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sábado, 9 de julio de 2011

¿Franquismo o fascismo?

Durante mi largo exilio viví en Suecia, en Gran Bretaña y en Estados Unidos. Y en ninguno de estos países el régimen dictatorial existente en España durante el periodo 1939-1978 se conocía como “la dictadura franquista”, sino como “la dictadura fascista”, dirigida por el general Franco. De la misma manera que no se hablaba en tales países de hitlerismo, para definir el régimen nazi que existió en Alemania, o de mussolinismo, para definir el régimen fascista que existió en Italia, tampoco se utilizaba el término franquismo para definir el régimen dictatorial que existió en España en aquel periodo.

Así, cuando Juan Antonio Samaranch –que fue presidente del Comité Olímpico Internacional y que había sido delegado nacional de Educación Física y Deportes durante la dictadura– visitó EEUU para presidir los Juegos Olímpicos que se realizaron en Atlanta, The New York Times incluyó en su nota biográfica “director general de Deportes en la dictadura fascista dirigida por el general Franco”.
La utilización del término franquista en lugar de fascista ha sido resultado de un proyecto político-intelectual exitoso que consistió en presentar tal régimen como caudillista y autoritario, carente de una ideología totalizante que intentara imponer una nueva visión a la sociedad. Según tal proyecto, una vez desaparecido el caudillo y el caudillismo, habría desaparecido el carácter jerárquico y autoritario de aquel Estado, el cual, dirigido por la habilidosa mano del monarca, se transformó, mediante el modélico proceso de Transición, en un Estado democrático. Esta interpretación, sin embargo, es profundamente errónea.

Fascismo es la ideología aparecida en los años treinta en Europa que se caracterizó por un nacionalismo extremo con vocación imperialista que se basaba en una supuesta superioridad de la raza, grupo étnico y/o identidad cultural de los nacionalistas, lo que les daba el derecho de conquista e imposición. El fascismo promovía una cultura de fuerza, de características militares, profundamente machista y profundamente reaccionaria, destinada a prevenir la revolución obrera, temida por las estructuras del poder económico y financiero y por las clases medias. En realidad, el fascismo había sido la fuerza política promovida por las burguesías y oligarquías dominantes para parar al movimiento obrero, liderado por fuerzas comunistas, socialistas o anarquistas.

El Estado en el que se reproducía esta ideología era un Estado dictatorial que intentaba controlar a la sociedad civil (incluyendo todos los medios de información y persuasión, desde las escuelas hasta la prensa, la radio y la televisión). Este control se utilizaba para la promoción del caudillo –al cual se le atribuían características sobrehumanas–, quien, instrumentalizando un partido único, el partido fascista, lideraba el Estado, que se presentaba comprometido con el “progreso del pueblo”. El pueblo incluía a todas las clases sociales, negando la diversidad de intereses existente entre ellas. De ahí el establecimiento de sindicatos verticales, en los que se incluía tanto a los empresarios como a los trabajadores. El fascismo consideraba también al Estado fascista como designado por una fuerza superior, sobrehumana (bien por Dios, en el caso español, o por la historia, en el caso alemán e italiano), a dirigir la humanidad, reglando el comportamiento de los ciudadanos, imponiendo unos valores nuevos que rompieran con los valores anteriores (en el caso español, con los valores democráticos, laicos y republicanos). Cada una de estas características existió en el régimen dictatorial español.

Varios autores han indicado que, aun cuando estas características existieron al principio del régimen, desaparecieron más tarde, cuando los tecnócratas del Opus Dei sustituyeron a la Falange. Tal argumento ignora, sin embargo, que los tecnócratas también reprodujeron el nacional-catolicismo que era el elemento esencial del fascismo español. En realidad, la Falange fue sustituida por el Movimiento Nacional, que conservó gran parte de la ideología fascista, incluyendo su simbología, su narrativa y su influencia. Hasta el último día de la dictadura, el NO-DO (el programa de noticias y documentales de la televisión pública) comenzaba con la imagen del dictador y con el símbolo fascista, el cual era también el símbolo que aparecía en la entrada de todos los pueblos de España. Es más, una condición para trabajar en el sector público u ocupar un cargo en el Estado era jurar lealtad al Movimiento Nacional, cuyo uniforme era la camisa azul y el saludo con el brazo en alto.

Que tal régimen estuviera en sus últimos periodos repleto de meros oportunistas que, a pesar de su discurso, no creían en la ideología fascista, no niega el carácter fascista del régimen. En realidad, la distancia entre el Franco de 1939 y el Franco de 1975 era mucho menor que la distancia política entre un Stalin al principio del régimen comunista en la Unión Soviética y un Gorbachov al final. ¿Por qué, pues, definir al régimen liderado por Gorbachov como régimen comunista (a pesar de que al final del régimen el aparato de aquel Estado carecía de una ideología propia) y no llamar fascista al régimen dictatorial español, argumentando que al final nadie en él era fascista?

Otro argumento en contra de utilizar el término fascista para definir aquel régimen era que el partido fascista, la Falange, era un partido pequeño y, por lo tanto, el fascismo no era una ideología mayoritaria. Tal argumento ignora que el pensamiento hegemónico hoy en las estructuras del poder en la UE es el neoliberalismo, aun cuando los partidos liberales son partidos minoritarios en tal comunidad política. Lo mismo ocurrió en España con el fascismo, el cual perdura en sectores del conservadurismo y del Estado español.
Vicenc Navarro, en Público.

viernes, 30 de abril de 2010

La resistencia a conocer el pasado

Este artículo responde a algunas de las críticas hechas predominantemente por las derechas (y también por intelectuales conocidos por su antiizquierdismo) a las movilizaciones progresistas que están ocurriendo en España en protesta del enjuiciamiento del Juez Garzón por sus investigaciones de los crímenes realizados por el fascismo.
La movilización de amplios sectores progresistas en contra del enjuiciamiento de Baltasar Garzón por parte del Tribunal Supremo, como consecuencia de su investigación de los crímenes del fascismo, ha dado lugar a una respuesta de condena por parte de la derecha española acompañada de los “compañeros de viaje” que han hecho de su anti izquierdismo la marca de su labor periodística.
Un argumento utilizado por el PP –que evidencia una carencia de sensibilidad democrática– es el de acusar a tales manifestaciones de ser “antidemocráticas”, pues presentan las críticas y presiones al Tribunal Supremo como comportamientos que no respetan las reglas democráticas. Tal argumento desconoce que el poder de cualquier parte del Estado deriva de la soberanía popular y, como tal, puede ser sujeto de crítica y presión por parte de la ciudadanía. Tal acusación de antidemocrática tiene también un componente elevado de incoherencia, pues la dirección de aquel partido nunca ha criticado a la Iglesia católica por amenazar con la excomunión a los jueces que aplicasen la Ley del Aborto, amenaza que representa el máximo grado de presión e interferencia en una judicatura en la que la mayoría de sus miembros son católicos.
Otro argumento planteado no sólo por las derechas sino también, entre otros, por Joaquín Leguina, Fernando Savater y Santos Julià, en sendos artículos publicados este mes en El País, es que tales movilizaciones están rompiendo la reconciliación nacional, que asumen estuvo plasmada en la Ley de Amnistía, ignorando que tal norma fue resultado de la movilización popular liderada por las izquierdas y cuyo objetivo primordial (en el momento de su aprobación, en el periodo preconstitucional) era sacar de las cárceles a los que lucharon en contra de la dictadura. En realidad, las derechas (Alianza Popular) no la apoyaron. De reconciliación tuvo poca. Y esta todavía no ha llegado, como bien lo muestra el hecho de que casi 150.000 personas asesinadas del bando republicano continúan desaparecidas como consecuencia de la oposición de las derechas a que sea el Estado el responsable de encontrar a tales desaparecidos, tal como instruyen las leyes internacionales, por mucho que Joaquín Leguina lo niegue en su artículo (ver los escritos del magistrado José Mª Mena sobre este tema).
Tal oposición imposibilita la reconciliación, como también la dificulta la oposición al reconocimiento de aquellos que perdieron la vida como consecuencia de su lealtad a la República. El juez Adolfo Prego, miembro del Tribunal Supremo, que está a favor de la penalización del juez Garzón por la ayuda que este intentó proveer a los familiares de los desaparecidos para encontrar a sus seres queridos, se opuso con gran contundencia al reconocimiento de los jueces republicanos asesinados o desterrados por la dictadura. Como escribió The Guardian (20-04-10), “a las izquierdas ni siquiera les dejaron encontrar y enterrar a sus muertos”. Tal nivel de crueldad (y no hay otra manera de definirlo) no tiene equivalente en la Unión Europea. La gran mayoría de los medios de información de la derecha europea han condenado que se haya llevado a los tribunales al único juez que ha querido analizar la represión fascista. No así las derechas españolas, cuyos homólogos en Europa son la ultraderecha.
Pero el argumento que se da con mayor intensidad en la denuncia de las manifestaciones es el mismo que se ha dado durante el periodo democrático para justificar el olvido y la injusticia que ello conlleva. Es el argumento de la equidistancia, indicando que ambos bandos del conflicto civil hicieron las mismas salvajadas (lo cual ha permitido afirmar a Arturo Pérez-Reverte que “todos [vencedores y vencidos] hemos sido igual de hijos de puta” (El Mundo, 26-02-10). De tal equidistancia se concluye que es mejor no reavivar la memoria, pues abriría las heridas, asumiendo erróneamente que estaban cerradas. No por casualidad, la mayoría de los que sostienen tales posturas son hijos de vencedores, independientemente de que hayan pasado el sarampión de haber sido de izquierdas en su juventud. Es frecuente que para lavar tal pasado acentúen ahora sus sarcasmos e insultos a las izquierdas.
El hecho de que hubiera casos de asesinatos políticos en el Estado republicano (muchos menos que los cometidos por el Estado fascista), no niega, sin embargo, la justicia de la causa de la República, de la misma manera que el injusto bombardeo de la ciudad de Dresde (Alemania) por parte de las fuerzas aliadas en su lucha contra el nazismo y el fascismo no niega, tampoco, la bondad de su causa. Tampoco el hecho de que existieran personas no democráticas entre los asesinados republicanos significa que la mayoría de asesinados no hubieran luchado o se hubieran identificado con un gobierno democráticamente elegido. De ahí que tal equidistancia no sea tanto una explicación, sino una justificación para sostener aquella profunda injusticia. El definir como “hijos de puta”, como hace Pérez-Reverte, a los que lucharon defendiendo la República, la mayoría de los cuales no cometieron “salvajadas”, es un insulto injusto e inmerecido, excepto en su propio caso, pues no es de bien nacido ofender a los que sufrieron enormemente por una causa noble, de la cual el que insulta se ha beneficiado ampliamente.
Lo que está ocurriendo en España no es “inexplicable”, como se ha escrito. Es muy explicable, pues es consecuencia del enorme dominio de las derechas en el proceso de la Transición inmodélica que determinó una democracia muy incompleta y un bienestar muy insuficiente. Su oposición a conocer el pasado se explica porque el que controla la visión del pasado controla la hegemonía intelectual del presente. Y esto es lo que ocurre en nuestro país. (Vicenç Navarro en el diario PÚBLICO, 29 de abril de 2010)