Es el elefante más famoso de la historia. Fue hace algo más de una década, poco antes de la Navidad de 2013, cuando dos economistas del Banco Mundial —Branko Milanovic y Christoph Lakner— publicaron un paper de nombre esclarecedor: Distribución global de la renta: desde la caída del muro de Berlín hasta la Gran Recesión. Demostraban, en fin, cómo la globalización ha beneficiado a los más ricos y a las incipientes capas medias del bloque emergente, al tiempo que perjudicaba a las clases trabajadoras de Europa y Estados Unidos, golpeadas por el cierre de fábricas que hacían las maletas rumbo a Asia. Todo, absolutamente todo, en un único gráfico que se asemejaba a la silueta de un paquidermo, de la cola a la trompa. Se convertiría, poco después, en uno de los más citados de las últimas décadas.
No eran, precisamente, años en los que la desigualdad ocupara un lugar destacado en la conversación pública. Ni siquiera un lugar. Imperaba la idea, tan fukuyamesca, de que, tras aquel 9 de noviembre de 1989, el liberalismo político y económico se había impuesto definitivamente y que el mercado, per se, resolvería todos los males. Tuvo que llegar el doloroso crash de 2008, la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión, para que el mundo despertase abruptamente de aquel sueño. “Reveló una cruda realidad a las clases medias occidentales y, sobre todo, a la estadounidense: que su capacidad de compra había dependido, en gran medida, de su capacidad de endeudamiento”, recuerda el propio Milanovic al otro lado del teléfono.
Quedaba, así, al descubierto todo lo que había dejado patente la dupla Lakner-Milanovic en su curva del elefante: que la internacionalización de las cadenas productivas había creado mucha riqueza y sacado de la pobreza a millones de personas en los países de renta media y baja —a los que también había elevado a otro estadio—, pero que también había deshilachado las antaño sociedades industriales de Occidente y avivado el auge de los populismos y de la extrema derecha. De aquellos polvos, estos lodos.
“Hasta entonces, solo se estudiaba la desigualdad interna en cada país para luego comparar los datos entre sí”, esboza también por teléfono Janet Gornick, colega del economista serbio en el Stone Center on Socio-Economic Inequality —que ella misma dirige— y con quien más estudios a cuatro manos ha escrito en los últimos tiempos. “Branko cambió por completo esa perspectiva, disolviendo las fronteras nacionales e imaginando, si se quiere, una comunidad global”. Siempre, desde una mirada independiente, progresista y heterodoxa, marca de la casa.
Aunque sin trascender aún de los ámbitos académicos, Milanovic ya llevaba décadas investigando sobre inequidad. En su tesis doctoral, hace más de tres décadas, analizaba este fenómeno en la hoy extinta Yugoslavia. Los focos, sin embargo, le llegarían mucho después, con aquel elefante que le catapultó al gran público y con otras dos obras que le han permitido trascender mucho más allá del lector nicho: Capitalismo, nada más (Taurus, 2020) y su reciente Miradas sobre la desigualdad (Taurus, 2024).
De ambas, como de sus otros tres libros publicados en los últimos 18 años —todos con la desigualdad como hilo conductor—, emana un aroma común: el afán generalista y la sutileza al combinar el rigor científico y la habilidad comunicativa, dos de los ingredientes más difíciles de mezclar en el siempre complejo cóctel del ensayo. “Es un brillante investigador práctico, con una característica mezcla de innovación y cautela”, enfatiza Gornick.
Lejos del perfil del economista best seller, Milanovic tiene dos capas: la del académico riguroso y la del escritor de libros que permean mucho más allá de la economía. “Tampoco es un publicista: detrás de cada afirmación suya que pueda resultar atractiva en lo popular o lo mediático, hay un paper lleno de cálculos o una investigación histórica que alcanza hasta la Edad Media. Hace lo que hace muy poca gente”, sostiene el historiador económico Leandro Prados de la Escosura, catedrático emérito de la Universidad Carlos III de Madrid. Como preguntarse —y responder— qué lugar ocuparía hoy Anna Karenina en la pirámide económica.
Milanovic, afincado en Estados Unidos desde hace décadas, es una de las mejores cabezas económicas en varias décadas, a la altura de los Mariana Mazzucato, Thomas Piketty, Olivier Blanchard, Daron Acemoglu, Angus Deaton, Carmen Reinhart o Barry Eichengreen. Y es, sobre todo, un tipo que se moja sobre lo que ocurre en el mundo, a diferencia de tantos académicos, tercia Prados de la Escosura. “Es capaz de opinar, comedidamente y con criterio, sobre prácticamente cualquier tema de hoy: sobre la invasión rusa de Ucrania, sobre Gaza… Es una persona tolerante, con una máxima: no intentar convencer a nadie de sus ideas; no porque no quiera, sino porque cree que es una batalla perdida”.
Nacido hace 70 años en el seno de una familia relativamente acomodada de la Yugoslavia de Tito, el economista serbio creció con algunos lujos de la burguesía roja, de los que carecían la mayoría de sus coetáneos. Su adolescencia transcurriría, en cambio, en un instituto público belga nítidamente izquierdista. Allí, en Bruselas, estaba destinado su padre, también economista, en calidad de representante de su país ante la recién fundada Comunidad Económica Europea, y allí fue donde pudo ver con sus propios ojos la brecha de renta desde el lado del privilegiado. Aprendió francés, que, como el inglés y el serbocroata, domina a la perfección. Una panoplia lingüística a la que, con los años —y las estancias académicas en ciudades como Madrid—, ha añadido un español más que decente, el ruso y hasta el polaco.
Sus años universitarios transcurrieron, sin embargo, en Belgrado, donde estudió Economía tras barajar Sociología. Allí comenzó su genuino interés por la inequidad y allí, también, empezó a convertirse en lo que es hoy: un tipo cosmopolita, de trato sencillo y curiosidad infinita. Casado y con dos hijos, dedica el resto de su tiempo a sus dos grandes aficiones: el fútbol y la historia, con predilección por el Imperio Romano y la I Guerra Mundial.
Una inclinación, esta última, entre lo personal y lo académico, que le ha granjeado un enorme respeto en ese gremio. “Lo ha leído todo y, además, se acuerda de lo que ha leído. Y, como Acemoglu o James A. Robinson, ha sido capaz de establecer una agenda de investigación para los historiadores”, sintetiza Prados de Escosura.
Tuitero desde hace años, Milanovic también permanece fiel al ya clásico género del blog, que cultiva desde hace años y al que en los últimos años ha sumado una newsletter de periodicidad variable, pero de finísimo contenido, en la que entremezcla las vivencias de su infancia y adolescencia con lo puramente académico. Ahí es donde muestra su personalidad de economista político, con la que ha roto el tristemente infranqueable muro entre lo económico y lo social. Una barrera que, como todos los grandes de este campo, el hoy profesor de la City University de Nueva York nunca entendió como suya.
Aunque tímidamente, en los últimos años su nombre ha empezado a aparecer en las quinielas de los futuros Premios Nobel de Economía. “Nada me haría más feliz, porque tiene una mente única: de economista, de filósofo, de historiador, de narrador…”, desliza Gornick. “¿Es probable, siquiera vagamente, que le concedan el Nobel? Creo que no, porque no encaja en el molde”. Un no encajar en el molde que es, paradójicamente, una de sus grandes virtudes.