Con Steven Weinberg (1933-2021), el mundo no solo ha perdido a uno de los grandes físicos de la historia, sino también a uno de los ateos más correosos de nuestro tiempo. “Cuanto más comprensible parece el universo, menos sentido parece tener”, escribió en su influyente libro de 1977 Los primeros tres minutos. Ese punto de vista desolador le procuró los vituperios del público y las críticas de sus propios colegas. Los creyentes, como es natural, lo vieron como una embestida a su Dios, su fe y su sed de trascendencia. Lo que inquietaba a los científicos, sin embargo, era una cuestión aparentemente similar, pero muy diferente en el fondo.
Hay grados de ateísmo en la ciencia. El grado cero es el de Newton, que pese a haber descubierto el mecanismo matemático que rige los cielos, era en realidad un fervoroso creyente que interpretó sus hallazgos como una prueba de la existencia de Dios: “Este precioso sistema del Sol, los planetas y los cometas solo puede emanar del consejo y el dominio de un ser inteligente y poderoso”, escribió en los Principia de 1687. Vale que en la época convenía tener cuidado con estas cosas, vistas las que habían pasado Kepler y Galileo con la santa madre Iglesia. En el siglo anterior, Copérnico ni siquiera se había atrevido a publicar en vida su modelo heliocéntrico. Cabrear a los obispos seguía sin parecer una buena idea en tiempos de Newton.
Darwin, que estudió teología en Cambridge y se vio obligado a abandonar poco a poco esa doctrina por culpa de sus propios hallazgos, teorizó correctamente que todos los seres vivos que pueblan la Tierra provienen “de uno o unos pocos organismos muy simples y primordiales” ―hoy los llamamos bacterias y arqueas―, pero nunca se atrevió a ir más allá, hasta la generación de la vida a partir de la materia inerte, y dejó así un margen de actuación para el Dios de los cristianos.
También puso un admirable cuidado estilístico en la floritura que cierra el Origen de las especies: “Hay grandeza en esta concepción de que la vida (…) fue originalmente alentada por el Creador en unas cuantas formas o en una sola, y que, mientras este planeta ha ido girando según la constante ley de la gravitación, se han desarrollado (…) infinidad de formas cada vez más bellas y maravillosas”. También es verdad que, si el viejo Charles pretendía con ello aplacar a las fuerzas doctrinarias, no lo consiguió en absoluto. Las iniciativas judiciales de los creacionistas para excluir la evolución de la enseñanza pública siguen incluso hoy envenenando la educación en la América profunda.
El Dios de Einstein, que es el de Spinoza, tiene mucho más interés científico. El genio judío rechazó de plano el Dios personal de las religiones, que te guía, te observa y te castiga encaramado a tu hombro como el loro de los piratas, pero abrazó una especie de panteísmo que identificaba a Dios con la elegancia matemática del cosmos. Weinberg ha eliminado incluso a ese Dios de los científicos y lo ha sustituido por un ateísmo puro, la percepción de que el universo no tiene ningún sentido ni trascendencia. Ahí fuera no hay dioses, solo leyes de la naturaleza. Ay, cómo adoro a este hombre.