La escuela ha sido siempre el reino de lo cognitivo y no el reino de lo afectivo. Lo dije hace ya tiempo en mi libro “Arqueología de los sentimientos en la escuela”, publicado por la editorial Bonum en Buenos Aires en el año 2006. “La escuela es la cárcel de los sentimientos”, había dicho mucho tiempo antes (corría el año 1980) en el título de un artículo publicado por la Revista Española de Pedagogía.
En efecto, la escuela es el territorio de la mente, el mundo de las ideas, la casa del pensamiento. El cuerpo es el medio de transporte de la cabeza. Entramos en el aula con el cuerpo porque no es posible dejarlo en la entrada o en el pasillo. El curriculum se fija en el cuerpo solo para las clases de Educación Física que, en muchas ocasiones, se ha considerado una maría. Al llegar y al salir de la escuela, lo único que interesa es responder a esta pregunta: ¿qué sabes sobre…? Pocas veces se muestra interés por otras cuestiones. ¿cómo estás?, ¿qué sientes?, ¿qué y a quién quieres?
Se diría que tanto profesores como alumnos son seres incorpóreos que negocian con los conocimientos y, por supuesto, con las palabras que los transportan de unas mentes a otras. Pero que ni sienten ni padecen. Unos enseñan y otros aprenden. Unos evalúan y otros son evaluados. Como si fueran máquinas desposeídas de la capacidad de emocionarse.
¿Qué hay de los cuerpos?, ¿qué hay de los sentimientos?, ¿qué hay de la pasión? Parece que estas preguntas hay que plantearlas antes de entrar y después de salir de las aulas y de los centros escolares. Pero no dentro de ellos.
Mi libro “Yo te educo, tú me educas”, plantea algunas cuestiones sobre las emociones que van amarradas, de forma casi inexorable, a la experiencia educativa. El título de este libro traducido al portugués, “Uma pedagogia da libertaçao. Crónica sentimental de uma experiência”, muestra ese componente frecuentemente excluido de la reflexión y de la práctica pedagógica. Digamos que es un libro no sobre lo que piensa sino sobre lo que siente un director escolar. En uno de los relatos planteo abiertamente una experiencia emocional y reflexiono sobre ella. El hecho se describe en unas líneas de cabecera (así está construido el libro) y luego, a pie quebrado (ese es el estilo literario que elegí para esta obra), aparece lo que pienso y siento sobre él.
Alguien me ha dicho asomándose a la puerta de mi despacho: “Te he echado de menos este fin de semana”. No he sabido qué responder. He sonreído solamente y he seguido escribiendo, un poco menos concentrado, un poco más nervioso.
¿Qué puedo hacer?/Maniatado de obligaciones/ de responsabilidades, de largas tradiciones y de miedos sociales.
¿Qué puedo decir?/Yo soy un adulto/que te doblo en primaveras/y que veo la vida de arriba abajo,/todavía con optimismo,/ pero ya rebaso el ecuador de los años.
No puedo jugar contigo, ciertamente./ Tampoco puedo juzgarte de una forma necia,/ despreciando un sentimiento/ que adivino serio y firme,/probablemente quebradizo,/ pero serio y firme,/acaso mucho más que mis recelos./ Tampoco puedo decirte seriamente: Sí, me alegra lo que dices,/ yo también te he recordado.
Tu frase se perderá entre los montes de mis días/ entre las piedras de mis reservas/ Solamente resonará su eco algunas veces,/como ahora cuando escribo,/recordando tu palabra y sus acentos.
(…) (…) (…)
Te seguro, te aseguro muy de veras/ que no sé muy bien qué hacer:/si cerrar el corazón y la sonrisa/(no hay más riesgos,/ o compartir tarea y amistad,/ haciendo posible y probable/ el advenimiento del amor,/de un amor casi siempre imposible,/siempre lleno de dolor”.
No se suele hablar de las cuestiones relacionadas con el corazón. Los profesores que adoran a sus estudiantes y que despiertan emociones en ellos se consideran sospechosos. He dicho alguna vez que los alumnos y las alumnas aprenden de aquellos docentes a los que aman. La sospecha se basa en la falsa premisa de que la educación es neutral, de que hay un suelo emocional uniforme que nos permite tratar a todos y a todas por igual, sin pasión. Y también de la sospecha bloquean la posibilidad de una evaluación justa.
Conocí hace años a la profesora argentina Alicia Fernández, prestigiosa psicopedagoga fallecida en 2015, quien me dedicó amablemente un libro suyo de titulo atrapante: “La sexualidad atrapada de la señorita maestra”. En esta obra la autora se plantea el vínculo enseñanza/aprendizaje, poniendo el acento en las dañinas consecuencias que para el trabajo de construcción de su subjetividad y para la posibilidad de enseñar tiene el esconder, omitir y desmentir las diferencias de géneros sexuales.
En el libro de bell hooks “Enseñar a transgredir. La educación como práctica de la libertad” (2021, Capitán Swing) hay un capítulo que me hallamado especialmente la atención. Es el número 13 y lleva por título “Eros, erotismo y proceso pedagógico”.
Dice hooks que “las y los profesores rara vez hablamos del lugar del eros o de lo erótico en las aulas. Formados en el contexto filosófico del dualismo metafísico occidental, muchos de nosotros hemos aceptado la idea de que hay una escisión entre cuerpo y mente. Al creer esto, los individuos entran en el aula a enseñar como si solo estuviese presente la mente y no el cuerpo”.
Con cierta sorna comenta la profesora hooks que cuando empezó a ejercer de profesora y debía ir al servicio en medio de la clase no tenía ni idea de qué hacían sus antecesores en tales circunstancias. Nadie le había hablado del cuerpo en relación a la enseñanza. Y se pregunta con cierto retintín: ¿Qué se hacía con el cuerpo en el aula? Bueno, con el cuerpo y con los sentimientos. Porque da la impresión de que cada estudiante se asimila al pupitre y se hace uno con él. El alumno y el pupitre no sienten nada y el profesor (o la profesora, que no es pequeña la diferencia) tampoco sienten nada especial por aquellos pupitres y estudiantes, ni por uno en especial ni por el grupo en general.
Cuenta hooks que durante el primer semestre que dio clase en la Universidad tenía un estudiante que siempre parecía ver y no ver al mismo tiempo. A mitad de trimestre recibió una llamada de la psicóloga de la Universidad porque quería hablarle de cómo trataba a un estudiante en el aula. La psicóloga le contó que los estudiantes habían dicho que se comportaba de una manera hostil, grosera e irascible cuando se dirigía a él. “Yo no sabía con exactitud quién era el estudiante, dice hooks, no podía ponerle cara o cuerpo a su nombre, pero después, cuando se identificó en clase, me di cuenta de que sentía atracción erótica por él y que mi manera ingenua de luchar con sentimientos que me habían enseñado a no tener nunca en el aula, era bloquearlos, reprimirlos y negarlos”.
“Cuando me di cuenta, dice hooks, de que a mis estudiantes les confundían las expresiones de cariño y amor en el aula, me pareció necesario dedicar alguna clase al tema. En una ocasión les pregunté: ¿Por qué sentís que la estima que expreso hacia una persona no puede ampliarse a cada uno de vosotros? ¿Por qué pensáis que no hay suficiente amor y cariño para todos?”.
Se puede tener pasión por la escuela pero no pasión en la escuela. Se trata de una esfera cargada de prejuicios y de miedos. No veo mucha enseñanza ni mucho aprendizaje apasionados en la enseñanza hoy en día. Ojalá me equivoque. Tampoco hay mucho espacio para lo emocional en la formación inicial y en la selección del profesorado. Recuerdo el hermoso y certero pensamiento de Emilio Lledó, que suscribo apasionadamente: La profesión docente gana autoridad por el amor a lo que se enseña y el amor a los que se enseña”.
Termina hooks el capítulo citado (y yo este artículo) son estas palabras: “Para devolver la pasión al aula o para despertarla donde no estuvo, las y los profesores debemos volver a encontrar el lugar del eros en nuestro interior y juntos permitir que la mente y el cuerpo sientan y conozcan el deseo”.
Fuente. El Adarve. Miguel Ángel Santos Guerra.
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