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jueves, 28 de febrero de 2019

“Los niños que se ensucian en el campo lidiarán mejor con la vida”. El escritor Richard Louv alerta de los efectos de la falta de contacto con lo natural en la infancia.

A lo largo del tiempo, Richard Louv (1949) ha oído, de boca de decenas de niños y niñas, sutiles variaciones de la misma idea: "Me gusta jugar dentro de casa porque es donde están todos los enchufes". Pronunciada por un chico de nueve años, a Louv la frase se le quedó grabada. Sintetizaba el problema al que había dedicado sus últimos treinta años: "Nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos son las generaciones más desconectadas de la naturaleza de la historia", sostiene. Escritor, periodista y divulgador, el estadounidense es una de las voces que más han aireado las consecuencias del deterioro de la relación de los humanos con la tierra, hoy más tambaleante que nunca.

Autor de nueve libros, entre ellos el recién traducido al castellano Los últimos niños del bosque (Capitán Swing), Louv ha documentado los efectos negativos de esta carencia en la salud física y psíquica de niños y adultos, un fenómeno bautizado por él mismo como déficit por naturaleza. Hace casi una década, el asunto le llevó a recorrer el país para indagar en los hábitos y costumbres de 3.000 familias. Con el material compuso un fresco social que agitó conciencias y puso el debate de la desnaturalización sobre la mesa. Ponente principal en la primera cumbre de educación ambiental de la Casa Blanca, en la actualidad Louv encabeza el movimiento Children &   Nature Network, una organización que compila artículos científicos sobre este vínculo al tiempo que trabaja por restablecerlo en las comunidades estadounidenses.

El teléfono le pilla recién llegado a una cabaña en medio de las montañas californianas, el lugar donde terminará su siguiente libro. ¿Es por el silencio o por estar rodeado de rocas y árboles? "Por las dos", afirma.

Pregunta. ¿En qué consiste el déficit por naturaleza?
Respuesta. Soy precavido con la definición. Es una afección que no tiene diagnóstico médico. Quizá debería tenerlo, pero no lo tiene aún. Lo que describe es algo que ocurre desde hace años y que sentimos de manera difusa, indefinida. Aún no hemos dado con las palabras adecuadas para contárnoslo a nosotros mismos. Pero es básicamente el impacto que tiene en la salud física y mental el alejamiento del mundo natural. No solo en los niños. También en los adultos.

P. ¿Cuáles son los efectos negativos de este alejamiento en la infancia?
R. Están los más obvios: merma de la creatividad, de la capacidad de asombro, de los estímulos físicos, de la facultad de aprender mediante la experiencia directa. Estos se complementan con la ausencia de los efectos positivos que tiene el contacto con el medio, de los que hay un cuerpo creciente de evidencias. Diversas investigaciones lo relacionan con una reducción de los trastornos por déficit de atención, del estrés y de la depresión. Incluso con un mejor desarrollo cognitivo. Además, lógicamente, es un importante antídoto contra la obesidad. Recuerdo que hace unos diez años había unos 20 estudios sobre el tema. Hoy hay más de 500.

P. ¿Jugar en el campo puede curar?
R. Evidentemente no es la panacea para todo. Pero los niños que juegan libremente en el exterior desarrollan más el sentido de cooperación, la imaginación, la introspección, la reflexión. También el compañerismo y la igualdad porque la naturaleza no impone condicionantes. Yo aún mantengo una sensación muy vívida de cuando era pequeño y paseaba entre los bosques solo, con mis padres, con mi perro. Estas experiencias, trascendentales para mí, siguen conmigo. Incluso ahora que esos bosques ya no existen.

P. El hombre del saco es una metáfora que usted usa para hablar del miedo de padres y madres a dejar a que sus hijos jueguen, por así decirlo, a su aire.
R. No puedo hablar sobre España, pero el miedo ha crecido exponencialmente en los Estados Unidos. Si ves la CNN o canales de 24 horas parece que están secuestrando a un niño en cada esquina cuando en realidad el número de raptos ha decrecido en los últimos años. Muchos padres quieren proteger a sus hijos con las mejores intenciones. Pero inintencionadamente alimentamos un riesgo mayor en el futuro. Los niños que se caen, que se embarran o que juegan en el campo estarán mejor capacitados para lidiar con la vida cuando crezcan.

P. ¿Qué pueden hacer los padres para avivar esta relación?
R. [Risas] Tengo un libro entero sobre ello. Hay cosas simples y efectivas. Así como apuntamos en el calendario el partido de fútbol de nuestros hijos, también podemos apuntar eventos naturales: un paseo, una excursión. Y ayuda no suponer que, como padre o madre, uno sabe todo sobre la naturaleza. A veces es mejor no saber mucho y experimentar algo por primera vez con tu hija. Recordemos que hoy hay al menos una o dos generaciones que han tenido muy poca vida natural. El sentido de descubrimiento compartido y de maravilla es increíblemente importante.

P. ¿Y un director de colegio?
R. Asegurarse de que los alumnos dispongan de un espacio verde tranquilo y cercano. Un jardín, un huerto de verduras, un lugar donde observar cómo las mariposas polinizan. Fomentar la vida silvestre en los terrenos de la escuela. Disponer también lugares de este tipo dentro del propio centro. Parte de esto tiene que ver con la arquitectura y el uso del llamado diseño biofílico. Podemos construir aulas y pasillos entremezclados con elementos naturales, un modelo con el que se ha probado que el rendimiento escolar aumenta y disminuyen las enfermedades. Tan solo la presencia de luz natural puede elevar las tasas de éxito escolar.

P. Usted habla de que hemos dado por supuesto el vínculo con la tierra, de que lo hemos entendido como algo sin fecha de caducidad. ¿Qué ha pasado?
R. Con especial intensidad en la infancia, nunca en nuestra historia una especie había estado tan desconectada de lo natural. Algunas de las causas son el mal diseño urbano, la desaparición de especies de animales, plantas y hábitats y el miedo de padres y madres a dejar que sus hijos jueguen solos por ahí. Pero el factor principal es la popularización de la tecnología.

P. ¿Cómo gestionar su uso?
R. La respuesta es que es difícil. Le cuento una historia. Una vez, en Cleveland, en un campamento de verano, el director se me acercó y me enseñó una foto en su teléfono. Era la imagen de un libro que un niño se había dejado olvidado. Al abrirlo vieron que el niño había tallado las páginas exactamente con la forma de un iPhone. El chico había pasado todo el tiempo en el campamento, al aire libre, presuntamente leyendo. Pero en realidad, de una manera figurada, había estado mirando un iPhone

No soy ni mucho menos un ludita. No es el divorcio de la tecnología lo que va a funcionar. De hecho, se me ocurren maneras de conjugarla con la experiencia natural. No hablo de apps que digan qué especie es una u otra. Hablo, por ejemplo, de algo tan simple como hacer fotos con el móvil. Yo hago muchas fotos y tiendo a mirar con más cuidado, a poner más atención en lo que me rodea.

P. Si un niño o niña no tiene un contacto significativo con la naturaleza, ¿desarrollará cuando crezca conciencia ambiental? ¿Se preocupará por cosas como el cambio climático?
R. Es una cuestión interesante. Cuanto más tecnológicas se vuelven nuestras vidas, más naturaleza necesitamos en la ecuación. Es un asunto de tiempo y dinero. Por ejemplo, si una escuela invierte X dólares en ordenadores y sistemas de realidad virtual, tendría que invertir al menos otros X en potenciar experiencias reales en el mundo real, particularmente en el mundo natural. Si hacemos esto los niños estarán bien. Es un tema de equilibrio, no de prohibición.

P. ¿Qué traje se pondría usted para hablarle a un niño sobre lo que le sucede al planeta?
R. David Sobel, que estudia el papel de la naturaleza en la educación, tiene un término que él llama ecofobia. Ocurre cuando les decimos demasiado pronto a los niños que el mundo está llegando a su fin, o cuando reciben demasiado pronto el mensaje sobre el cambio climático, sobre la contaminación, sobre el reciclaje. Esto no puede suceder antes de que experimenten la naturaleza para bien y por ellos mismos. Si pasa, estaremos abonando el terreno para crear adultos disociados de su entorno porque la idea les resulta demasiado dolorosa. Mientras la naturaleza sea una abstracción los niños seguirán divirtiéndose con ella. Hay estudios que muestran que los ciudadanos con una ética ambiental desarrollada tuvieron algún tipo de epifanía natural cuando eran niños.

P. ¿Somos entonces demasiado apocalípticos?
R. En Estados Unidos existe una cosa que se llama trampa distópica. En general, cuando una persona piensa en el futuro evoca inmediatamente un universo parecido al que se nos muestra en Mad Max, Blade Runner, Los juegos del hambre... Inmediatamente. ¿Qué le pasa a una cultura que tiene tanta dificultad para conjurar imágenes bonitas del futuro?

P. ¿Qué opina de la palabra sostenibilidad?
R. Sostener dice en el fondo que las cosas seguirán así, que no empeorarán demasiado. La palabra no es suficiente para hablar del futuro. Tenemos que hablar de escuelas ricas en naturaleza, de barrios ricos en naturaleza, de una civilización rica en naturaleza. Cuando interpelas en estos términos a la sociedad, la gente visualiza con mayor facilidad imágenes concretas de cómo ayudar, de cómo implicarse.

P. En 2050 el 70% de la población vivirá en grandes ciudades...
R. Y desde 2008 más personas viven en las urbes que en el campo. Una de dos: o seguimos perdiendo la conexión con el mundo natural o concebimos un nuevo tipo de ciudad, una que sirva de motor para la biodiversidad. Para bien no solo de nuestros propios hijos, sino también para los hijos de todas las especies del planeta.

https://elpais.com/economia/2018/06/06/actualidad/1528296477_952422.html?rel=lom