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martes, 17 de diciembre de 2019

Un paseo con el joven Einstein por Zúrich, la ciudad del tiempo. Desprejuiciada y abierta, la ciudad suiza se convirtió en una meca científica para el gran físico teórico.

Albert Einstein junto a su compañera de estudios y pareja, la matemática Mileva Marić, en 1912.

¿Cuánto mide un minuto? En un lugar destacado de Zúrich, 46 centímetros. El reloj de San Pedro, que los zuriqueses presumen que es el mayor reloj mural del mundo, prodiga el tiempo desde el centro de la ciudad. Sus números dorados brillan sobre el gris de una torre de un gótico austero. 46 centímetros es justo la distancia que dibuja la aguja de su minutero cada 60 segundos.

Ahora sabemos que el tiempo es relativo, pero cuando Albert Einstein llegó a Zúrich, en 1895, el tiempo y el espacio, la masa y la energía, todavía eran conceptos absolutos. Einstein tiene apenas 16 años y se ha desplazado a la ciudad suiza en tren desde su Alemania natal. Se cuela bajo las faldas de Mater Helvetica, una escultura encaramada en el dintel de la entrada de la estación, como si se encomendara a ella antes de dar un paso hacia la Bahnhofstrasse: la gran vía burguesa trazada en el siglo XIII que hoy jalonan tiendas de lujo.

Aquel viaje en tren le cambiará la vida al joven Einstein, pero, con todo, no fue el más importante de su aún corta existencia. Sin moverse del sitio, solo con su imaginación, Albert ya había llegado mucho más lejos, y mucho más rápido: aquel joven judío a quien su familia tiene por atolondrado se había planteado cómo sería viajar junto a un rayo de luz. A la larga, un viaje y otro, el real en tren hasta Suiza y el imaginario, pondrán patas arriba la física newtoniana. Pero en 1895 las motivaciones de Einstein son más mundanas. Quiere dejar atrás su adolescencia en Baviera y le puede el pavor a hacer el servicio militar en Alemania.

El siglo XIX está dando sus últimas boqueadas y los viejos científicos aún no terminan de desprenderse de la creencia en el éter como medio que usa la luz para transmitirse. El debate científico se libra en laboratorios polvorientos donde titilan las lámparas de gas. En comparación con ese ambiente casposo, qué flamantes le resultan a Albert los laboratorios que el magnate Siemens había pagado para el Polytechnikum de Zúrich. Sumando premios Nobel hasta los 21 actuales, el Politécnico se convertirá años después en uno de los centros de investigación más afamados del mundo bajo tres iniciales: ETH. Einstein, tras un primer rechazo, logra matricularse en sus clases.

La atmósfera que el joven respira en las calles de Zúrich tampoco tiene mucho que ver con la de las ciudades alemanas donde ha crecido. En el aire de Suiza palpita algo industrioso y civil, y se le hace patente el contraste con el militarismo prusiano. Albert opta por ser apátrida: renuncia a la nacionalidad alemana y aspira, ahorrando 20 francos al mes, a convertirse algún día en ciudadano helvético. Es fácil imaginar al chaval extranjero perdiéndose por el Lindenhof, el barrio que siglos atrás coronó un templo a Júpiter, hijo del dios del tiempo. Quizá buscará a menudo la cima suave de la colina a través de cuestas y plazuelas plagadas de fuentes para plantarse ante la torre enorme del reloj de San Pedro, el de los minutos en centímetros, el de las distancias medibles en minutos. Adentrándose luego en un callejón abierto junto a la iglesia, es posible que sin saberlo pisara los restos de las termas de la Turicum romana (si se pronuncia ese nombre latino durante más de mil años, se termina diciendo Zúrich).

De niño, sus familiares acusaron que tardaba demasiado en aprender a hablar y quizá por eso a Albert se le ha quedado la costumbre de ensayar sus frases en voz alta. Aun siendo distante, guasón y huraño, no le hace ascos a mezclarse entre el gentío que toma café. Aún está abierto, aunque con una decoración bien cambiada, el café Metropol, un refugio a lo belle époque donde se reúne en tertulia con sus amigos escasos pero sinceros del Politécnico. No falla a los encuentros el fiel Marcel Grossmann, apoyo en el armazón matemático de las teorías de Einstein y a quien también deberá el puesto de trabajo en la famosa Oficina de Patentes de Berna, el escenario de su annus mirabilis de 1905, adonde llegará tras recibir rechazos de acá y de allá.

Entre un paisanaje sobre todo masculino, a Einstein le llama la atención una compañera culta, inteligente y tenaz. Mileva Marić es la única chica que se sienta en su clase del Politécnico. Al principio a Albert la joven serbia le resulta fea, pero comienza a hablar con ella, a cartearse. Intercambian referencias científicas como una antesala pudorosa del afecto. Se entienden. Les apasionan las fronteras de la física. Ambos son extranjeros por voluntad propia en una ciudad que los acoge de buen grado.

Las murallas medievales de Zúrich han ido cayendo desde mediados del siglo XIX por orden de los liberales gobernantes del cantón. Esa merecida fama aperturista se extiende a los huidos por las represiones de toda Europa y se constata al llegar a la ciudad. Hay algo sorprendentemente ácrata en el frío corazón de los fabricantes de relojes. Una fisura contestataria en los zuriqueses, a pesar de ser adoradores del método, el engranaje, la puntualidad y los seguros. En realidad así es también Albert: está convencido de que la naturaleza se rige por un orden definido —Dios y los dados— y le asustarán las incertidumbres que generará su hipótesis de la onda corpúsculo, pero, a la vez, es reacio ante cualquier autoridad y verdad revelada. Para dar rienda suelta a sus inquietudes, pocas ciudades hay mejores que Zúrich, una ciudad con solera de levantisca desde la Edad Media. La revolución de los gremios del siglo XIV ya había puesto contra las cuerdas el poder de la nobleza y de los monasterios. En la ciudad manda lo empírico, el sentido práctico, la falta de prejuicios, y de ella se beneficiarán también Mileva y otras mujeres pioneras de la ciencia: la Universidad de Zúrich fue una de las primeras en abrir sus puertas al sexo femenino.

En sus calles, sin la atadura de un contrato, Albert y Mileva vivirán su pasión lúcidos y libres. En casa de ella recala él cada vez que pierda las llaves, y bien sabe el atolondrado Einstein que no serán pocas ocasiones. Entre despiste y despiste, los jóvenes engendran a una niña, Lisserl. El embarazo impide a Mileva diplomarse en el Politécnico. La pequeña nace en 1902 en Serbia, y puede que Albert no llegase nunca a conocerla: se cree que la pequeña murió un año después.

Pero antes de que la muerte de la niña los sacuda, mucho tiempo antes de que se divorcien pactando que el dinero de un futuro Nobel será para Mileva, los dos jóvenes estudiantes deciden saltarse las clases y escapan al Üetliberg, el monte-mirador que domina la ciudad y ofrece vistas amplias sobre su lago.

Discuten asuntos tan poco románticos como la teoría electromagnética de la luz. A sus pies se extiende un caserío que alterna edificios antiguos y modernos, una especie de capricho de marquetería en el que conviven las sedes de los antiguos gremios de artesanos con las de los nuevos centros científicos. Destacan las construcciones que albergan el Politécnico y la Universidad de Zúrich, pero también una nueva estructura imponente que surge de entre las casas antiguas como una tenia gigante. Es el observatorio astronómico que Gustav Gull ha ubicado en una de las partes más antiguas de la ciudad. El arquitecto se plantea derruir para siempre el viejo barrio de Schipfe, el cargadero del puerto. Por suerte, la falta de fondos congela el proyecto y sus calles aún ofrecen hoy un refugio pintoresco a quienes huyen del tedio del lujo y el antiglamour de las empresas de seguros.

En esa primera estancia en la ciudad, Albert Einstein pasará solo cuatro años, que acaban porque tras graduarse en el Politécnico no consigue trabajo académico, y es el único licenciado de su sección al que nadie se lo ofrece. Ya aupado por la fama de gran científico, volverá a Zúrich para ser primero profesor asociado, en 1909, y luego profesor de física teórica en su alma mater, de 1912 a 1914. Para vivir escogerá siempre barrios no muy alejados de los centros académicos y repartirá su vida en seis casas que aún se conservan.

Los lustrosos laboratorios Siemens no fueron imprescindibles para Albert. Si no hubiera sido en Zúrich o en Berna, su maravilla genial se habría obrado en otro sitio pero, a pesar de que su imaginación no precisara de instrumentos materiales, sí que encontró estímulo en los imponentes relojes de las torres de Suiza.

Entre reflexión y reflexión, ha llegado la hora de tomar un café helado. Albert y Mileva bajan desde el monte Üetliberg hasta la confluencia de los dos ríos de la ciudad, en el mismo sitio donde un irlandés de apellido Joyce escribirá su única obra de teatro, titulada oportunamente Exiliados. No muy lejos de ahí, el dadaísta Hugo Ball desterrará la razón del arte en su Cabaret Voltaire, Carl Gustav Jung fundará su Club de la Psicología y Lenin calentará motores en su exilio justo antes de partir a Rusia. Aunque todos ellos caminarán por las mismas calles en distintos años, entre lagos, cafés populosos y el relativo rigor de los relojes, en Zúrich cada uno inaugurará el siglo XX a su manera.

https://elpais.com/politica/2019/11/28/sepa_usted/1574944884_710299.html

https://elpais.com/elpais/2019/09/05/opinion/1567703341_398603.html?rel=str_articulo#1575908575776

https://elpais.com/elpais/2019/08/06/opinion/1565095557_591796.html?rel=str_articulo#1575911417540

lunes, 17 de junio de 2019

_- Ella también. Rosa Montero

_- Einstein obligó a firmar a su primera esposa un contrato humillante. Quemó sus cartas y jamás mencionó la aportación que hizo a su trabajo


LA LECTURA de la reciente novela de Nativel Preciado, El Nobel y la corista, en donde hace un genial retrato del Einstein mujeriego, me ha hecho recordar la perturbadora historia de Mileva Marić, la física y matemática serbia que fue la primera esposa del científico. Mileva y Einstein se conocieron en 1896 en el Instituto Politécnico de Zúrich, del que eran alumnos. Ella tenía 21 años; él, 17. Fue un amor a primera vista. Mileva había mostrado desde niña tanto talento que su padre decidió darle la mejor educación. Para comprender hasta qué punto esta actitud era rompedora, baste decir que el padre tuvo que pedir un permiso especial para que su hija pudiera estudiar Física y Matemáticas, dos carreras solo para varones. Era un mundo que les negaba todo a las mujeres.

Mileva y Albert empezaron a vivir y trabajar juntos, pese a la furibunda oposición de la madre de él. Que su amado la defendiera frente a su propia madre debió de crear en la joven un sentimiento de gratitud inacabable. Y así, cuando el profesor Weber admitió a Mileva para el doctorado, después de haber rechazado a Albert porque no le consideraba preparado, ella supeditó su aceptación a la inclusión de Einstein. Mileva, mejor matemática que él, revisaba los errores de su amante; sus correcciones abundan en los apuntes de Albert:
“Ella resuelve mis problemas matemáticos”.
A la joven le obsesionaba encontrar un fundamento matemático para la transformación de la materia en energía; compartió con Albert esta fascinación (las cartas se conservan) y a Einstein le pareció interesante la idea de su pareja. En 1900 terminaron un primer artículo sobre la capilaridad; era un trabajo conjunto (“le di una copia [al profesor Jung] de nuestro artículo”, escribió Einstein), aunque solo lo firmó él. ¿Por qué? Porque una firma de mujer desacreditaba el trabajo. Porque Mileva quería que Einstein triunfara para que se casara con ella (él había dicho que hasta que no pudiera mantenerla económicamente no lo haría). Por la patológica gratitud, dependencia psicológica y enfermiza humildad que el machismo inocula.

Y entonces comenzó, insidiosamente, la desgracia. En 1901, Mileva fue a Serbia a dar a luz secretamente a una niña de la que no volvió a saberse nada: quizá acabara en un orfanato. Poco después Einstein consiguió un empleo como perito en la Oficina de Patentes de Berna y, ya con un sueldo, se casaron. Según varios testimonios, mientras Albert trabajaba sus ocho horas al día, Mileva escribía postulados que luego debatía con él por las noches. Además cuidaba de la casa y del primer hijo, Hans Albert. “Seré muy feliz (…) cuando concluyamos victoriosamente nuestro trabajo sobre el movimiento relativo” (carta de Einstein a Mileva). En 1905 aparecieron en los Anales de la Física los tres (5)  cruciales artículos de Einstein firmados solo por él, aunque hay un testimonio escrito del director de los Anales, el físico Joffe, diciendo que vio los textos con la firma de Einstein-Marić.

Y la desgracia engordó. Tuvieron un segundo hijo, aquejado de esquizofrenia; Einstein se hizo famoso, se enamoró de su prima, quiso dejar a Mileva y ella se aferró enfermizamente a él. Comenzó entonces (hasta la separación en 1914) un maltrato psicológico atroz; hay un contrato que Einstein obligó a firmar a su mujer, un texto humillante de esclavitud. Pero siendo ese contrato aberrante, aún me parece peor lo que el Nobel hizo con el legado de Mileva: quemó sus cartas, no mencionó jamás su aportación, solo la citó en una línea de su autobiografía. Los agentes de Einstein intentaron borrar todo rastro de Marić; se apropiaron sin permiso de cartas de la familia y las hicieron desaparecer. También desapareció la tesis doctoral que Mileva presentó en 1901 en la Politécnica y que, según testimonios, consistía en el desarrollo de la teoría de la relatividad. No estoy diciendo que Einstein no fuera un gran científico: digo que ella también lo era. Pero él se empeñó en borrarla, y lo consiguió hasta 1986, cuando, tras la muerte de su hijo Hans Albert, se encontró una caja llena de cartas que tuvieron grandes repercusiones científicas. Pese a ello, Mileva sigue aplastada bajo el rutilante mito de Einstein. Así de mezquinas y de trágicas son las consecuencias del sexismo.

A LECTURA de la reciente novela de Nativel Preciado, El Nobel y la corista, en donde hace un genial retrato del Einstein mujeriego, me ha hecho recordar la perturbadora historia de Mileva Marić, la física y matemática serbia que fue la primera esposa del científico. Mileva y Einstein se conocieron en 1896 en el Instituto Politécnico de Zúrich, del que eran alumnos. Ella tenía 21 años; él, 17. Fue un amor a primera vista. Mileva había mostrado desde niña tanto talento que su padre decidió darle la mejor educación. Para comprender hasta qué punto esta actitud era rompedora, baste decir que el padre tuvo que pedir un permiso especial para que su hija pudiera estudiar Física y Matemáticas, dos carreras solo para varones. Era un mundo que les negaba todo a las mujeres.

Mileva y Albert empezaron a vivir y trabajar juntos, pese a la furibunda oposición de la madre de él. Que su amado la defendiera frente a su propia madre debió de crear en la joven un sentimiento de gratitud inacabable. Y así, cuando el profesor Weber admitió a Mileva para el doctorado, después de haber rechazado a Albert porque no le consideraba preparado, ella supeditó su aceptación a la inclusión de Einstein. Mileva, mejor matemática que él, revisaba los errores de su amante; sus correcciones abundan en los apuntes de Albert: “Ella resuelve mis problemas matemáticos”. A la joven le obsesionaba encontrar un fundamento matemático para la transformación de la materia en energía; compartió con Albert esta fascinación (las cartas se conservan) y a Einstein le pareció interesante la idea de su pareja. En 1900 terminaron un primer artículo sobre la capilaridad; era un trabajo conjunto (“le di una copia [al profesor Jung] de nuestro artículo”, escribió Einstein), aunque solo lo firmó él. ¿Por qué? Porque una firma de mujer desacreditaba el trabajo. Porque Mileva quería que Einstein triunfara para que se casara con ella (él había dicho que hasta que no pudiera mantenerla económicamente no lo haría). Por la patológica gratitud, dependencia psicológica y enfermiza humildad que el machismo inocula.

Y entonces comenzó, insidiosamente, la desgracia. En 1901, Mileva fue a Serbia a dar a luz secretamente a una niña de la que no volvió a saberse nada: quizá acabara en un orfanato. Poco después Einstein consiguió un empleo como perito en la Oficina de Patentes de Berna y, ya con un sueldo, se casaron. Según varios testimonios, mientras Albert trabajaba sus ocho horas al día * (10 horas 6 días a la semana y sin vacaciones, olvidamos o borran nuestra historia, las luchas y muertes que costaron conseguir las 8 horas, 1919 por primera vez en España en algunas fábricas de armas del estado), Mileva escribía postulados que luego debatía con él por las noches. Además cuidaba de la casa y del primer hijo, Hans Albert. “Seré muy feliz (…) cuando concluyamos victoriosamente nuestro trabajo sobre el movimiento relativo” (carta de Einstein a Mileva). En 1905 aparecieron en los Anales de la Física los tres cruciales artículos de Einstein firmados solo por él, aunque hay un testimonio escrito del director de los Anales, el físico Joffe, diciendo que vio los textos con la firma de Einstein-Marić.

Y la desgracia engordó. Tuvieron un segundo hijo, aquejado de esquizofrenia; Einstein se hizo famoso, se enamoró de su prima, quiso dejar a Mileva y ella se aferró enfermizamente a él. Comenzó entonces (hasta la separación en 1914) un maltrato psicológico atroz; hay un contrato que Einstein obligó a firmar a su mujer, un texto humillante de esclavitud. Pero siendo ese contrato aberrante, aún me parece peor lo que el Nobel hizo con el legado de Mileva: quemó sus cartas, no mencionó jamás su aportación, solo la citó en una línea de su autobiografía. Los agentes de Einstein intentaron borrar todo rastro de Marić; se apropiaron sin permiso de cartas de la familia y las hicieron desaparecer. También desapareció la tesis doctoral que Mileva presentó en 1901 en la Politécnica y que, según testimonios, consistía en el desarrollo de la teoría de la relatividad. No estoy diciendo que Einstein no fuera un gran científico: digo que ella también lo era. Pero él se empeñó en borrarla, y lo consiguió hasta 1986, cuando, tras la muerte de su hijo Hans Albert, se encontró una caja llena de cartas que tuvieron grandes repercusiones científicas. Pese a ello, Mileva sigue aplastada bajo el rutilante mito de Einstein. Así de mezquinas y de trágicas son las consecuencias del sexismo.

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*En esa fecha en la Oficina de Patentes Suizas, se trabajaba 10 horas al día, 6 días a la semana. Y se podían considerar privilegiados, trabajar 12 horas era muy normal, y de sol a sol en el campo, con trabajo nocturno también para niños y mujeres incluso embarazadas, sin vacaciones. Qué fácilmente olvidamos la historia del movimiento obrero. El 1 de mayo se instituyó para pedir las 8 horas de trabajo y costó muchas luchas y muertes. Y sospecho que el olvido no es algo casual, la derecha niega el progreso humano y no solo lo niega sino que trabaja y conspira para volver atrás, a los tiempos de la esclavitud y servidumbre. Ello lo convierten en el llamado sentido común y la cultura hegemónica o dominante, "siempre ha sido así". No es el caso con Rosa Montero, pero se ha dado como normal las 8 horas... En un tiempo que no lo era. Hasta 1919, después de grandes huelgas, no comenzó a trabajarse 8 horas en España, en las fábricas militares como la Fábrica de Artillería de Sevilla (donde mi abuelo paterno Francisco Peña fue maestro), La Pirotecnia Militar de Sevilla (donde mi abuelo materno, José Vela Gutiérrez, fue maestro) o la Fábrica Militar de Armas de Trubia en Asturias (donde fue maestro mi tío abuelo José Peña Gordo).

Más, https://elpais.com/elpais/2019/06/21/eps/1561117075_895780.html