El editor escribe una dura historia de los españoles desde el neolítico al coronavirus centrándose en “el 95% de la población, la que está bajo el pie de las élites”.
El veterano editor Gonzalo Pontón (Barcelona, 77 años) ha acabado literalmente enfermo tras redactar y publicar España. Historia de todos nosotros desde el neolítico hasta el coronavirus en el sello Pasado & Presente, que él mismo fundó con sus hijos. La culpa la tiene, seguramente, su reconstrucción del pasado partiendo del 95% de la población. “La historia tradicional solo habla de los reyes y los poderosos y sus epopeyas, las élites. A mí me interesaba la gente que está bajo el pie de esas clases dirigentes, su pathos”, explica.
Aunque el libro no es pesimista, al acabar sus documentadas 908 páginas es inevitable pensar que el de España es un problema irresoluble, si se repasa una historia marcada por prebendas y corruptelas, una ancestral mala organización territorial y un peor sistema educativo dejado en manos de una Iglesia poderosísima (”su desasosiego por el dinero es horroroso: bloqueó la creación de institutos públicos de enseñanza media hasta el extremo de que en 1956 solo quedaban en España 119, los mismos que en 1939″). Pero, sobre todo, porque “hemos sufrido las clases dirigentes más corruptas, reaccionarias e incompetentes de toda Europa; Rusia aparte, no creo que exista, en ese sentido, un pueblo más desgraciado en el continente que nosotros”, reflexiona el veterano editor y fundador del sello Crítica, tras el humo de un cigarrillo en el despacho de su casa, donde alberga algunos de los 449 títulos que referencia en su particular manual de una historia de España que bien podría ser un anexo de su elogiado La lucha por la desigualdad (2017, Premio Nacional de Ensayo). “Con este es imposible que gane nada porque muchos de los que mandan quedan fatal: he quemado todas las barcas”.
Reconquista y 1714, dos mitos desmitificados
Entre los muchos episodios a los que quita épica están la Reconquista cristiana y la carga simbólica catalana del asedio de Barcelona en 1714 por las tropas de Felipe V. “Lo importante de al-Ándalus es la pata africana de los árabes, que comportaba la llegada a la Península de oro del Sudán y que es el inicio de un incipiente capitalismo primitivo, vinculado por un lado a pagos por protección o, en el caso de los condes catalanes, a la venta de semiesclavos. Cuando esos equilibrios se rompen, empieza a caer todo, no hay otras razones”.
Más dura es la deconstrucción del “mito romántico” del 11 de septiembre catalán. “De los cerca de 40.000 habitantes de la ciudad, la defienden unos 5.000, de los cuales 4.000 son de la Coronela, la milicia que pagan los gremios. Es decir, defendiendo las murallas están los obreros, las mujeres y algún cura porque, mientras tanto, los mercaderes ricos negocian con las provisiones que traen de Mallorca en barcos que dejan en Castelldefels para especular con el precio, embarcaciones que acabarán en manos felipistas, con la consiguiente hambruna en la ciudad. Terminado el conflicto, familias pudientes como los Duran no tardarán ni semanas en ser ya proveedores de Felipe V…”, apunta. Y puestos a escoger un mito catalán que sirva de ariete contra Castilla, Pontón propone a Carlos I, quien, para hacerse con los servicios del genovés Andrea Doria, le regala la ruta catalana de comercio de esclavos del norte de África. “Eso sí dejó hundida a Cataluña durante más de un siglo”.
Vivir de las rentas
Un triste hilo conductor de la historia de España es, para Pontón, el compuesto por unas clases dirigentes “mezquinas y medrosas” que, ni en el campo ni en la ciudad, “han tenido necesidad alguna de invertir en tecnología o desarrollo porque han gozado de una mano de obra constante, abundante y barata; y porque su mentalidad ha sido vivir de rentas bajo la famosa premisa del ‘más vale poca renta y sin cuidado que muchos negocios sin complicaciones”.
La burguesía liberal del XIX “tampoco es la de la Revolución Francesa, también aspira a ser rentista: nunca entendieron la revolución industrial inglesa; nunca estas clases dirigentes han hecho inversiones industriales de futuro, pero tampoco lo han hecho en ciencia o educación…”, fija el historiador. “Todo se ha movido por pelotazos o a partir de estafar directamente al Estado, como el caso Matesa en pleno franquismo, en el marco de un Estado que ha pagado siempre por sus bonos los intereses más altos de Europa. ¿Para qué invertir si ya ingresas del erario por los juros o los vales reales?”.
Y la práctica viene de lejos: “El negocio de las Américas lo hará toda Europa menos nosotros; Carlos I y Felipe II vivirán del dinero que viene de Holanda y Carlos V acabará pagando intereses de capital al 50%...”. Ni coyunturas tan favorables como la neutralidad durante la I Guerra Mundial fueron aprovechadas porque “industrias como la textil no se desarrollaron estructuralmente, sino que se optó por hacer tres turnos de trabajo, subcontratar o tirar de economía sumergida. Finalizada la guerra, desaparecieron 6.000 empresas y la especulación en divisas acabó hundiendo hasta entidades financieras, como el Banco de Barcelona. Las clases populares no vieron nunca beneficio alguno cuando las bonanzas”. Su análisis de industrias mitificadas como la siderúrgica vasca y la textil catalana demuestra que se han sustentado en “un proteccionismo a ultranza del mercado interior y una represión policial de los obreros. El empresariado nunca ha querido arriesgar el capital, siempre ha esperado una coyuntura favorable que en las fases expansivas crea empleo y en las depresivas, lo destruye”, resume.
La situación ha ido a peor desde el último tercio del siglo XX, durante el cual, según Pontón, la economía española ha vivido “asistida desde el exterior por el capital extranjero, incapaz de generar una infraestructura sólida: se dice que no tuvimos un Plan Marshall, pero, desde un temprano 1949, Estados Unidos empieza a hacernos préstamos”. Esa ayuda económica será de 1.688 millones de dólares entre 1955 y 1964, casi 2.200 millones si se suman los 521 de apoyo militar. “El milagro español fue eso”, dice Pontón. Hasta 1973 hubo crecimientos anuales del 7,5%, junto a una pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores que venía desde 1959. Luego vinieron los beneficios fruto del ingreso en la Comunidad Económica Europea o la introducción del euro, pero “se sigue sin generar una estructura económica sólida, despilfarrando ese dinero en los Juegos Olímpicos y la Exposición Universal de Sevilla en 1992 o la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia o un aeropuerto en Ciudad Real, sinsentidos como la línea férrea Santander-Sagunto de cuando la dictadura de Primo de Rivera”.
Una Transición rosa y un PSOE neoliberal
El manual de Pontón califica la República de 1931 de “burguesa: solo arregló las desigualdades mínimas que impedían instaurar una sociedad capitalista”; el mismo presidente Alcalá Zamora era “un señorito cordobés que obstaculizó la reforma agraria”. Pocos paños calientes usa al abordar la controvertida Transición: “Fue una reforma que conservará lo esencial de la arquitectura del régimen franquista, a la vez que buscará proteger la impunidad personal y asegurar la pervivencia del poder”, escribe. “Tuvo mucho de novela rosa, no se hizo limpieza de nada de la estructura franquista: ni de la judicatura ni de los estamentos policiales y militares, a los que se hicieron concesiones para que no dieran un golpe de Estado, que acabarían dando igualmente en 1981, con un papel ambiguo del rey Juan Carlos″.
También apunta una posible manipulación de los resultados del referéndum constitucional de 1978, que habría tenido una participación inferior a la que se dijo, especialmente en Barcelona y Zaragoza. “No hubo un gran entusiasmo con la Constitución, demostración de que un tanto por ciento de los españoles cree que no están concernidos por la política, que están fuera de ella, y eso deja una democracia débil, cuando justamente se necesita una participación más directa de ese 95% de la población para cambiar las cosas”.
Santiago Carrillo y Felipe González no quedan demasiado bien parados. Lo de Carrillo cree que “es más grave por la historia de muertos y represaliados que arrastraba el propio PCE”, si bien se mostró “muy inteligente” cuando controló la reacción de los militantes tras la matanza de los abogados laboralistas de Atocha (1977). “Ahí se ganó la legalización del partido”, reflexiona. González sale tan trastabillado del libro como su partido, un PSOE que entra en el Consejo de Estado de la dictadura de Primo de Rivera (1924); pacta con la derecha de Gil Robles un apoyo a una futura reinstauración monárquica si salía la opción en un plebiscito (1948), o cuando en la Transición maniobra con un Manuel Fraga que permite mítines del partido aun cuando no está legalizado… “Se entrevistaron; creo que Fraga quería que fueran juntos a las elecciones. Esto no lo escribo porque no tengo pruebas: solo publico lo que es demostrable”, dice, con rigor de historiador.
Entre lo demostrable apunta el dato de que el Gobierno del PSOE de González fue el más privatizador de la historia de España: “Traspasó el doble de las empresas públicas que privatizarían luego los gobiernos del PP; y lo peor: se inventó las contrataciones temporales en 1984, creando la división entre los trabajadores”, resume, reproduciendo un texto del secretario de Estado de Economía de la época, uno de los casi 140 documentos que, irrevocables, pespuntean el libro. Las liberalizaciones del mercado laboral “para tener más mano de obra barata” se radicalizaron en 1994 (PSOE) y en 1997 (PP). “No hay ninguna diferencia en las políticas económicas que aplicaron UCD, PSOE y PP. Ese es el resumen”, concluye.
El ‘procés’
Pontón zanja el procés catalán: “Artur Mas es un neoliberal que recortó más de 5.500 millones de euros en gasto público antes de que empezara Rajoy. Todo ha sido un teatrillo… Para los catalanes de a pie, ser independientes no tendría ventaja alguna porque perderían el refugio de la UE. Los bancos fueron los primeros en ver eso y sacaron sus sedes centrales de Cataluña”, señala. “Estamos, como país, contra la pared”, añade con preocupación.
Pontón maneja, en un estilo que recuerda al de su “maestro de vida y profesional” Josep Fontana, cifras muy recientes: “Casi 100.000 personas se van de España cada año buscando trabajo, la natalidad está estancada y se suicidan 10 personas de media al día”, enumera. El libro está dedicado a sus hijos, pero piensa en sus nietos: “Está escrito para los jóvenes, para que abran sus mentes y digan: ‘Eso no me lo volverán a hacer’, y se movilicen, en la línea de lo que significaron las asociaciones de vecinos en el franquismo”. Cree, firmemente, que “la solución a la mala política es la política, no la revolución”. Es un error esperar que el capitalismo se autodestruya: “No implosionará, sino que se convertirá en una cosa peor: la privatización total del Estado, dejará de existir como tal el Estado del bienestar, precisamente cuando más lo necesitamos”.
Y lanza: “España es hoy uno de los países con más desigualdad de la Unión Europea y esta se ha ido construyendo lentamente a lo largo de la historia. Pero son las decisiones políticas las que la generan, no las divinas; cambiar la actitud de los votantes no es una utopía”. Por eso, dice, se hizo en su momento editor y ahora lanza una tirada de 5.000 ejemplares de su nuevo libro. “Soy editor porque no quiero que la gente sea ignorante; he publicado 2.500 títulos en mi vida no para convencer a los convencidos. Mala cosa si esta España solo la leen los que piensan como yo”. Se conformaría con que, tras su lectura, cale el mensaje de que “igual las clases dirigentes españolas deberían pedirnos perdón”.
Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.
El País.
https://elpais.com/cultura/2021-10-21/gonzalo-ponton-espana-ha-sufrido-las-clases-dirigentes-mas-corruptas-reaccionarias-e-incompetentes-de-europa.html
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jueves, 28 de octubre de 2021
jueves, 28 de junio de 2018
Entrevista a Gonzalo Pontón sobre La lucha por la desigualdad (y II) “El pensamiento científico del siglo XVIII no tuvo nada de original, los verdaderos logros se alcanzaron con Galileo, Bacon, Descartes, Newton”.
Salvador López Arnal
El viejo topo
Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944) es licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la UB. A los veinte años se incorporó a la editorial Ariel y ha sido fundador de las editoriales Crítica (1976) y Pasado & Presente (2011). Se calcula que a lo largo de 50 años, ha publicado más de dos mil títulos, de los cuales unos mil son libros de historia. En 2016 publicó su primer libro: La lucha por la desigualdad que sido Premio Nacional de Ensayo de 2017 otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. V
***
Nos habíamos quedado aquí. Lo mejor de la Ilustración del XVIII, ha afirmado usted, ya había nacido en el XVII con Newton y Descartes. No dudo de la grandeza científico-filosófica de Descartes y Newton, cuyas obras conozco un poco, pero políticamente no eran nada del otro mundo en mi opinión. Newton, cuando tuvo responsabilidades en asuntos de política monetaria, no se anduvo con muchos miramientos compasivos y Descartes, con su moral provisional, más bien aconsejaba ocultarse para vivir bien, tranquilo y sin muchas complicaciones. No hay mucho de ruptura en sus posiciones.
Lo que sostengo en mi libro es que el pensamiento filosófico y científico del siglo XVIII no tuvo nada de original, porque los verdaderos logros se habían alcanzado ya en el siglo XVII con Galileo, Bacon, Descartes, Newton, Kepler, Boyle, Euler, Van Leeuwenhoek, Grocio, Puffendorf, etc. Sus descubrimientos filosóficos, técnicos y científicos están en la base del éxito económico burgués. Pero no el pensamiento contrario a ese proyecto, encabezado por Baruch Spinoza, cuya filosofía igualitaria fue perseguida a muerte por la inmensa mayoría de los "ilustrados".
Me viene a la memoria una expresión de Marx del Manifiesto: conquista de la democracia. Si no usamos un concepto muy demediado de democracia reduciéndolo a contiendas electorales con muy diferentes medios, ¿usted ve posible conciliar democracia y el capitalismo realmente existente en unas fases históricas más salvajes e inhumanas? Si fuera que no su respuesta, ¿qué hacer entonces sin soñar mundos ficticios aunque sean agradables?
Marx solo habla una vez de la democracia en el Manifiesto comunista y la identifica con el paso del proletariado a clase dominante. En otros escritos suyos (en los Manuscritos de París, por ejemplo) llega a exprimir la esencia de lo que él considera democracia: en ella el hombre no existe para la ley, sino que la ley existe para el hombre, e insiste en que la Constitución la ley, el estado son solo características que el pueblo se da a sí mismo. La democracia formal de nuestras sociedades modernas no tiene nada que ver con la idea de democracia de Marx. Al capitalismo realmente existente no le molesta lo más mínimo que la gente vote cada cuatro años. Como dijo una vez Golda Meir, si el voto sirviera para algo ya lo habrían prohibido. En realidad no hace falta soñar con mundos ficticios, basta con cambiar el que tenemos.
"La vigilia de la razón" es el título del capítulo IX, el último de su libro. ¿Debemos seguir siendo racionalistas? ¿Incluso después de Hiroshima, y teniendo en cuenta el momento en que estamos, próximos al desastre ambiental y al enfrentamiento militar atómico? ¿No es a eso, a todo eso y a más infiernos, a lo que nos ha llevado la racionalidad tecnocientífica contemporánea?
De alguna manera, ese el punto de la Escuela de Frankfurt contra la Ilustración. Max Horkheimer y Theodor Adorno escribieron en su Dialéctica de la Ilustración que había sido el sueño de la razón el que había producido los monstruos del nazismo y el estalinismo y que por culpa de esa razón la "emancipación" propuesta por la Ilustración había conducido de nuevo a un periodo de barbarie, de lo que deducían que los grandes enemigos de la humanidad eran la tecnología y las instituciones del mundo contemporáneo. Este libro procedía de una conversación que Horkheimer y Adorno mantuvieron en Nueva York, en 1946, adonde habían llegado huyendo de la Alemania nazi. No tenían razón, pero hay que entender sus emociones en el marco de su tiempo y de sus peripecias personales. También el ayatolá Jomeini dijo que los derechos humanos y la justicia universal no eran más que productos de la razón europea. Siguiendo esa deriva, seguramente habría que acusar a Einstein de genocidio. El desastre ambiental y el enfrentamiento atómico al que te refieres no surgen de la razón, sino, precisamente, de la irracionalidad y de las vísceras; no hay más que pensar en lo razonables que son sus principales protagonistas: Trump y Kim Jong-un.
Cambio un poco de tercio si no le importa. El Romanticismo impugna el racionalismo ilustrado y exalta los sentimientos, se suele afirmar. El nacionalismo, se afirma también, es hijo del Romanticismo: "apela a las emociones, a las vísceras y proyecta mundos imaginarios, fantásticos". Son palabras suyas; también éstas: "Y los nacionalistas han sustituido el mundo por una novela de ciencia ficción. El imaginario nacionalista se asemeja al del cristianismo primitivo: los pobres heredarán la tierra. En el caso catalán, los catalanes heredarán esa tierra prometida que llaman República Catalana". Pero si es así, si la metáfora que usted nos regala es exacta, si el nacionalismo ideológico tiene contornos de creencia religiosa, ¿cómo avanzar, cómo aproximarnos, cómo disolver la situación de alta tensión que se ha ido creando y que se sigue creando por ejemplo aquí, en Cataluña?
Muchos nacionalismos tienen una base religiosa indiscutible. Acordémonos del "Gott mit uns", del "Por Dios, por la patria y el rey", de los nacionalismos más racistas, o del "Dios es inglés" o "Dios es belga" de los brutales colonizadores europeos de África. Por las venas del nacionalismo catalán también corre la mística: "Catalunya serà cristiana o no serà" es un mot de ralliement que compartieron elites eclesiásticas y laicas: Torras i Bages y Prat de la Riba; Vidal i Barraquer y Cambó, Aureli Escarré y Jordi Pujol…. con la sanción "modernizadora", como siempre, de la intelligentsia pesebrista: D’Ors, Riba, Calvet, Cardó, Galí, Triadú, Cahner, Comín… Y precisamente "cristiana", no católica, que tiene una dimensión universal. El cristianismo catalán es de souche terrienne, muy adecuado para una sociedad de propietarios rurales y de pagesos y masovers cuasipropietarios que entregan sus hijos a una iglesia que, teóricamente dependiente de Roma, crea estructuras propias independientes e incluso su propio Vaticano en Montserrat, que ilumina, solo, "la catalana terra". De esa sociedad de kulaks, que cree no tener en su seno contradicciones de clase porque las resuelve la caridad cristiana, se nutrirán el irracionalismo carlista, el nacionalista e, incluso, el independentista.
Los hijos y nietos de esa Cataluña rural desarrollarán las estructuras comerciales, industriales y bancarias del Principado sin abandonar nunca su cristianismo étnico, una fe –más que una religión— muy parecida al acomodaticio anglicanismo, que será uno de los mecanismos de control social de la burguesía británica, espejo lejano e inalcanzable de la catalana. La fuerza de cohesión ("fem pinya"), el sentido de identidad ("un sol poble"), la ortodoxia ("nosaltres sols") y la carga soteriológica del cristianismo ("Catalunya serà cristiana o no serà") se convertirán en las señas de identidad dominantes, porque son las de la clase hegemónica ("el pal de paller"). De todas ellas, la soteriología será el instrumento principal de la razón práctica de los dirigentes catalanes (que siguen siendo buenos cristianos, por supuesto, como lo son Puigdemont o Junqueras) que, llegado el momento, avisarán al conjunto de los creyentes –la comunión de los santos- de la inminencia del Santo Advenimiento, desatando una pulsión de urgencias, un fervor de corte milenarista, que roza el éxtasis. Por eso no se puede comprender la ceguera de los gentiles ni su blasfemia al no reconocer el reino de dios en la tierra. El paso de "Catalunya serà cristiana o no serà" a "Cataluña serà independent o no serà" es casi automático. Y cargado de un irracionalismo militante que, pasado el Milenio, puede derivar en un martirologio sacrificial.
Cuando trabajó de joven en la editorial Ariel coincidió con Manuel Sacristán. Como usted también es traductor déjeme preguntarle por la labor socrático-traductora del autor de Las ideas gnoseológicas de Heidegger. ¿Fue un buen traductor? El mismo comentó en una entrevista con la revista mexicana Dialéctica en 1983 que una parte de sus traducciones fueron pane lucrando.
Es bien cierto que Manuel Sacristán tuvo que ganarse la vida recurriendo a la traducción. No fue, en principio, voluntad suya. Su vocación era universitaria, pero en 1965 fue expulsado de la Universidad de Barcelona por su militancia comunista. Tres años antes le habían negado la cátedra de Lógica de la Universidad de Valencia por la misma razón. A pesar de que en 1972 la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona le contrató de nuevo, al finalizar el curso no le renovaron el contrato y, más tarde, siempre que le permitieron volver a enseñar, lo tuvo que hacer en precario, con contratos temporales hasta poco antes de su muerte, cuando ocupó, durante unos pocos meses, una cátedra extraordinaria.
De modo que Manuel Sacristán tuvo que ganarse la vida sobre todo traduciendo. Como escribió el mismo, se pasó la vida "de trabajar para una editorial a la Universidad y viceversa". Sacristán era un gran traductor del alemán, del inglés, del francés, del italiano… era un gran traductor de cualquier idioma porque lo que dominaba como nadie era la lógica, la semántica y las leyes internas de la lengua castellana. Sacristán tradujo e introdujo en España el primer libro de Marx publicado desde la guerra civil, Revolución en España, bajo el seudónimo de "Manuel Entenza", uno de los varios que utilizaba ("Juan Manuel Mauri", "Máximo Estrella"…) para escapar al control de la policía franquista. La lista de autores que tradujo bajo su propio nombre es apabullante: Marx, Engels, Lukács, Gramsci, Adorno, Hull, Quine, Galbraith, Bunge, Copleston, Havemann, Dutschke, Dubcek, Korsch, Marcuse, Schumpeter… Tradujo un promedio de seis libros por año durante muchos años. Por otra parte, la calidad de su trabajo, las peticiones que recibía, le permitieron escoger y proponer textos de agitación cultural que las editoriales aceptaban sin rechistar. Él mismo lo expresaba así hacia el final de su vida: "Al traducir no solo me ganaba la vida, sino que colocaba producto intelectual en la vida cultural del país".
Jamás se quejó de su trabajo de traductor, pero es obvio que si hubiera destinado ese tiempo a escribir su propia obra en libertad esta habría sido intelectualmente muy poderosa… y muy "peligrosa". Como escribió Francisco Fernández Buey, su mejor discípulo: "Si Manuel Sacristán solo hubiera escrito la monografía sobre Heidegger, que fue su tesis doctoral, y la Introducción a la lógica y al análisis formal, ya con eso habría entrado en la historia de la filosofía universal como un filósofo importante del siglo XX, como un filósofo de los que tienen pensamiento propio".
Usted ha sido durante años militante del PSUC si ando errado. Aparte del PSUC-viu y de Iniciativa, no queda mucho de aquel gran proyecto político. ¿Se arrepiente de aquellos años de militancia? ¿Cómo puede explicarse la grandeza y ahora casi desaparición de ese proyecto transformador socialista-comunista con muy fuerte arraigo social?
El PSUC fue una máquina de guerra casi perfecta contra el franquismo. Tras el fracaso de la "huelga nacional pacífica" en 1959 (una fantasmagoría de Carrillo y compañía), su alma de frente popular le llevó a tratar de aglutinar en una sola fuerza la lucha contra el fascismo. Apoyó el movimiento obrero, la agitación estudiantil universitaria, las fuerzas de la cultura, de los colegios profesionales, de las asociaciones vecinales y de ciudadanía, incluso la herejía obrerista de la Iglesia católica. El PSUC fue la fuerza política tras la CONC, la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes, de la Taula Rodona Democràtica, de la Comissió Coordinadora de Forces Polítiques de Catalunya, de la Assemblea Permanent d’Intel.lectuals de Catalunya y de la Assemblea de Catalunya, que llegó a contar con 45 partidos y organizaciones cívicas. En 1978 el partido de los comunistas catalanes alcanzó la cifra de 40.000 militantes, algo que el resto de partidos no podía ni soñar. Nadie, nunca, llegó a preocupar tanto al Régimen como el PSUC.
Junto a su incesante voluntad de unificación de las fuerzas antifascistas, que le supuso renunciar a políticas que más tarde le pasarían factura, otro de los signos de identidad del PSUC fue constituirse en un partido "nacional y de clase", otro paso que tendría graves consecuencias en el futuro. Sin embargo, en las elecciones de 1977, el PSUC consiguió más del 18 % de los votos que, junto con el 28,38 % obtenido por el PSC, hubiera permitido una Cataluña gobernada por la izquierda (la derecha solo consiguió el 33%). Pero el anticomunismo vulgar de Joan Reventós y el anticatalanismo garbancero de Felipe González y Alfonso Guerra lo impidieron. Aun así, la derecha catalana, asustada, recurrió a sus correligionarios españoles para hacer frente al "peligro rojo". Diseñaron entonces la operación Tarradellas que consiguió desmontar las plataformas unitarias, liberar de compromisos "frentepopulistas" a los distintos partidos y, pese a que la izquierda volvió a ganar las elecciones generales y municipales de 1979, facilitar el triunfo de la derecha catalana y cristiana en las elecciones al Parlament de 1980 que entronizaron en el poder a Jordi Pujol durante 23 años.
A partir de ahí, estallaron todas las costuras del PSUC dejando al descubierto sus contradicciones externas -la soterrada pero inacabable lucha con el PCE por mantener su independencia- e internas: ruptura entre los cuadros sindicales y la dirección, lucha de los aparatchikis por el control del partido; defección de la mayoría de los intelectuales burgueses que –tras un recorrido por el utopismo- regresaron a los espacios propios de su clase: a CiU, al PSC o incluso al PP. Pero lo peor de todo fue perder su capacidad de movilización "en un proceso en que el desarme ideológico impuesto por el PCE lo arrastró finalmente a la destrucción" (Fontana). Tras el 5º Congreso del partido, en 1981, la militancia se había reducido a 12.000 afiliados.
La politiquería, el tacticismo y el posibilismo de los dirigentes del PSUC, ansiosos de tocar poder, naufragaba en el marco temporal de los años 80, tan distinto del de los 60, y le dejaba, al fin, ante el cruel dilema histórico del movimiento socialista: revolución (ya imposible) o reforma (donde habría de competir con los demás partidos). Al no poder resolverlo, el PSUC quedó anclado entre dos orillas, in mezzo al guado. La dirección del partido se equivocó muchas veces, pero, como escribió Manuel Sacristán "ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepción en la izquierda española".
Si en los años 80 Cataluña, con la inexorable reducción del sector secundario, se había convertido ya en una sociedad de clases medias controlada por la burguesía de "soca-rel", a partir del ingreso de España en la Unión Europea y, sobre todo, del derrumbe del "socialismo" de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo neoliberal, en el siglo XXI las hijuelas del PSUC, de verde o de violeta, no tenían nada que ofrecer a una "sociedad opulenta" (Galbraith). El movimiento de los indignados ante la gran recesión iniciada en 2007 pareció encender, por un momento, la vieja chispa igualitaria, pero su deriva en Podem o Catalunya en Comú la ha apagado en seguida sumergiéndola en la vieja charca del modo burgués de hacer política. Los hechos son tozudos: en las elecciones del 21 de diciembre de 2017, los partidos que no se plantean una alternativa al capitalismo coparon 123 de los 135 escaños del Parlament de Cataluña.
La lucha del capitalismo por la desigualdad continúa. Pero siempre nos quedará el viejo topo.
Muchas gracias por sus reflexiones. Y tiene razón: siempre nos quedarán el viejo topo y El Viejo Topo.
El viejo topo
Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944) es licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la UB. A los veinte años se incorporó a la editorial Ariel y ha sido fundador de las editoriales Crítica (1976) y Pasado & Presente (2011). Se calcula que a lo largo de 50 años, ha publicado más de dos mil títulos, de los cuales unos mil son libros de historia. En 2016 publicó su primer libro: La lucha por la desigualdad que sido Premio Nacional de Ensayo de 2017 otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte. V
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Nos habíamos quedado aquí. Lo mejor de la Ilustración del XVIII, ha afirmado usted, ya había nacido en el XVII con Newton y Descartes. No dudo de la grandeza científico-filosófica de Descartes y Newton, cuyas obras conozco un poco, pero políticamente no eran nada del otro mundo en mi opinión. Newton, cuando tuvo responsabilidades en asuntos de política monetaria, no se anduvo con muchos miramientos compasivos y Descartes, con su moral provisional, más bien aconsejaba ocultarse para vivir bien, tranquilo y sin muchas complicaciones. No hay mucho de ruptura en sus posiciones.
Lo que sostengo en mi libro es que el pensamiento filosófico y científico del siglo XVIII no tuvo nada de original, porque los verdaderos logros se habían alcanzado ya en el siglo XVII con Galileo, Bacon, Descartes, Newton, Kepler, Boyle, Euler, Van Leeuwenhoek, Grocio, Puffendorf, etc. Sus descubrimientos filosóficos, técnicos y científicos están en la base del éxito económico burgués. Pero no el pensamiento contrario a ese proyecto, encabezado por Baruch Spinoza, cuya filosofía igualitaria fue perseguida a muerte por la inmensa mayoría de los "ilustrados".
Me viene a la memoria una expresión de Marx del Manifiesto: conquista de la democracia. Si no usamos un concepto muy demediado de democracia reduciéndolo a contiendas electorales con muy diferentes medios, ¿usted ve posible conciliar democracia y el capitalismo realmente existente en unas fases históricas más salvajes e inhumanas? Si fuera que no su respuesta, ¿qué hacer entonces sin soñar mundos ficticios aunque sean agradables?
Marx solo habla una vez de la democracia en el Manifiesto comunista y la identifica con el paso del proletariado a clase dominante. En otros escritos suyos (en los Manuscritos de París, por ejemplo) llega a exprimir la esencia de lo que él considera democracia: en ella el hombre no existe para la ley, sino que la ley existe para el hombre, e insiste en que la Constitución la ley, el estado son solo características que el pueblo se da a sí mismo. La democracia formal de nuestras sociedades modernas no tiene nada que ver con la idea de democracia de Marx. Al capitalismo realmente existente no le molesta lo más mínimo que la gente vote cada cuatro años. Como dijo una vez Golda Meir, si el voto sirviera para algo ya lo habrían prohibido. En realidad no hace falta soñar con mundos ficticios, basta con cambiar el que tenemos.
"La vigilia de la razón" es el título del capítulo IX, el último de su libro. ¿Debemos seguir siendo racionalistas? ¿Incluso después de Hiroshima, y teniendo en cuenta el momento en que estamos, próximos al desastre ambiental y al enfrentamiento militar atómico? ¿No es a eso, a todo eso y a más infiernos, a lo que nos ha llevado la racionalidad tecnocientífica contemporánea?
De alguna manera, ese el punto de la Escuela de Frankfurt contra la Ilustración. Max Horkheimer y Theodor Adorno escribieron en su Dialéctica de la Ilustración que había sido el sueño de la razón el que había producido los monstruos del nazismo y el estalinismo y que por culpa de esa razón la "emancipación" propuesta por la Ilustración había conducido de nuevo a un periodo de barbarie, de lo que deducían que los grandes enemigos de la humanidad eran la tecnología y las instituciones del mundo contemporáneo. Este libro procedía de una conversación que Horkheimer y Adorno mantuvieron en Nueva York, en 1946, adonde habían llegado huyendo de la Alemania nazi. No tenían razón, pero hay que entender sus emociones en el marco de su tiempo y de sus peripecias personales. También el ayatolá Jomeini dijo que los derechos humanos y la justicia universal no eran más que productos de la razón europea. Siguiendo esa deriva, seguramente habría que acusar a Einstein de genocidio. El desastre ambiental y el enfrentamiento atómico al que te refieres no surgen de la razón, sino, precisamente, de la irracionalidad y de las vísceras; no hay más que pensar en lo razonables que son sus principales protagonistas: Trump y Kim Jong-un.
Cambio un poco de tercio si no le importa. El Romanticismo impugna el racionalismo ilustrado y exalta los sentimientos, se suele afirmar. El nacionalismo, se afirma también, es hijo del Romanticismo: "apela a las emociones, a las vísceras y proyecta mundos imaginarios, fantásticos". Son palabras suyas; también éstas: "Y los nacionalistas han sustituido el mundo por una novela de ciencia ficción. El imaginario nacionalista se asemeja al del cristianismo primitivo: los pobres heredarán la tierra. En el caso catalán, los catalanes heredarán esa tierra prometida que llaman República Catalana". Pero si es así, si la metáfora que usted nos regala es exacta, si el nacionalismo ideológico tiene contornos de creencia religiosa, ¿cómo avanzar, cómo aproximarnos, cómo disolver la situación de alta tensión que se ha ido creando y que se sigue creando por ejemplo aquí, en Cataluña?
Muchos nacionalismos tienen una base religiosa indiscutible. Acordémonos del "Gott mit uns", del "Por Dios, por la patria y el rey", de los nacionalismos más racistas, o del "Dios es inglés" o "Dios es belga" de los brutales colonizadores europeos de África. Por las venas del nacionalismo catalán también corre la mística: "Catalunya serà cristiana o no serà" es un mot de ralliement que compartieron elites eclesiásticas y laicas: Torras i Bages y Prat de la Riba; Vidal i Barraquer y Cambó, Aureli Escarré y Jordi Pujol…. con la sanción "modernizadora", como siempre, de la intelligentsia pesebrista: D’Ors, Riba, Calvet, Cardó, Galí, Triadú, Cahner, Comín… Y precisamente "cristiana", no católica, que tiene una dimensión universal. El cristianismo catalán es de souche terrienne, muy adecuado para una sociedad de propietarios rurales y de pagesos y masovers cuasipropietarios que entregan sus hijos a una iglesia que, teóricamente dependiente de Roma, crea estructuras propias independientes e incluso su propio Vaticano en Montserrat, que ilumina, solo, "la catalana terra". De esa sociedad de kulaks, que cree no tener en su seno contradicciones de clase porque las resuelve la caridad cristiana, se nutrirán el irracionalismo carlista, el nacionalista e, incluso, el independentista.
Los hijos y nietos de esa Cataluña rural desarrollarán las estructuras comerciales, industriales y bancarias del Principado sin abandonar nunca su cristianismo étnico, una fe –más que una religión— muy parecida al acomodaticio anglicanismo, que será uno de los mecanismos de control social de la burguesía británica, espejo lejano e inalcanzable de la catalana. La fuerza de cohesión ("fem pinya"), el sentido de identidad ("un sol poble"), la ortodoxia ("nosaltres sols") y la carga soteriológica del cristianismo ("Catalunya serà cristiana o no serà") se convertirán en las señas de identidad dominantes, porque son las de la clase hegemónica ("el pal de paller"). De todas ellas, la soteriología será el instrumento principal de la razón práctica de los dirigentes catalanes (que siguen siendo buenos cristianos, por supuesto, como lo son Puigdemont o Junqueras) que, llegado el momento, avisarán al conjunto de los creyentes –la comunión de los santos- de la inminencia del Santo Advenimiento, desatando una pulsión de urgencias, un fervor de corte milenarista, que roza el éxtasis. Por eso no se puede comprender la ceguera de los gentiles ni su blasfemia al no reconocer el reino de dios en la tierra. El paso de "Catalunya serà cristiana o no serà" a "Cataluña serà independent o no serà" es casi automático. Y cargado de un irracionalismo militante que, pasado el Milenio, puede derivar en un martirologio sacrificial.
Cuando trabajó de joven en la editorial Ariel coincidió con Manuel Sacristán. Como usted también es traductor déjeme preguntarle por la labor socrático-traductora del autor de Las ideas gnoseológicas de Heidegger. ¿Fue un buen traductor? El mismo comentó en una entrevista con la revista mexicana Dialéctica en 1983 que una parte de sus traducciones fueron pane lucrando.
Es bien cierto que Manuel Sacristán tuvo que ganarse la vida recurriendo a la traducción. No fue, en principio, voluntad suya. Su vocación era universitaria, pero en 1965 fue expulsado de la Universidad de Barcelona por su militancia comunista. Tres años antes le habían negado la cátedra de Lógica de la Universidad de Valencia por la misma razón. A pesar de que en 1972 la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Barcelona le contrató de nuevo, al finalizar el curso no le renovaron el contrato y, más tarde, siempre que le permitieron volver a enseñar, lo tuvo que hacer en precario, con contratos temporales hasta poco antes de su muerte, cuando ocupó, durante unos pocos meses, una cátedra extraordinaria.
De modo que Manuel Sacristán tuvo que ganarse la vida sobre todo traduciendo. Como escribió el mismo, se pasó la vida "de trabajar para una editorial a la Universidad y viceversa". Sacristán era un gran traductor del alemán, del inglés, del francés, del italiano… era un gran traductor de cualquier idioma porque lo que dominaba como nadie era la lógica, la semántica y las leyes internas de la lengua castellana. Sacristán tradujo e introdujo en España el primer libro de Marx publicado desde la guerra civil, Revolución en España, bajo el seudónimo de "Manuel Entenza", uno de los varios que utilizaba ("Juan Manuel Mauri", "Máximo Estrella"…) para escapar al control de la policía franquista. La lista de autores que tradujo bajo su propio nombre es apabullante: Marx, Engels, Lukács, Gramsci, Adorno, Hull, Quine, Galbraith, Bunge, Copleston, Havemann, Dutschke, Dubcek, Korsch, Marcuse, Schumpeter… Tradujo un promedio de seis libros por año durante muchos años. Por otra parte, la calidad de su trabajo, las peticiones que recibía, le permitieron escoger y proponer textos de agitación cultural que las editoriales aceptaban sin rechistar. Él mismo lo expresaba así hacia el final de su vida: "Al traducir no solo me ganaba la vida, sino que colocaba producto intelectual en la vida cultural del país".
Jamás se quejó de su trabajo de traductor, pero es obvio que si hubiera destinado ese tiempo a escribir su propia obra en libertad esta habría sido intelectualmente muy poderosa… y muy "peligrosa". Como escribió Francisco Fernández Buey, su mejor discípulo: "Si Manuel Sacristán solo hubiera escrito la monografía sobre Heidegger, que fue su tesis doctoral, y la Introducción a la lógica y al análisis formal, ya con eso habría entrado en la historia de la filosofía universal como un filósofo importante del siglo XX, como un filósofo de los que tienen pensamiento propio".
Usted ha sido durante años militante del PSUC si ando errado. Aparte del PSUC-viu y de Iniciativa, no queda mucho de aquel gran proyecto político. ¿Se arrepiente de aquellos años de militancia? ¿Cómo puede explicarse la grandeza y ahora casi desaparición de ese proyecto transformador socialista-comunista con muy fuerte arraigo social?
El PSUC fue una máquina de guerra casi perfecta contra el franquismo. Tras el fracaso de la "huelga nacional pacífica" en 1959 (una fantasmagoría de Carrillo y compañía), su alma de frente popular le llevó a tratar de aglutinar en una sola fuerza la lucha contra el fascismo. Apoyó el movimiento obrero, la agitación estudiantil universitaria, las fuerzas de la cultura, de los colegios profesionales, de las asociaciones vecinales y de ciudadanía, incluso la herejía obrerista de la Iglesia católica. El PSUC fue la fuerza política tras la CONC, la creación del Sindicato Democrático de Estudiantes, de la Taula Rodona Democràtica, de la Comissió Coordinadora de Forces Polítiques de Catalunya, de la Assemblea Permanent d’Intel.lectuals de Catalunya y de la Assemblea de Catalunya, que llegó a contar con 45 partidos y organizaciones cívicas. En 1978 el partido de los comunistas catalanes alcanzó la cifra de 40.000 militantes, algo que el resto de partidos no podía ni soñar. Nadie, nunca, llegó a preocupar tanto al Régimen como el PSUC.
Junto a su incesante voluntad de unificación de las fuerzas antifascistas, que le supuso renunciar a políticas que más tarde le pasarían factura, otro de los signos de identidad del PSUC fue constituirse en un partido "nacional y de clase", otro paso que tendría graves consecuencias en el futuro. Sin embargo, en las elecciones de 1977, el PSUC consiguió más del 18 % de los votos que, junto con el 28,38 % obtenido por el PSC, hubiera permitido una Cataluña gobernada por la izquierda (la derecha solo consiguió el 33%). Pero el anticomunismo vulgar de Joan Reventós y el anticatalanismo garbancero de Felipe González y Alfonso Guerra lo impidieron. Aun así, la derecha catalana, asustada, recurrió a sus correligionarios españoles para hacer frente al "peligro rojo". Diseñaron entonces la operación Tarradellas que consiguió desmontar las plataformas unitarias, liberar de compromisos "frentepopulistas" a los distintos partidos y, pese a que la izquierda volvió a ganar las elecciones generales y municipales de 1979, facilitar el triunfo de la derecha catalana y cristiana en las elecciones al Parlament de 1980 que entronizaron en el poder a Jordi Pujol durante 23 años.
A partir de ahí, estallaron todas las costuras del PSUC dejando al descubierto sus contradicciones externas -la soterrada pero inacabable lucha con el PCE por mantener su independencia- e internas: ruptura entre los cuadros sindicales y la dirección, lucha de los aparatchikis por el control del partido; defección de la mayoría de los intelectuales burgueses que –tras un recorrido por el utopismo- regresaron a los espacios propios de su clase: a CiU, al PSC o incluso al PP. Pero lo peor de todo fue perder su capacidad de movilización "en un proceso en que el desarme ideológico impuesto por el PCE lo arrastró finalmente a la destrucción" (Fontana). Tras el 5º Congreso del partido, en 1981, la militancia se había reducido a 12.000 afiliados.
La politiquería, el tacticismo y el posibilismo de los dirigentes del PSUC, ansiosos de tocar poder, naufragaba en el marco temporal de los años 80, tan distinto del de los 60, y le dejaba, al fin, ante el cruel dilema histórico del movimiento socialista: revolución (ya imposible) o reforma (donde habría de competir con los demás partidos). Al no poder resolverlo, el PSUC quedó anclado entre dos orillas, in mezzo al guado. La dirección del partido se equivocó muchas veces, pero, como escribió Manuel Sacristán "ninguna historia de errores, irrealismos y sectarismos es excepción en la izquierda española".
Si en los años 80 Cataluña, con la inexorable reducción del sector secundario, se había convertido ya en una sociedad de clases medias controlada por la burguesía de "soca-rel", a partir del ingreso de España en la Unión Europea y, sobre todo, del derrumbe del "socialismo" de la Unión Soviética y el triunfo del capitalismo neoliberal, en el siglo XXI las hijuelas del PSUC, de verde o de violeta, no tenían nada que ofrecer a una "sociedad opulenta" (Galbraith). El movimiento de los indignados ante la gran recesión iniciada en 2007 pareció encender, por un momento, la vieja chispa igualitaria, pero su deriva en Podem o Catalunya en Comú la ha apagado en seguida sumergiéndola en la vieja charca del modo burgués de hacer política. Los hechos son tozudos: en las elecciones del 21 de diciembre de 2017, los partidos que no se plantean una alternativa al capitalismo coparon 123 de los 135 escaños del Parlament de Cataluña.
La lucha del capitalismo por la desigualdad continúa. Pero siempre nos quedará el viejo topo.
Muchas gracias por sus reflexiones. Y tiene razón: siempre nos quedarán el viejo topo y El Viejo Topo.
miércoles, 27 de junio de 2018
Entrevista a Gonzalo Pontón sobre La lucha por la desigualdad (I) “Había mucha luz en las casas de los 'ilustrados', pero las chozas y las viviendas de los pobres seguirían a oscuras durante muchos años”.
Salvador López Arnal
El viejo topo
Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944) es licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la UB. A los veinte años se incorporó a la editorial Ariel y ha sido fundador de las editoriales Crítica (1976) y Pasado & Presente (2011). Se calcula que a lo largo de 50 años, ha publicado más de dos mil títulos, de los cuales unos mil son libros de historia. En 2016 publicó su primer libro: La lucha por la desigualdad que sido Premio Nacional de Ensayo de 2017 otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
***
Déjeme darle mi más sincera enhorabuena por su libro, por su grandísimo libro (que incluye una cronología magistral). 776 páginas, casi 40 páginas de bibliografía comentada, innumerables notas… ¿Cuánto tiempo ha dedicado a la investigación y escritura de su libro? ¿Desde cuándo lo tenía en mente?
Entre 2009 (fecha de mi jubilación oficial) y 2011 dispuse de dos años, vamos a llamarlos sabáticos, durante los cuales trabajé intensamente, y obsesivamente, en investigar las fuentes de mi tema -la heurística-. Luego necesité cinco años más, no tan acuciantes, para redactar La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII.
De los más de dos mil libros que ha publicado a lo largo de 50 años de trabajo editorial, la mitad son libros de historia. ¿Por qué ese interés tan acentuado por la historia? ¿No le importan tanto la filosofía, la literatura, la biología o las ciencias formales por ejemplo? ¿No tienen tanta importancia para saber a qué atenernos en el mundo de hoy?
El lema de Crítica –su programa- al iniciar su andadura, en 1976, era: “Esta editorial, que pretende contribuir a la formación de una cultura crítica, quiere poner al alcance de todos, junto a obras clásicas todavía vigentes, lo más vivo y valioso del pensamiento contemporáneo”. Un vistazo al catálogo histórico de Crítica puede dar cuenta de si esos propósitos se han cumplido, o no. En cualquier caso, una buena parte de lo que he publicado ahí son colecciones, dirigidas por los mejores especialistas, sobre el conocimiento filosófico, político, económico, social, literario, científico y artístico. Otro tanto puedo decir de Pasado & Presente, donde he seguido publicando libros de esa misma temática, quizá aún con más intensidad, tratando de ser fiel al lema de esta editorial: “Pasado & Presente quiere ofrecer al lector las reflexiones más rigurosas sobre nuestro pasado (histórico, científico y cultural) y al mismo tiempo intervenir, con espíritu crítico y curioso, en el debate intelectual y moral del presente. Esto es, pensar el futuro”. Es cierto que en ambos textos programáticos sobrevuela la voluntad de un cierto historicismo, y es un hecho que debo haber publicado cerca de mil títulos de historia, seguramente por dos razones: primero, por mi propia formación académica y, después, por mi concepción de la historia como ciencia y como arma: para interpretar el mundo y para tratar de cambiarlo.
La lucha por la desigualdad es el título de su libro. ¿Quiénes lucharon por la desigualdad? ¿Con qué objetivos: más dinero, más riqueza, más poder político, voluntad de poder en estado puro?
Entiendo la lucha por la desigualdad en el contexto de la lucha de clases. Cuando la clase dominante ve peligrar su posición por la amenaza de las clases subalternas, utiliza todo el poder que puede conseguir para preservar sus privilegios y la injusticia de su dominio -su desigualdad-, que defenderá a muerte. Así, la aristocracia feudal contra la burguesía; la burguesía contra el proletariado.
El subtítulo del ensayo: “Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII”. ¿Qué límites tiene ese mundo occidental al que hace referencia? ¿Por qué el siglo XVIII? ¿Qué tiene de especial ese siglo que solemos llamar el siglo de la Ilustración? ¿Por qué no los siglos de Bruno o Galileo?
La larga sombra del siglo XVIII se proyecta aún sobre el siglo XXI. En aquella época se produjo un salto cualitativo en los niveles de desigualdad europeos, un “equilibrio puntuado”, en términos evolutivos. Hasta entonces la desigualdad tenía bases esencialmente agrarias, las propias del régimen feudal, lo que la hacía permanente, pero estática. Tras la acumulación primitiva de capital que supuso un comercio cada vez más predatorio, el capitalismo inició un nuevo avatar: el manufacturero basado en el carbón y el algodón, los pilares de la Revolución industrial. A diferencia de lo que había ocurrido con el capitalismo comercial, este paso no requirió grandes inversiones, pero sí una mano de obra numerosa e indigente. La encontró en los campesinos, que los terratenientes habían desahuciado del campo, los artesanos de las ciudades, ahora proletarizados tras la destrucción de sus gremios, y en el saldo demográfico que llenaba las ciudades de miserables. La explotación de esa mano de obra cautiva, sobre todo de mujeres y niños, dentro del continente europeo, y la de los esclavos –negros y blancos— que extraían las materias primas en las colonias, fue inmisericorde, pero determinó el espectacular éxito económico de la burguesía.
Dueña del poder político y económico, la burguesía vio en el consumo de artículos y mercancías, que antes había sido exclusivo de la aristocracia feudal, la satisfacción de su éxito. Se lanzó entonces a un sistema de producción cuya única finalidad, como había establecido Adam Smith, era el consumo. Ese modelo económico desde el lado de la oferta, iniciado a finales del siglo XVIII pero que ha llegado a la exasperación en nuestros días, ha llevado a las clases subalternas a supeditar la vida a la consecución de los recursos económicos necesarios para sobrevivir en el capitalismo, a la abolición del ocio y a la renuncia a la educación y la cultura, pero también a la dilapidación, hasta entonces desconocida, de materias primas semielaboradas y a la extenuación de los recursos naturales del planeta, que es aún el modelo de sociedad en que vivimos hoy.
Con el fin de blindar su poder en el tiempo, la burguesía se dotó de referentes doctrinales que sancionaran su legitimidad sin que se alterara el orden social. Se alió entonces con los miembros más proclives del Antiguo régimen y con la intelligentsia, los “ilustrados”, para formar una elite de nuevo cuño que controlara los medios de comunicación y la opinión pública. Esta nueva elite estableció sus propios ámbitos de socialización en los que tejió una red de vínculos familiares, económicos y políticos que le permitió un acaparamiento de oportunidades y el acceso a una bolsa de valores de información privilegiada y exclusiva que impermeabilizó férreamente ante las clases subalternas. Para ello creó instituciones educativas específicas para sus miembros al tiempo que se oponía ferozmente a la alfabetización y escolarización de las clases subalternas, expulsándolas tanto de la formación no deseada como de la información privilegiada. No solo eso: acuñó un lenguaje específico -una “imagen manifiesta” (Dennett)- en contraposición a la realidad, que establecía en la conciencia colectiva una reverencia acrítica hacia las directrices de las elites que se presentaban no solo como infalibles, sino como las únicas posibles, ya que la sola alternativa era la “anarquía”.
Se consiguió, así, consolidar una desigualdad categórica: desigualdad económica, sí; pero también desigualdad intelectual: las dos mordazas del tambor con las que el capitalismo controla, todavía hoy, a la sociedad global.
El prólogo del libro lo ha escrito Josep Fontana. ¿Ha sido profesor, maestro suyo? ¿Qué papel cree usted que ha jugado el profesor Fontana en la historiografía española de estas últimas décadas?
Josep Fontana es, sin discusión, el mayor historiador español de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Su obra como historiador, tanto desde la cátedra como en la investigación, es de una amplitud, de una densidad y de una intensidad admirables. Desde sus trabajos sobre las bases económicas y fiscales de las sociedades del Antiguo régimen hasta sus más recientes y comprometidos libros de historia del siglo XX, pasando por sus abundantes reflexiones sobre el oficio de historiador y el papel de este en sociedades en crisis, el profesor Fontana ha conjugado el análisis histórico de sociedades pasadas con el destino de los hombres y mujeres de hoy para denunciar la explotación del hombre por el hombre y la necesidad de seguir luchando para construir un mundo mucho más justo e igualitario, es decir, más humano.
En el prólogo, el doctor Fontana comenta que usted ha construido una máquina de guerra “que desarrolla poderosamente” con el objetivo de demoler los mitos del siglo de las Luces. ¿Cuáles son los principales mitos que, en su opinión, rodean y envuelven al acaso mal llamado “siglo de las luces”?
Las “luces” es un vocablo usado desde el Renacimiento con la misma intención que en el siglo XVIII. No quiere decir nada más allá de que se opone a la pretendida oscuridad de la Edad Media (cf. Dark Ages). Pero bajo la advocación de “siglo de las Luces” se ampara la pretensión burguesa de haber abierto entonces las ventanas a la educación y al conocimiento. Es cierto, pero no es la verdad. “Para que la sociedad sea feliz, y la gente se sienta cómoda en las peores circunstancias, es necesario que existan muchas personas que, además de pobres, sean ignorantes”, escribía Bernard de Mandeville en los años veinte del siglo XVIII. Para luchar por su desigualdad, la burguesía creó instituciones educativas específicas para sus hijos y desdeñó la enseñanza de las viejas e inútiles universidades. Al mismo tiempo, se opuso ferozmente a la alfabetización y escolarización de las clases subalternas, especialmente las campesinas -un trabajo propio de las bestias de carga, según el ilustrado Forney- para que se mantuvieran en el lugar que les había asignado la divina providencia; es decir para que trabajaran sin descanso y para que no pusieran en cuestión el nuevo orden social burgués: “No hay arma más peligrosa que el conocimiento en manos del pueblo al que hay que engañar para que no rompa sus cadenas” (Philippon de la Madeleine).
Había mucha luz en las casas de los “ilustrados”, pero las chozas y las viviendas de los pobres seguirían a oscuras durante muchos años.
Abre usted su libro con una de Cervantes , Don Quijote de la Mancha, 2ª parte, capítulo XX. La copio: “¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al de tener se atenía”. ¿Es una ley histórica universal? ¿Es la conjetura del Manifiesto formulada siglos antes y acaso con otro lenguaje? ¿No hay otra ni puede haber otra?
¿Qué eufemismo usa la lengua inglesa para no tener que decir ‘pobres’ y ‘ricos’?: Los ‘have’ y los ‘have-not’, los que tienen y los que no tienen. Los ‘have’ cada día tienen más y los ‘have-not’ cada día menos. No es una cuestión específica del siglo XVIII. Si en 2007, al empezar la gran recesión, 500 familias disponían de la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (3.500 millones de personas), en 2015 se habían reducido a 62 y en 2018 van a ser, quizás, una decena, cuyos nombres son bien conocidos: Jeff Bezos, Bill Gates, Warren Buffett, Amancio Ortega, Mark Zuckerberg, Bernard Arnault, Carlos Slim, Larry Ellison, Larry Page e Ingvar Kamprad, que han ganado, solo en 2017, 149.000 millones de dólares.
Hoy hay más de 1.000 millones de seres humanos que viven en la pobreza extrema; otros 500 millones ganan 1,5 $ al día; mueren seis millones de niños por falta de alimentos y medicamentos cada año y otros 125 millones están sin escolarizar.
En una entrevista de finales de 2017 usted señaló que cualquier opinión sobre un período político debe situarse en el contexto histórico. De acuerdo, muy de acuerdo. Si aplicamos su razonable observación al período que ha estudiado, ¿no es acaso demasiado crítico con el siglo de la Ilustración? ¿No es demasiado exigente cuando afirma (son sus palabras de cierre) que la Ilustración no fue un movimiento original y unitario, paneuropeo, destructor del cristianismo, padre de la democracia, defensor de la igualdad y redentor de los oprimidos? ¿No hay una parte de la Ilustración que sí que fue eso?
Creo que lo que yo he hecho en mi libro (o, por lo menos, he intentado hacer) ha sido precisamente situar la Ilustración en su contexto histórico, el contexto de las Revoluciones burguesas, y probar que la cultura que prevaleció fue la cultura de las clases hegemónicas. Los burgueses del siglo XVIII obtuvieron la cobertura intelectual que necesitaban de los intelectuales de su clase, no de improbables “intelectuales” plebeyos, que no existían. Los philosophes franceses, los economistas políticos británicos, los pietistas de Prusia, los cameralistas de Austria, los jurisdiccionalistas italianos y hasta algunos de los proyectistas españoles –es decir, los “ilustrados”-- defendían sin fisuras una sociedad basada en la libertad, la propiedad, la jerarquía y el orden, dictada por Dios e inmutable en el tiempo. Como escribió Diderot –el más decente de todos los “ilustrados”—: “La sociedad será feliz si la libertad y la propiedad están garantizadas […] En la democracia, incluso en la más perfecta, la igualdad entre sus miembros es una quimera […] El populacho es demasiado estúpido, demasiado miserable y está demasiado ocupado como para ilustrarse”. Y como escribió Voltaire –el más indecente de todos ellos--: “Los hombres están divididos en dos clases, una la de los ricos que mandan y, otra, la de los pobres que sirven. El género humano no puede subsistir sin que haya una infinidad de hombres útiles que no posean absolutamente nada. […] El hombre común ha de ser dirigido, no educado: no merece serlo… Nueve de cada diez ciudadanos deben seguir siendo ignorantes, porque el vulgo no merece ser ilustrado y se le debe tratar como a los monos”.
Por lo demás, permítame insistir, si la Ilustración no fue eso, ¿qué fue entonces en su opinión?
Ya lo explicó Kant en ¿Qué es la Ilustración?, en diciembre de 1783, tan desgraciadamente, y tan parcialmente, traducido al castellano. El texto completo de Kant a la pregunta del pastor Johann Friedrich Zöllner se inscribe en una defensa de la libertad de opinión pública, es decir de la Öffentlichkeit burguesa. Según Kant, los hombres deben abandonar su falta de madurez y utilizar los conocimientos que ya tienen con independencia de lo que digan otros. El famoso Sapere aude! procede de Horacio y se halla en el contexto de una pulsión pragmática y utilitaria, con una apelación a no perder tiempo. Lo que hace Kant es lanzar un reto intelectual a todos aquellos que, disponiendo como disponen de los conocimientos de la Revolución científica, y de las obras filosóficas y económicas de su tiempo, no deben ignorarlas viviendo con la placidez de un rústico, sino que deben ponerse a la tarea sin pérdida de tiempo. ¿Qué tarea? La construcción de la sociedad burguesa, prescindiendo del mundo del Antiguo régimen, porque este no iba a cambiar por sí solo. La Ilustración se erigió, así, en el intelectual orgánico de la burguesía.
Voltaire, Montesquieu, D’Holbach, Locke, incluso Diderot y Rousseau componían una suerte de «gauche divine», según sus palabras, al compartir la misma conciencia de clase hegemónica. Le s horrorizaba, también son sus palabras, “que los niños campesinos fueran a la escuela y dejaran de labrar los campos, no sabían lo que es la solidaridad, apelaban más bien a una vaporosa fraternidad universal”. ¿No podríamos decir que también ellos hicieron o contribuyeron a hacer lo que podía hacerse y que no fue poco, lo mismo que usted ha comentado al hablar de nuestros años de transición en esa entrevista a la que hacía referencia anteriormente?
Empiezo por el final: a diferencia de lo que pasó en la transición (yo prefiero llamarla ‘transacción’), los ilustrados de toda Europa no vivían bajo la amenaza cierta de un golpe militar. Su mayor amenaza era la Iglesia católica (ni siquiera eso en los países protestantes), que no era despreciable, como explico en mi libro, pero que no tenía nada que hacer si el poder burgués del estado decidía intervenir. Sostengo que los que llamamos ilustrados dieron cobertura intelectual a la clase dominante (a la que casi todos pertenecían) y eso me parece totalmente razonable. Pero es radicalmente falso que no pudieran hacer otra cosa. Algunos intelectuales del siglo XVIII como Boulanger, Maréchal o Babeuf, en Francia; John Millar o Mary Wollstonecraft, en Gran Bretaña; Bergk o Erhard, en Alemania; Radicati, en Italia, Ramón Salas, en España, etc. se arriesgaron a perder la cátedra, la libertad e, incluso, la vida para defender una sociedad más justa, más culta, menos desigual. Todos ellos aparecen en mi libro, pero no en el repertorio heredado de la Ilustración que durante más de dos siglos nos ha brindado, sospechosamente, un relato casi sin fisuras sobre sus logros y los pretendidos valores universales que nos legaron sus autores. ¡Qué coincidencia que no aparezca ninguno de los que acabo de citar!. Justamente en línea con mi afirmación de que hay que situarse en el contexto de una época para analizarla, la propaganda burguesa lo ha hecho ignorando las realidades económicas y sociales del contexto en que aquellos intelectuales escribieron sus obras, separándolos de su tiempo en una iconografía exenta e ignorando los textos, los pasajes o los párrafos que no convenían porque desmienten de forma palmaria muchos de los méritos que han atribuido a aquellos intelectuales, hijos, al fin, de su tiempo y comprometidos con él.
Permítame insistir un poco más. ¿No fueron Marx, Engels, Jenny Marx, Bakunin y tantos otros, unos ilustrados heterodoxos? A ellos sí que les importaba que los niños campesinos fueran al colegio. Francisco Fernández Buey tal vez hubiera dicho de ellos que eran “algo más que ilustrados”.
Justamente Marx et alii demuestran lo que acabo de escribir. Todos ellos eran burgueses, como Boulanger, Millar o Erhardt, pero desclasados como ellos. Y no solo no ejercían de tales, sino que se rebelaban contra su clase. El mundo que quería construir Marx no era el de la revolución burguesa, sino el de la revolución proletaria. ¿Quién si no un burgués, con la formación y la educación burguesa, podía escribir El Capital? ¿Acaso hubiera podido hacerlo Helene Demuth, tal vez Friedrich Lessner?
No, no hubieran podido. Descansemos un momento si no le importa.
De acuerdo.
Fuente: El Viejo Topo, marzo de 2018.
El viejo topo
Gonzalo Pontón (Barcelona, 1944) es licenciado en Historia Moderna y Contemporánea por la UB. A los veinte años se incorporó a la editorial Ariel y ha sido fundador de las editoriales Crítica (1976) y Pasado & Presente (2011). Se calcula que a lo largo de 50 años, ha publicado más de dos mil títulos, de los cuales unos mil son libros de historia. En 2016 publicó su primer libro: La lucha por la desigualdad que sido Premio Nacional de Ensayo de 2017 otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
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Déjeme darle mi más sincera enhorabuena por su libro, por su grandísimo libro (que incluye una cronología magistral). 776 páginas, casi 40 páginas de bibliografía comentada, innumerables notas… ¿Cuánto tiempo ha dedicado a la investigación y escritura de su libro? ¿Desde cuándo lo tenía en mente?
Entre 2009 (fecha de mi jubilación oficial) y 2011 dispuse de dos años, vamos a llamarlos sabáticos, durante los cuales trabajé intensamente, y obsesivamente, en investigar las fuentes de mi tema -la heurística-. Luego necesité cinco años más, no tan acuciantes, para redactar La lucha por la desigualdad. Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII.
De los más de dos mil libros que ha publicado a lo largo de 50 años de trabajo editorial, la mitad son libros de historia. ¿Por qué ese interés tan acentuado por la historia? ¿No le importan tanto la filosofía, la literatura, la biología o las ciencias formales por ejemplo? ¿No tienen tanta importancia para saber a qué atenernos en el mundo de hoy?
El lema de Crítica –su programa- al iniciar su andadura, en 1976, era: “Esta editorial, que pretende contribuir a la formación de una cultura crítica, quiere poner al alcance de todos, junto a obras clásicas todavía vigentes, lo más vivo y valioso del pensamiento contemporáneo”. Un vistazo al catálogo histórico de Crítica puede dar cuenta de si esos propósitos se han cumplido, o no. En cualquier caso, una buena parte de lo que he publicado ahí son colecciones, dirigidas por los mejores especialistas, sobre el conocimiento filosófico, político, económico, social, literario, científico y artístico. Otro tanto puedo decir de Pasado & Presente, donde he seguido publicando libros de esa misma temática, quizá aún con más intensidad, tratando de ser fiel al lema de esta editorial: “Pasado & Presente quiere ofrecer al lector las reflexiones más rigurosas sobre nuestro pasado (histórico, científico y cultural) y al mismo tiempo intervenir, con espíritu crítico y curioso, en el debate intelectual y moral del presente. Esto es, pensar el futuro”. Es cierto que en ambos textos programáticos sobrevuela la voluntad de un cierto historicismo, y es un hecho que debo haber publicado cerca de mil títulos de historia, seguramente por dos razones: primero, por mi propia formación académica y, después, por mi concepción de la historia como ciencia y como arma: para interpretar el mundo y para tratar de cambiarlo.
La lucha por la desigualdad es el título de su libro. ¿Quiénes lucharon por la desigualdad? ¿Con qué objetivos: más dinero, más riqueza, más poder político, voluntad de poder en estado puro?
Entiendo la lucha por la desigualdad en el contexto de la lucha de clases. Cuando la clase dominante ve peligrar su posición por la amenaza de las clases subalternas, utiliza todo el poder que puede conseguir para preservar sus privilegios y la injusticia de su dominio -su desigualdad-, que defenderá a muerte. Así, la aristocracia feudal contra la burguesía; la burguesía contra el proletariado.
El subtítulo del ensayo: “Una historia del mundo occidental en el siglo XVIII”. ¿Qué límites tiene ese mundo occidental al que hace referencia? ¿Por qué el siglo XVIII? ¿Qué tiene de especial ese siglo que solemos llamar el siglo de la Ilustración? ¿Por qué no los siglos de Bruno o Galileo?
La larga sombra del siglo XVIII se proyecta aún sobre el siglo XXI. En aquella época se produjo un salto cualitativo en los niveles de desigualdad europeos, un “equilibrio puntuado”, en términos evolutivos. Hasta entonces la desigualdad tenía bases esencialmente agrarias, las propias del régimen feudal, lo que la hacía permanente, pero estática. Tras la acumulación primitiva de capital que supuso un comercio cada vez más predatorio, el capitalismo inició un nuevo avatar: el manufacturero basado en el carbón y el algodón, los pilares de la Revolución industrial. A diferencia de lo que había ocurrido con el capitalismo comercial, este paso no requirió grandes inversiones, pero sí una mano de obra numerosa e indigente. La encontró en los campesinos, que los terratenientes habían desahuciado del campo, los artesanos de las ciudades, ahora proletarizados tras la destrucción de sus gremios, y en el saldo demográfico que llenaba las ciudades de miserables. La explotación de esa mano de obra cautiva, sobre todo de mujeres y niños, dentro del continente europeo, y la de los esclavos –negros y blancos— que extraían las materias primas en las colonias, fue inmisericorde, pero determinó el espectacular éxito económico de la burguesía.
Dueña del poder político y económico, la burguesía vio en el consumo de artículos y mercancías, que antes había sido exclusivo de la aristocracia feudal, la satisfacción de su éxito. Se lanzó entonces a un sistema de producción cuya única finalidad, como había establecido Adam Smith, era el consumo. Ese modelo económico desde el lado de la oferta, iniciado a finales del siglo XVIII pero que ha llegado a la exasperación en nuestros días, ha llevado a las clases subalternas a supeditar la vida a la consecución de los recursos económicos necesarios para sobrevivir en el capitalismo, a la abolición del ocio y a la renuncia a la educación y la cultura, pero también a la dilapidación, hasta entonces desconocida, de materias primas semielaboradas y a la extenuación de los recursos naturales del planeta, que es aún el modelo de sociedad en que vivimos hoy.
Con el fin de blindar su poder en el tiempo, la burguesía se dotó de referentes doctrinales que sancionaran su legitimidad sin que se alterara el orden social. Se alió entonces con los miembros más proclives del Antiguo régimen y con la intelligentsia, los “ilustrados”, para formar una elite de nuevo cuño que controlara los medios de comunicación y la opinión pública. Esta nueva elite estableció sus propios ámbitos de socialización en los que tejió una red de vínculos familiares, económicos y políticos que le permitió un acaparamiento de oportunidades y el acceso a una bolsa de valores de información privilegiada y exclusiva que impermeabilizó férreamente ante las clases subalternas. Para ello creó instituciones educativas específicas para sus miembros al tiempo que se oponía ferozmente a la alfabetización y escolarización de las clases subalternas, expulsándolas tanto de la formación no deseada como de la información privilegiada. No solo eso: acuñó un lenguaje específico -una “imagen manifiesta” (Dennett)- en contraposición a la realidad, que establecía en la conciencia colectiva una reverencia acrítica hacia las directrices de las elites que se presentaban no solo como infalibles, sino como las únicas posibles, ya que la sola alternativa era la “anarquía”.
Se consiguió, así, consolidar una desigualdad categórica: desigualdad económica, sí; pero también desigualdad intelectual: las dos mordazas del tambor con las que el capitalismo controla, todavía hoy, a la sociedad global.
El prólogo del libro lo ha escrito Josep Fontana. ¿Ha sido profesor, maestro suyo? ¿Qué papel cree usted que ha jugado el profesor Fontana en la historiografía española de estas últimas décadas?
Josep Fontana es, sin discusión, el mayor historiador español de la segunda mitad del siglo XX y de lo que llevamos del XXI. Su obra como historiador, tanto desde la cátedra como en la investigación, es de una amplitud, de una densidad y de una intensidad admirables. Desde sus trabajos sobre las bases económicas y fiscales de las sociedades del Antiguo régimen hasta sus más recientes y comprometidos libros de historia del siglo XX, pasando por sus abundantes reflexiones sobre el oficio de historiador y el papel de este en sociedades en crisis, el profesor Fontana ha conjugado el análisis histórico de sociedades pasadas con el destino de los hombres y mujeres de hoy para denunciar la explotación del hombre por el hombre y la necesidad de seguir luchando para construir un mundo mucho más justo e igualitario, es decir, más humano.
En el prólogo, el doctor Fontana comenta que usted ha construido una máquina de guerra “que desarrolla poderosamente” con el objetivo de demoler los mitos del siglo de las Luces. ¿Cuáles son los principales mitos que, en su opinión, rodean y envuelven al acaso mal llamado “siglo de las luces”?
Las “luces” es un vocablo usado desde el Renacimiento con la misma intención que en el siglo XVIII. No quiere decir nada más allá de que se opone a la pretendida oscuridad de la Edad Media (cf. Dark Ages). Pero bajo la advocación de “siglo de las Luces” se ampara la pretensión burguesa de haber abierto entonces las ventanas a la educación y al conocimiento. Es cierto, pero no es la verdad. “Para que la sociedad sea feliz, y la gente se sienta cómoda en las peores circunstancias, es necesario que existan muchas personas que, además de pobres, sean ignorantes”, escribía Bernard de Mandeville en los años veinte del siglo XVIII. Para luchar por su desigualdad, la burguesía creó instituciones educativas específicas para sus hijos y desdeñó la enseñanza de las viejas e inútiles universidades. Al mismo tiempo, se opuso ferozmente a la alfabetización y escolarización de las clases subalternas, especialmente las campesinas -un trabajo propio de las bestias de carga, según el ilustrado Forney- para que se mantuvieran en el lugar que les había asignado la divina providencia; es decir para que trabajaran sin descanso y para que no pusieran en cuestión el nuevo orden social burgués: “No hay arma más peligrosa que el conocimiento en manos del pueblo al que hay que engañar para que no rompa sus cadenas” (Philippon de la Madeleine).
Había mucha luz en las casas de los “ilustrados”, pero las chozas y las viviendas de los pobres seguirían a oscuras durante muchos años.
Abre usted su libro con una de Cervantes , Don Quijote de la Mancha, 2ª parte, capítulo XX. La copio: “¡A la barba de las habilidades de Basilio!, que tanto vales cuanto tienes, y tanto tienes cuanto vales. Dos linajes solos hay en el mundo, como decía una agüela mía, que son el tener y el no tener, aunque ella al de tener se atenía”. ¿Es una ley histórica universal? ¿Es la conjetura del Manifiesto formulada siglos antes y acaso con otro lenguaje? ¿No hay otra ni puede haber otra?
¿Qué eufemismo usa la lengua inglesa para no tener que decir ‘pobres’ y ‘ricos’?: Los ‘have’ y los ‘have-not’, los que tienen y los que no tienen. Los ‘have’ cada día tienen más y los ‘have-not’ cada día menos. No es una cuestión específica del siglo XVIII. Si en 2007, al empezar la gran recesión, 500 familias disponían de la misma riqueza que la mitad más pobre de la humanidad (3.500 millones de personas), en 2015 se habían reducido a 62 y en 2018 van a ser, quizás, una decena, cuyos nombres son bien conocidos: Jeff Bezos, Bill Gates, Warren Buffett, Amancio Ortega, Mark Zuckerberg, Bernard Arnault, Carlos Slim, Larry Ellison, Larry Page e Ingvar Kamprad, que han ganado, solo en 2017, 149.000 millones de dólares.
Hoy hay más de 1.000 millones de seres humanos que viven en la pobreza extrema; otros 500 millones ganan 1,5 $ al día; mueren seis millones de niños por falta de alimentos y medicamentos cada año y otros 125 millones están sin escolarizar.
En una entrevista de finales de 2017 usted señaló que cualquier opinión sobre un período político debe situarse en el contexto histórico. De acuerdo, muy de acuerdo. Si aplicamos su razonable observación al período que ha estudiado, ¿no es acaso demasiado crítico con el siglo de la Ilustración? ¿No es demasiado exigente cuando afirma (son sus palabras de cierre) que la Ilustración no fue un movimiento original y unitario, paneuropeo, destructor del cristianismo, padre de la democracia, defensor de la igualdad y redentor de los oprimidos? ¿No hay una parte de la Ilustración que sí que fue eso?
Creo que lo que yo he hecho en mi libro (o, por lo menos, he intentado hacer) ha sido precisamente situar la Ilustración en su contexto histórico, el contexto de las Revoluciones burguesas, y probar que la cultura que prevaleció fue la cultura de las clases hegemónicas. Los burgueses del siglo XVIII obtuvieron la cobertura intelectual que necesitaban de los intelectuales de su clase, no de improbables “intelectuales” plebeyos, que no existían. Los philosophes franceses, los economistas políticos británicos, los pietistas de Prusia, los cameralistas de Austria, los jurisdiccionalistas italianos y hasta algunos de los proyectistas españoles –es decir, los “ilustrados”-- defendían sin fisuras una sociedad basada en la libertad, la propiedad, la jerarquía y el orden, dictada por Dios e inmutable en el tiempo. Como escribió Diderot –el más decente de todos los “ilustrados”—: “La sociedad será feliz si la libertad y la propiedad están garantizadas […] En la democracia, incluso en la más perfecta, la igualdad entre sus miembros es una quimera […] El populacho es demasiado estúpido, demasiado miserable y está demasiado ocupado como para ilustrarse”. Y como escribió Voltaire –el más indecente de todos ellos--: “Los hombres están divididos en dos clases, una la de los ricos que mandan y, otra, la de los pobres que sirven. El género humano no puede subsistir sin que haya una infinidad de hombres útiles que no posean absolutamente nada. […] El hombre común ha de ser dirigido, no educado: no merece serlo… Nueve de cada diez ciudadanos deben seguir siendo ignorantes, porque el vulgo no merece ser ilustrado y se le debe tratar como a los monos”.
Por lo demás, permítame insistir, si la Ilustración no fue eso, ¿qué fue entonces en su opinión?
Ya lo explicó Kant en ¿Qué es la Ilustración?, en diciembre de 1783, tan desgraciadamente, y tan parcialmente, traducido al castellano. El texto completo de Kant a la pregunta del pastor Johann Friedrich Zöllner se inscribe en una defensa de la libertad de opinión pública, es decir de la Öffentlichkeit burguesa. Según Kant, los hombres deben abandonar su falta de madurez y utilizar los conocimientos que ya tienen con independencia de lo que digan otros. El famoso Sapere aude! procede de Horacio y se halla en el contexto de una pulsión pragmática y utilitaria, con una apelación a no perder tiempo. Lo que hace Kant es lanzar un reto intelectual a todos aquellos que, disponiendo como disponen de los conocimientos de la Revolución científica, y de las obras filosóficas y económicas de su tiempo, no deben ignorarlas viviendo con la placidez de un rústico, sino que deben ponerse a la tarea sin pérdida de tiempo. ¿Qué tarea? La construcción de la sociedad burguesa, prescindiendo del mundo del Antiguo régimen, porque este no iba a cambiar por sí solo. La Ilustración se erigió, así, en el intelectual orgánico de la burguesía.
Voltaire, Montesquieu, D’Holbach, Locke, incluso Diderot y Rousseau componían una suerte de «gauche divine», según sus palabras, al compartir la misma conciencia de clase hegemónica. Le s horrorizaba, también son sus palabras, “que los niños campesinos fueran a la escuela y dejaran de labrar los campos, no sabían lo que es la solidaridad, apelaban más bien a una vaporosa fraternidad universal”. ¿No podríamos decir que también ellos hicieron o contribuyeron a hacer lo que podía hacerse y que no fue poco, lo mismo que usted ha comentado al hablar de nuestros años de transición en esa entrevista a la que hacía referencia anteriormente?
Empiezo por el final: a diferencia de lo que pasó en la transición (yo prefiero llamarla ‘transacción’), los ilustrados de toda Europa no vivían bajo la amenaza cierta de un golpe militar. Su mayor amenaza era la Iglesia católica (ni siquiera eso en los países protestantes), que no era despreciable, como explico en mi libro, pero que no tenía nada que hacer si el poder burgués del estado decidía intervenir. Sostengo que los que llamamos ilustrados dieron cobertura intelectual a la clase dominante (a la que casi todos pertenecían) y eso me parece totalmente razonable. Pero es radicalmente falso que no pudieran hacer otra cosa. Algunos intelectuales del siglo XVIII como Boulanger, Maréchal o Babeuf, en Francia; John Millar o Mary Wollstonecraft, en Gran Bretaña; Bergk o Erhard, en Alemania; Radicati, en Italia, Ramón Salas, en España, etc. se arriesgaron a perder la cátedra, la libertad e, incluso, la vida para defender una sociedad más justa, más culta, menos desigual. Todos ellos aparecen en mi libro, pero no en el repertorio heredado de la Ilustración que durante más de dos siglos nos ha brindado, sospechosamente, un relato casi sin fisuras sobre sus logros y los pretendidos valores universales que nos legaron sus autores. ¡Qué coincidencia que no aparezca ninguno de los que acabo de citar!. Justamente en línea con mi afirmación de que hay que situarse en el contexto de una época para analizarla, la propaganda burguesa lo ha hecho ignorando las realidades económicas y sociales del contexto en que aquellos intelectuales escribieron sus obras, separándolos de su tiempo en una iconografía exenta e ignorando los textos, los pasajes o los párrafos que no convenían porque desmienten de forma palmaria muchos de los méritos que han atribuido a aquellos intelectuales, hijos, al fin, de su tiempo y comprometidos con él.
Permítame insistir un poco más. ¿No fueron Marx, Engels, Jenny Marx, Bakunin y tantos otros, unos ilustrados heterodoxos? A ellos sí que les importaba que los niños campesinos fueran al colegio. Francisco Fernández Buey tal vez hubiera dicho de ellos que eran “algo más que ilustrados”.
Justamente Marx et alii demuestran lo que acabo de escribir. Todos ellos eran burgueses, como Boulanger, Millar o Erhardt, pero desclasados como ellos. Y no solo no ejercían de tales, sino que se rebelaban contra su clase. El mundo que quería construir Marx no era el de la revolución burguesa, sino el de la revolución proletaria. ¿Quién si no un burgués, con la formación y la educación burguesa, podía escribir El Capital? ¿Acaso hubiera podido hacerlo Helene Demuth, tal vez Friedrich Lessner?
No, no hubieran podido. Descansemos un momento si no le importa.
De acuerdo.
Fuente: El Viejo Topo, marzo de 2018.
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