No es hora de alegrarse del cierre de cuenta alguna. Pero sí de analizar cómo las redes no solo se han convertido en la arena en la que se dirimen batallas colosales, en la que se ganan o se pierden elecciones, sino en tribunales capaces de sentenciar con rapidez lo que en el mundo real nos cuesta más. Donald Trump fue expulsado de Twitter después de apelar a la movilización que desembocó en el asalto al Capitolio, un intento de golpe de Estado en directo que sigue sin una investigación judicial ni legislativa como se merece. Pronto acudiremos a Twitter para que decida si un estado de alarma es constitucional por no esperar a que sus señorías tengan un ratito para ponerse a ello.
Twitter le ha puesto nombre a los toros, decíamos, pero no será Twitter quien acabe con ellos. La supuesta fiesta estaba en declive con caídas del 60% de las corridas en la última década ya antes de la pandemia. En una encuesta realizada por el Gobierno (2014-2015), el 90,5% de los españoles reconoce no asistir a festejos taurinos. Un 40% aduce falta de interés y un 20% asegura que, directamente, no lo entiende. El 56,4% de los españoles está en contra de los toros y solo el 24,7% a favor, según otra encuesta de 2019 para El Español que mostraba claramente la división entre el votante de izquierdas y de derechas, sobre todo de Vox.
El público ha ido abandonando la fiesta no tanto por razones económicas, como alega el sector, como por el desenganche emocional de un modelo que avergüenza a las nuevas generaciones, según recogen otras encuestas. Que la tauromaquia forma parte de la cultura española es indudable. Que incluye la diversión a partir del sufrimiento y muerte de un animal, también. Twitter lo ha dicho: placer sádico. Pero no será esta red quien acabe con ellos, sino una sociedad en progresiva evolución. @BernaGHarbour
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