Ejercer la crítica es un derecho ciudadano, incluso diría que es una obligación. A juicio de Paulo Freire en eso consiste precisamente la educación: en pasar de una mentalidad ingenua a una mentalidad crítica. La persona educada sabe que hay hilos ocultos, que esos hilos se mueven por intereses, que esos no los ha colocado ahí la divinidad ni el azar y que esos hilos se pueden romper por la acción ciudadana, ya que no son fruto de una maldición determinista.
Ahora bien, la crítica debe ser fundada, debe estar argumentada, debe ser consistente. La crítica no ha de ser arbitraria, caprichosa o interesada. De lo contrario sería un simple caso de descalificación, de agresión o de insulto al criticado. Estoy contra la crítica generalizada que se asienta en afirmaciones genéricas: todos los jueces son venales, sectarios o parciales. No.
Criticar a los jueves es, pues, un deber democrático. No es verdad que la crítica haga perder a la ciudadanía la confianza en el poder judicial. Lo que hace perder la confianza es el comportamiento torticero de algunos jueces. Lo malo no es la crítica, son los hechos en los que se basa la crítica. Lo que hace perder la confianza en los jueces no es la crítica al juez Juan Carlos Peinado, es lo que hace el juez Juan Carlos Peinado. De la misma manera que lo que hace perder la confianza en los sacerdotes no es la crítica a la pederastia sino los comportamientos que fundamentan esa crítica.
La actuación del juez Carlos Peinado en el caso de Begoña Gómez, esposa del presidente del gobierno, se ha convertido en un espectáculo bochornoso. No es que no se pueda criticar su actuación, es que es un deber democrático condenarla con severidad. Porque no puede ser más arbitraria y más parcial.
Cuando representantes del Partido Popular dicen que criticar a un juez constituye un ataque a la judicatura o que desprestigia al poder judicial están haciendo un flaco favor a la justicia. Porque lo que descalifica a la justicia, repito, no es la crítica sino el objeto de la misma. Otra cosa sería que la crítica no fuera fundada o fuera incierta.
Que el juez Juan Carlos Peinado quiera hacer un seguimiento de toda la vida de Begoña Gómez desde que Pedro Sánchez accedió a la presidencia, es un atropello judicial. “A ver si aparece algo, si no es en esto será en lo otro”. Ese es el lema. Que admita a trámite una denuncia que se apoya en recortes de prensa y en la que figuran bulos que ya se habían descubierto como tales, pues atribuían un delito a la mujer del presidente que había cometido una persona con el mismo nombre y apellido, es un escándalo. De hecho, otro juez ha obligado al medio en que se había difundido el bulo a rectificar de la manera que exige la ley.
El empecinamiento del juez en ir a la Moncloa a tomar declaración al presidente, rechazando de forma indebida la posibilidad de hacer una declaración escrita es otro proceder escandaloso. Él sabía que no se iba a producir declaración alguna, dado el derecho que asistía al Presidente a no declarar. El juez estaba en el pulso que le ha echado al Presidente del gobierno. El PP, acostumbrado a criticar todo lo que hace su adversario político, interpreta el silencio del Presidente como un rechazo a la colaboración con la justicia. Qué barbaridad. Sencillamente, ha ejercido un derecho constitucional.
Instalarse en esas prácticas partidistas es lo que produce el descrédito de la judicatura. Defender esos comportamientos como si se tratase de comportamientos imparciales es lo que hace daño a un juez. Y la crítica es el proceder democrático que podrá salvarnos de estas formas de proceder torticeras.
Se ha puesto de moda en la oposición decir que el gobierno, que los ministros y que la prensa de izquierdas señala a algunos jueces. ¿Y cómo se les puede criticar sin citarlos? ¿Qué es lo que se debe decir? “Hay un juez que no mencionaremos para no señalarlo…”. El concepto de señalar es insidioso porque deja entrever que lo que hacen los ministros o los periodistas de izquierdas es convertir a una persona en objeto de persecución o de castigo. Este modo de hablar es propio de los tiempos de la caza de brujas en los que se señalaba al comunista para que lo castigaran o del período nazi en el que se señalaba a un judío para que se lo llevasen al campo de concentración… Esto es otra cosa. Aquí hay un juez considerado prevaricador. Y hay que denunciar sus malas artes, su proceder injusto. Los demócratas tienen la obligación de señalar: aquí hay un juez injusto, un juez partidista, un juez corrupto.
La prevaricación tiene una coletilla que resulta muy difícil y a la vez muy fácil de probar: el juez toma decisiones “a sabiendas de su injusticia”. Tan difícil en realidad como fácil, pues. Porque: ¿cómo no se va a dar cuenta de que esa forma de actuar es injusta? Los medios hablan de esos comportamientos sin cesar, la opinión pública lo grita cada día, expertos dan constantemente sus opiniones.
La querella, como es lógico, se presenta a través de la Abogacía del Estado que tiene el deber de velar por las instituciones, una de las cuales es la Presidencia del gobierno. ”Esto nos invita a pensar que el magistrado instructor, en dicha resolución, se aparta de los métodos usuales de interpretación, siendo su voluntad, la única explicación posible”, señala la querella.
Hay otra situación en la actualidad en la que la justicia está actuando de forma parcial. Me refiero a la aplicación de la ley de amnistía. La soberanía popular decidió inequívocamente entregar el gobierno a la izquierda. Está muy claro que la voluntad del poder legislativo al promulgar esa ley es amnistiar a los promotores del llamado procés. Interpretar la ley y darle cumplimiento excluye que interprete la ley según su ideología y particular visión de la realidad. El juez Llarena está muy preocupado porque el señor Puigdemont no haya sido detenido en su reciente visita a España. De hecho ha pedido explicaciones al Ministerio del Interior, que ha contestado de forma contundente: los Mossos d´Escuadra desestimaron la ayuda de la guardia civil y de la policía nacional. Habría que preguntarle al señor juez por qué no activa la orden de detención fuera de España. Porque si la malversación, a su juicio, es considerada delito no amnistiable, será delito dentro y fuera del país.
Hemos tenido no hace mucho otro caso de interpretación interesada de la ley. No nos chupemos el dedo. Algunas excarcelaciones y la disminución de la pena que ocasionó una falta de rigor técnico en la llamada ley del si es si, puso en las manos de los jueces decisiones que se convertían en munición contra el gobierno.
Las argucias legales, las triquiñuelas judiciales convierten lo bueno en malo y lo malo en bueno. Como sucede en la siguiente historia.
Un juez llama a los dos abogados a su despacho, y les dice:
La razón por la que os he llamado es porque me habléis sobornado los dos.
Ambos abogados se mueven inquietos en sus butacas.
Tú, Juan, me diste quince mil euros. Pedro, tú me diste diez mil.
El juez entrega un cheque de cinco mil dólares a Juan y dice:
Ahora estáis a la par por lo que, en este caso, voy a decidir con ecuanimidad.
No se puede defender que admitir sobornos iguales fomenta la virtud tanto en la persona del juez como en la de los abogados. Es preciso luchar contra las argucias legales y contra los vicios de la argumentación. Es un deber ciudadano.
Los jueces no son ángeles caídos del cielo que han mutado las alas por las togas. Son seres humanos. Por consiguiente pueden actuar de forma parcial por intereses políticos, ideológicos, económicos… Por eso es necesaria una crítica exigente, valiente y rigurosa. Hay que criticar con rigor las actuaciones de los jueces. Esa crítica, si es certera, no va contra ellos sino en su beneficio.
El Adarve. Miguel Ángel Santos Guerra.