social, no se genera automáticamente por condiciones y medidas económicas o políticas ‘externas’ a la situación directa y real de las personas. La ‘causa’ del movimiento social no es una ‘estructura’ o un ‘contexto’, ni siquiera una agresión o un mayor sufrimiento, ante los que se puede reaccionar con miedo, sumisión, resignación o adaptación. En ese caso, la movilización popular, su origen, dimensión, carácter y continuidad dependería fundamentalmente de esos factores externos, estaría dependiente de ellos y sus agentes: a mayor sufrimiento, mayor resistencia; a mayores agresiones, mayores respuestas; o bien, lo contrario, a mayores ‘oportunidades’ -debilidad del poder- o ‘expectativas’ -elección racional-, mayores movilizaciones. Es el conflicto entre los distintos sujetos sociales, o actores económicos y agentes sociopolíticos, el (des)equilibrio en la pugna entre ellos, lo que configura el proceso de la contienda sociopolítica o cultural, incluida la propia formación de cada sujeto social. El avance o el retroceso dependen de la relación de fuerzas entre ambos o diversos actores. Lo que explica el carácter y la dimensión del movimiento social no es, por tanto, el aspecto unilateral del grado de ‘oportunidad’ o debilidad que ofrece el poder, o bien su carácter agresivo y amenazante; tampoco es la gravedad de las agresiones o retrocesos materiales, económicos o sociales.
La explicación de la indignación, la participación cívica, la protesta social y la dinámica de cambio cultural y político pasa por la combinación relacional e histórica de las dos, o más, dinámicas en pugna. El impulso decisivo es la actitud de la mayoría de la sociedad y sus principales actores, confrontada a ‘su’ situación y la actuación de las clases dominantes. Se trata de comparar la fuerza ‘interna’ existente en la sociedad y sus sectores más activos o avanzados frente a la fuerza ‘externa’ del establishment, según su poder, cohesión y legitimidad. Esa capacidad popular de protesta y de cambio está condicionada por su posición social, por su ‘experiencia’ respecto a esa problemática y su percepción como injusta, al contrastarla con su cultura cívica, sus valores éticos y democráticos. Y para evaluar su capacidad movilizadora también hay que contar con sus recursos disponibles, sus formas expresivas, su apoyo social y sus expectativas de resultados en distintos planos.
Los resultados de la contienda sociopolítica y la pugna cultural dependen de esa correlación de fuerzas en presencia. Vencer un poder débil, ilegítimo y dividido, o cambiar aspectos parciales y no sistémicos, de la estructura económica y de poder, puede ser suficiente a través de un movimiento popular menos potente, con menores aliados y con limitado apoyo social o presencia institucional. Al mismo tiempo, un movimiento social más consistente puede fracasar al tener enfrente a un poder más fuerte o aspirar a objetivos más ambiciosos, aunque pudieran derivar en otras ventajas reivindicativas, sociopolíticas, organizativas y de legitimidad ciudadana. El éxito o el fracaso de una dinámica de indignación y protesta social se deben medir en una doble dimensión: conquista reivindicativa a corto plazo; avances y retrocesos de las fuerzas en presencia, de sus capacidades y legitimidad, manifestados también de forma concreta e inmediata, y que favorecen o perjudican las transformaciones a medio plazo. Por tanto, los resultados en los dos planos dependen de la interacción de tres elementos: la envergadura de los objetivos planteados; la relación entre, por un lado, la capacidad, cohesión y apoyo social del movimiento y, por otro lado, la fortaleza económica e institucional y la legitimidad del bloque del poder, y los cambios en los equilibrios entre esos dos campos.
También debemos incorporar en el análisis las profundas transformaciones en la relación entre lo individual y lo global, su influencia en los movimientos sociales y la construcción de identidades complejas y el reconocimiento de un yo como agente:
El espacio de los nuevos movimientos sociales en la era de la globalización es, por tanto transversal, desde lo individual a lo global, construyendo nuevos mapas cognitivos donde el reflejo del yo es imprescindible para construir el nosotros y donde nuevas identidades complejas a través de diversos territorios se encuentran mezclando actuaciones locales y reflexiones globales y viceversa (Alonso, 2014: 270).
Estas nuevas realidades hay que interpretarlas de forma rigurosa, superando los conceptos y el lenguaje referidos a otras épocas y que hoy, por su carácter esquemático, idealista o determinista, confunden más que clarifican. Supone un esfuerzo teórico y crítico para renovar la teoría social e interpretar mejor las nuevas realidades sociales.
En tercer lugar, podemos partir de las mejores aportaciones de la sociología crítica. Las ciencias sociales convencionales explican los hechos sociales a través de la interacción de dos elementos fundamentales de la realidad: estructura y acción. La tradición marxista mencionaba: condiciones objetivas y condiciones subjetivas (Giddens, 1991; Thompson, 1977; 1979; 1981, y 1995). Por un lado, los componentes estructurales, contextuales e históricos de carácter social, económico, político-institucional, medioambiental y cultural o de mentalidades. Por otro lado, los componentes de ‘agencia’, los agentes o sujetos que influyen, condicionan o (re)construyen la realidad social: la sociedad, el pueblo soberano, distribuida en distintas capas sociales, con su articulación institucional -Estados, grupos de poder…-, su expresión sociopolítica -partidos políticos, movimientos sociales, sindicatos, asociacionismo…- y sus culturas, valores y subjetividad. En ese sentido, hemos criticado las ideas deterministas, económicas y políticas, y hemos expuesto la importancia de la interacción de estos dos componentes y del concepto de ‘experiencia’, elaborado por E. P. Thompson, como elemento mediador entre estructura, conciencia y acción (Antón, 2014a).
El análisis de los movimientos sociales y la acción colectiva debe tener en cuenta tres elementos (Tarrow, 2012; Tilly, 2010; Tilly et al., 2005): 1) estructura de oportunidades políticas; 2) razones o contenido de las protestas, y 3) cultura sociopolítica. El primero se refiere a las posibilidades de poder articular y expresar la acción colectiva teniendo en cuenta las condiciones de cierre y/o apertura que facilitan o imponen el poder político y económico. El segundo señala los motivos de la protesta social y define los objetivos expresivos y reivindicativos y su orientación sociopolítica, progresista, conservadora, nacionalista… El tercero contiene los grados y el carácter de la conciencia social, los valores existentes y las características de los actores y sujetos colectivos. Los tres están interrelacionados. Este enfoque más multilateral, dinámico y relacional, nos ha llevado a superar algunas unilateralidades en la interpretación de las actuales resistencias colectivas y la conformación de nuevos o renovados sujetos sociopolíticos.
Por otra parte, hemos explicado la importancia y, al mismo tiempo, los límites de las aportaciones de carácter ‘culturalista’ y de afirmación exclusiva de la individuación del yo. Hemos realizado una valoración crítica, por un lado, del individualismo del pensamiento postmoderno y, por otro lado, de las sugerentes y problemáticas ideas de Touraine (2005; 2009, y 2011) sobre la excesiva relevancia de la cultura y la minusvaloración de lo social. No obstante, rescatamos la importancia del sujeto, de su autoafirmación y libertad, así como la necesidad de las relaciones igualitarias y solidarias derivadas de los vínculos sociales, constitutivos del ser humano, como ser social (Antón, 2013b).
En consecuencia, es fundamental la mediación sociopolítica-institucional, el papel de los agentes y la cultura, considerando la función contradictoria de las normas, creencias y valores. Junto con el análisis de las condiciones materiales y subjetivas de la población, el aspecto principal es la interpretación, histórica y relacional, del comportamiento, la experiencia y los vínculos de colaboración y oposición de los distintos grupos o capas sociales, y su conexión con esas condiciones. Supone una reafirmación del sujeto individual, su capacidad autónoma y reflexiva, así como sus derechos individuales y colectivos; al mismo tiempo y de forma interrelacionada que se avanza en el empoderamiento de la ciudadanía, en la conformación de un sujeto social progresista. Y todo ello contando con la influencia de la situación material, las estructuras sociales, económicas y políticas y los contextos históricos y culturales (Antón, 2014a, y 2014b).
Por tanto, desde las ciencias sociales, contamos como muchas ideas razonables y hay que partir de ellas. Pero el acento hay que ponerlo en su renovación y en la superación de sus principales errores y límites; es decir, en el análisis concreto y la elaboración de una nueva interpretación de los hechos sociales actuales. Ese esfuerzo teórico, interpretativo y crítico, cuyo enfoque hemos apuntado aquí, todavía es más perentorio para interpretar la nueva realidad sociopolítica, en particular, el proceso de indignación y protesta social y los nuevos reequilibrios del espacio político-electoral, y favorecer su conversión en un poderoso movimiento popular por un cambio progresista.
En definitiva, aquí apostamos por una interpretación basada en la interacción entre estructuras y sujetos, por un paradigma social, relacional e histórico que parte del conflicto social, de la conformación de procesos de movilización social y cambio sociopolítico progresista. Se trata de la revalorización del papel de la propia gente, de su situación, su experiencia y su cultura, así como de los sectores más activos y su representación social y política, su capacidad articuladora y sus discursos, es decir, de los sujetos sociopolíticos.
Visión constructivista y lo específico aportado por Podemos
Diversos portavoces de Podemos han planteado la sustitución de la dicotomía izquierda/derecha por otras polarizaciones y han resaltado la importancia de la elaboración de un nuevo discurso. Ya hemos explicado las insuficiencias del eje izquierda/derecha, aunque también la vigencia de la igualdad, y hemos valorado las otras dicotomías propuestas (Antón, 2015b). Ahora abordamos la visión constructivista del sujeto popular de cambio (Laclau, 2013), influyente en algunos de sus dirigentes, y lo específico de su aportación. Partimos del criterio compartido de realzar el papel de la cultura y la subjetividad de los actores sociales y políticos, sin caer en el voluntarismo. Este tema afecta al análisis de cómo se construyen las identidades colectivas y se conforma la cultura popular, así como al significado de la polarización social o pugna sociopolítica y la hegemonía cultural y política.
Para Laclau y Mouffe (1987) “una estructura discursiva no es una entidad meramente ‘cognoscitiva’ o ‘contemplativa; es una práctica articulatoria que constituye y organiza las relaciones sociales (p. 109). Y continúan: “A la totalidad estructurada resultante de la práctica articulatoria la llamaremos discurso” (p. 119). Si el discurso es, sobre todo, práctica (articulatoria o hegemónica) se convierte en una afirmación tautológica y no se clarifica el papel específico de las ideas o la subjetividad que las personas incorporan en sus relaciones sociales. Gramsci (2011), según valoran bien estos autores, sin abandonar el determinismo realzaba el papel de la cultura popular. En nuestra investigación, siguiendo a E. P. Thompson (1977; 1979; 1981, y 1995), se da un paso más en la crítica al determinismo sin caer en el idealismo, revalorizando la ‘experiencia popular’ en la formación de los sujetos y su acción sociopolítica y relacional, incluyendo su cultura y su participación en el conflicto social. Por tanto, los actores o sujetos incorporan en su práctica social un determinado discurso que, a su vez, la modela y le da sentido.
Cabe una precisión previa para delimitar el significado de la palabra discurso. Conviene distinguir este concepto, usualmente referido al conjunto de opiniones de un grupo social, de su experiencia social y política y su impacto en las relaciones sociales. La práctica sociopolítica y cultural de los distintos actores y cómo interiorizan y encarnan sus ideas y valores es lo que genera la transformación de las relaciones sociales. Si sobrevaloramos el discurso, como ideas, y su capacidad constructiva de lo social, dejamos en un segundo plano el aspecto principal en la articulación social: la gente, los sujetos. Vamos a contar con ello para hacer una reflexión más general sobre la conformación de las identidades colectivas, aspecto ya tratado en detalle en otros textos (Antón, 2014a, y 2015b).
Alguno de sus dirigentes lo formulan así:
(La) visión constructivista del discurso político permitió interpelaciones transversales a una mayoría social descontenta, que fueron más allá del eje izquierda-derecha, sobre el cual el relato del régimen reparte las posiciones y asegura la estabilidad, para proponer la dicotomía ‘democracia/oligarquía’ o ‘ciudadanía/casta’ o incluso “nuevo/viejo”: una frontera distinta que aspira a aislar a las elites y a generar una identificación nueva frente a ellas (Íñigo Errejón, “¿Qué es Podemos?”, Le Monde Diplomatique nº 225, julio de 2014).
La interpelación a la mayoría social descontenta es positiva. Ese potencial sujeto, al que dirigirse y reclamar su atención, señala la base principal susceptible de apoyo de las fuerzas políticas alternativas. Se ha constituido frente a los recortes sociales, las graves consecuencias de la crisis y su injusto reparto, la política de austeridad y la prepotencia gubernamental y de la troika. Son rasgos fundamentales que configuran la experiencia y la cultura de la corriente social indignada. Se ha generado una nueva conciencia popular en esos temas clave, diferenciada de las élites dominantes. Está apoyada en la práctica social y el comportamiento de una amplia ciudadanía, en su participación y legitimación de la protesta social progresista, y está basada en los valores democráticos y de justicia social. No solo es una base social de izquierdas o de composición de clase trabajadora; es más amplia: progresista, democrática y popular. En esa nueva actitud sociopolítica participan personas que se autodefinen de centro progresista, incluso algunos de centro-derecha o votantes de esos partidos. Sin embargo, la mayoría de ellas se auto-ubican ideológicamente en la izquierda, sin darle a esa palabra el significado de una ideología compacta y cerrada o una vinculación de lealtad fuerte con un determinado partido político. Igualmente, participan sectores de las clases medias y, particularmente, jóvenes ilustrados con bloqueo en sus carreras laborales y profesionales. Elementos centrales de esa actitud progresiva, aparte de los valores democráticos, son la defensa de los derechos sociales y laborales y la igualdad en las relaciones sociales y económicas, así como el importante papel de lo público: Estado de bienestar, regulación de la economía, empleo decente y equilibrio en las relaciones laborales, protección social y servicios públicos de calidad.
Esa transversalidad relativa, referida a la actitud ideológica y la composición de la ciudadanía descontenta, no supone una estrategia electoral atrapalotodo, con una orientación difusa. Se excluyen a las clases dominantes, la oligarquía o la casta, que se sitúan como el adversario a combatir, y se desconsidera la base social conformista con las políticas regresivas y autoritarias o irrespetuosas con los derechos humanos. Estamos hablando, pues, de un proyecto transformador, emancipador y popular, que va dirigido no solo a la gente que se considera de izquierdas sino a la mayoría de la gente crítica, indignada o descontenta. Y presenta un perfil no solo de izquierdas (tradicional) y menos para situarse (o que lo sitúen) a la izquierda de Izquierda Unida o como extrema-izquierda. Se identifica con un nuevo impulso transformador adecuado a las tareas de cambios fundamentales, giro socioeconómico y democratización del sistema político, y se enfrenta a los poderes establecidos. Ha elaborado un mensaje político con un lenguaje que ha conectado con la percepción de un amplio sector de la ciudadanía progresista y sus demandas discursivas y representativas para fortalecer su pugna sociopolítica y electoral.
El nuevo discurso -ciudadanía y democracia frente a casta y oligarquía-, elaborado con una visión constructivista permite a los líderes de Podemos, autores de esas consignas, ‘interpelar’ a esa mayoría social descontenta. Tiene una ambiciosa aspiración: ‘aislar a las élites’ (dominantes) y generar una ‘identificación nueva’ anti-casta o anti-oligárquica. Se enlazan mecanismos básicos de la contienda política: nuevo discurso y liderazgo y base social descontenta, sobre los que se construye una identificación popular con sus mensajes y su representación, así como el aislamiento cultural y la deslegitimación ciudadana de las clases dominantes.
¿Cuál es el rasgo que se infravalora? El que la conciencia popular de esa corriente indignada, en gran parte, ya estaba formada a través de la experiencia masiva de la crisis y sus graves consecuencias sociales, las políticas regresivas y la prepotencia gubernamental, contestadas por todo un ciclo de la protesta social, cívica y democratizadora. Desde el año 2008, con la crisis económica y la ampliación del desempleo masivo y, particularmente, desde el año 2010, con la aplicación generalizada de las políticas de austeridad y la imposición de ajustes antisociales, se ha producido el empeoramiento vital y de derechos de una mayoría ciudadana, su percepción de la desigualdad y la injusticia, así como su desacuerdo con los poderosos y su gestión regresiva y autoritaria de la crisis. En ese proceso, sociopolítico y cultural, han participado millones de personas, miles activistas o representantes asociativos y distintos grupos y movimientos sociales. El choque de esa involución social y democrática, promovida por los poderosos, con la cultura y las expectativas previas de la mayoría de la población ha generado una polarización sociopolítica y cultural. La mayoría de la gente se ha reafirmado en sus valores democráticos y de justicia social. Frente a las dinámicas dominantes hacia la resignación y el sometimiento se ha desarrollado la indignación cívica y la deslegitimación ciudadana de las capas dirigentes, económicas e institucionales, que han actuado con prepotencia.
Por tanto, la acción comunicativa de un discurso y unos líderes, sin contar con este proceso, pueden quedar sobrevalorados en su aportación para la generación de la capacidad identificadora del campo propio y la aisladora del campo adversario. Es insuficiente al margen de las dinámicas de fondo de la cultura popular, las condiciones y expectativas vitales, la experiencia en el conflicto sociopolítico y la articulación del conjunto de tejido asociativo y movimientos sociales. Es razonable, a la vista del éxito obtenido, la pretensión de reforzar la legitimación del discurso y el liderazgo de Podemos y sus dirigentes. Es fundamental para encarar la siguiente fase de consolidación y ampliación de las fuerzas alternativas. Pero se trata también de precisar el valor de lo aportado para evaluar los esfuerzos, mejoras y dinámicas necesarios para avanzar en ese objetivo transformador.
La vinculación de los mensajes y el liderazgo con las demandas y aspiraciones de la ciudadanía descontenta o crítica se debe realizar superando una relación esencialista o ahistórica de ambos componentes. La activación de una respuesta colectiva está mediada por los procesos del conflicto social y político, la experiencia, la cultura y la disponibilidad de la mayoría progresista de la sociedad, así como la propia acción y la organización de sus sectores activos y más representativos. En particular, tiene relevancia para adoptar una posición receptiva y unitaria con los distintos actores, especialmente, por su representatividad y peso político, entre Podemos e Izquierda Plural, sin olvidar la dinámica principal de la movilización sociopolítica y la articulación social de una ciudadanía activa.
La irrupción de un electorado indignado ha sido posible por el proceso, amplio y profundo, de conformación de una identificación popular por parte de un sector significativo de la población, con unas características definidas: percepción del carácter regresivo del poder, amplitud de la respuesta cívica con una diferenciación cultural y sociopolítica respecto de las élites dominantes, consolidación de una cultura democrática y de justicia social, y articulación variada de un movimiento popular progresista, compuesto de múltiples grupos sociales, un amplio tejido asociativo y una diversa representación social unitaria que ha servido de cauce y expresión de grandes movilizaciones ciudadanas. Es el rasgo que aparece poco realzado al destacar, fundamentalmente, el componente constructivo del discurso y el liderazgo de una formación política sobre una base social descontenta pero solo receptora de interpelaciones. Se dejarían así en un segundo plano el papel de la propia ciudadanía activa como agente crítico y con la interrelación de distintos actores, así como su propia conformación experiencial e identificadora, a través del rechazo a la austeridad y los ajustes regresivos de unos gestores políticos prepotentes y una reafirmación en valores democráticos, solidarios e igualitarios.
Lo nuevo o añadido por el fenómeno Podemos a ese bagaje de cultura popular, actitudes progresistas en lo social y participación cívica es haber construido un cauce político para que se pudiese explicitar el apoyo electoral y la simpatía más amplia hacia un nuevo liderazgo político con un discurso crítico. Sus mensajes han sabido interpretar esas ideas fuerza en la ciudadanía indignada y les han permitido a sus representantes públicos recibir un reconocimiento político y electoral significativo. Dicho de otro modo, la visión constructivista ha contribuido, específicamente, a este último hecho, sobre la base de que ya estaban edificados los fundamentos y la experiencia de una nueva polarización sociopolítica y cultural. Y se han configurado no solo a través de discursos sino por la participación cívica, masiva y colectiva en el conflicto social, incluido el esfuerzo de activistas, grupos y organizaciones sociopolíticas. Las ideas y significantes se apoyan, combinan y refuerzan con la articulación participativa de una ciudadanía activa.
La teoría populista (Laclau, 2013), tal como detallo en otra parte (Antón, 2015b), además del límite de reducir su contenido a la lógica de la acción política, tiene otras deficiencias. En particular, relacionado con su contenido ideológico o programático, la creencia de que una lógica o técnica de acción política sea suficiente para orientar la dinámica popular hacia la igualdad y la emancipación. O que con un discurso apropiado, al margen de la situación de la gente, se puede construir el movimiento popular. Infravalora la conveniencia de dar un paso más: la elaboración propiamente teórica, normativa y estratégica, vinculada con las mejores experiencias populares y cívicas, para darle significado e impulsar una acción sociopolítica emancipadora e igualitaria. El paso de las demandas democráticas y populares insatisfechas hasta la conformación de un proyecto transformador y una dinámica emancipadora debe contar con los mejores ideales y valores de la modernidad (igualdad, libertad, laicidad…). Estos, en gran medida, se mantienen en las clases populares europeas a través de la cultura de justicia social, derechos humanos, democracia…, cuyo refuerzo es imprescindible.
En resumen, el discurso sobre unos mecanismos políticos (polarización, hegemonía, demandas populares), para evitar ambigüedades que permitan orientaciones, prácticas o significados distintos y contradictorios, debe ir acompañado con ideas críticas, asumidas masivamente, que definan un proyecto transformador democrático, igualitario y solidario. Queda abierta, por tanto, la necesidad de un esfuerzo específico en el campo cultural e ideológico para avanzar en una teoría social crítica y emancipadora que sirva para un cambio social y político de progreso.
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