Todo fue preparado para que los ciudadanos del mundo se sintieran aliviados y reconfortados con los resultados de la Cumbre del G-20 realizada en Londres. Las sonrisas y los abrazos colmaron los noticieros, el dinero afloró más allá de lo que estaba previsto, no hubo conflictos -del tipo de los que hubo en la Conferencia de Londres de 1933, también en tiempos de crisis, cuando Roosevelt abandonó la reunión en protesta contra los banqueros- y, como si no hubiese mejor indicador del éxito, los índices de las bolsas de valores, comenzando por Wall Street, se dispararon en estado de euforia. Por encima de todo, la cumbre fue muy eficiente. Mientras que una reunión anterior con objetivos similares duró más de veinte días -Bretton Woods, 1944, de donde surgió la arquitectura financiera de los últimos cincuenta años-, la reunión de Londres sólo duró un día.
¿Podemos confiar en lo que leemos, vemos y oímos? No. Por varias razones. Cualquier ciudadano con las primeras luces de la vida y la experiencia sabe que, con excepción de las vacunas, ninguna sustancia peligrosa puede curar los males que causa. Ahora, por sobre la retórica, lo que se decidió en Londres fue garantizar que el capital financiero va a continuar actuando como lo ha hecho en los últimos treinta años, después de ser liberado de los estrictos controles a los que antes estaba sometido. Es decir, en las épocas de prosperidad va a continuar acumulando fabulosas ganancias y, en las épocas de crisis, va a contar con la «generosidad» de los contribuyentes, los desempleados, los pensionistas estafados, las familias sin techo, con la garantía del Estado de Su Bienestar.
Aquí reside la euforia de Wall Street. Nada de esto es sorprendente, si tenemos en cuenta que los verdaderos artífices de las soluciones -los dos principales asesores económicos de Obama, Timothy Geithner y Larry Summers- son hombres de Wall Street y que ésta, a lo largo de las últimas décadas, financió a la clase política norteamericana a cambio de la sustitución de la regulación estatal por la autorregulación. Algunos incluso hablan de un golpe de Estado de Wall Street sobre Washington, cuyo verdadero alcance y daño se revelan ahora.
El contraste entre los objetivos de la reunión de Bretton Woods -donde participaron no 20, sino 44 países- y la de Londres explica la vertiginosa rapidez de esta última. En la primera, el propósito fue resolver las crisis económicas que se arrastraban desde 1929 y crear una sólida arquitectura financiera, con sistemas de seguridad y de alerta, que le permitiese al capitalismo prosperar en medio de la fuerte oposición social, la mayor parte de orientación socialista. Al contrario, en Londres asistimos a la pura cosmética, al reciclaje institucional, sin otro objetivo que el de mantener el actual modelo de concentración de la riqueza, sin ningún temor a la protesta social -asumiendo que los ciudadanos están resignados ante la supuesta falta de alternativas-, e incluso con un retroceso en relación con las preocupaciones ambientales, que volvieron a ser consideradas como un lujo para tiempos mejores.
Las instituciones de Bretton Woods -en especial, el FMI y el Banco Mundial- hace mucho que vienen siendo desvirtuadas. Sus responsabilidades en las crisis financieras de los últimos veinte años -México, Asia, Rusia, Brasil- y en el sufrimiento humano causado a vastas poblaciones con medidas después reconocidas como erróneas -por ejemplo, la destrucción de un día para el otro de la industria de la castaña de cajú en Mozambique, dejando miles de familias sin medios de subsistencia- llevaron a pensar que podríamos estar ante un nuevo comienzo, con nuevas instituciones o con profundas reformas de las existentes. Nada de eso ocurrió. El FMI se vio reforzado en sus recursos, Europa continúa detentando el 32 por ciento de los votos y los Estados Unidos el 16,8 por ciento. ¿Cómo es posible imaginar que los errores no se van a repetir?
La reunión del G-20 va a ser recordada por lo que no quiso ver ni enfrentar: la creciente presión para que la moneda de reserva internacional deje de ser el dólar; el creciente proteccionismo como prueba de que ni los países que participaron de la cumbre confían en lo que fue decidido -el Banco Mundial identificó 73 medidas proteccionistas tomadas recientemente por diecisiete de los veinte países participantes-; el fortalecimiento de las integraciones regionales sur-sur, en América latina, en Africa, en Asia, y entre Latinoamérica y el mundo árabe; la restauración de la protección social -los derechos sociales y económicos de los trabajadores- como factor insustituible de la cohesión social; el deseo de millones de personas de que las cuestiones ambientales sean finalmente puestas en el centro del modelo de desarrollo; la oportunidad perdida para terminar con el secreto bancario y los paraísos fiscales, como medidas para transformar la banca financiera en un servicio público a disposición de empresarios productivos y consumidores conscientes.
Por Boaventura de Sousa Santos
Doctor en Sociología del Derecho; profesor de las universidades de Coimbra (Portugal) y de Wisconsin (EE.UU.). Traducción: Javier Lorca.