Ya sé que la vida cotidiana en las aulas, sobre todo en Secundaria, tiene problemas que son difícilmente superables para algunos docentes. No es fácil para esta chica, afrontar la tarea de enseñar cuando se tiene delante un grupo que no quiere aprender y otro que está empeñado en que nadie aprenda.
Pienso con frecuencia en los profesores y profesoras que tienen dificultades para captar la atención de sus alumnos, que tienen un grupo ingobernable, que están al frente de una clase en la que no es posible conseguir unos minutos de silencio… Esas clases en las que se emplea más tiempo en establecer el orden que en trabajar.
Situación que se agrava cuando no se cuenta con los padres y madres como aliados. Cuando piensas que el comunicar a los padres la situación será de una gran ayuda y te encuentras con que los padres están en otras cosas o están para defender la conducta de un sinvergüenza.
Se tata de casos en los que nada surte efecto. Ni los elogios, ni las promesas, ni las amenazas, ni los castigos… Nada. Incluso la expulsión es celebrada por algunos alumnos como un triunfo, como un desafío, como un motivo de satisfacción.
Me imagino a esos colegas acudiendo al trabajo como si de un campo de torturas se tratara. En lugar de ir a disfrutar de la hermosa tarea de enseñar, van asustados a librar batallas en las que tienen que soportar los desaires, los insultos e, incluso, las amenazas de los alumnos. Arrastran la misma sensación de impotencia que experimenta un médico ante un enfermo desahuciado. Pobres docentes. Pienso mucho en ellos (y en ellas).
Hay quien piensa que el trabajo del docente es fácil. No lo considero así. Recuerdo aquel artículo de Manuel Rivas, titulado “Amor y odio en las aulas”. Dice el escritor gallego: “Mucha gente todavía considera que los maestros de hoy viven como marqueses y que se quejan de vicio, quizá por la idea de que trabajar para el Estado es una especie de bicoca perfecta. Pero si a mi me dan a escoger entre una excursión “Al filo de lo imposible” y un jardín de infancia, lo tengo claro. Me voy al Everest por el lado más duro. Ser enseñante no solo requiere una formación académica. Un buen profesor o maestro tiene que tener el carisma del Presidente del Gobierno, lo que ciertamente está a su alcance; la autoridad de un conserje, lo que ya resulta más difícil y las habilidades combinadas de un psicólogo, un payaso, un disc jockey, un pinche de cocina, un puericultor, un maestro budista y un comandante de la Kfor. Conozco una profesora que solo desarmó a sus alumnos cuando demostró tener unos conocimientos futbolísticos inusuales, lo que le permitió abordar con éxito la evolución de las especies”.
Ante las dificultades que aparecen en el aula se puede reaccionar de diferente manera. Una de ellas es abandonar la causa, dejar el trabajo, aceptar la derrota y largarse con viento fresco. Resulta muy duro que aquellos por quienes el profesor se desvive, aquellos a quienes pretende enseñar, no solo no quieran aprender sino que dediquen su inteligencia y energía a hacerle la vida imposible. Nunca me han gustado las bromas, y menos las crueles, que algunos alumnos gastan a sus profesores.
Luis Landero escribió hace algunos años, una excelente novela titulada “Absolución”. El protagonista es una persona con espíritu nómada que dura muy poco en los empleos que asume. Uno de ellos es el de profesor. No le va bien. Un buen día, mientras los alumnos dan muestras fehacientes de insensibilidad y desinterés, el profesor recoge sus papeles, los mete en la cartera, se dirige hacia la puerta del aula y, sin mediar palabra, se va para siempre. Cuando camina por el pasillo hacia la salida, vuelve sobre sus pasos, abre la puerta del aula y dice en voz alta y clara:
- Que os jodan.
No me gusta esta opción. Supone una retirada, la aceptación de un fracaso. Sí, se acaba el problema para ese profesor, pero la huida es una derrota. Y más cuando se hace de esta manera despectiva. Además, abandonar el trabajo, tal como hoy está el empleo, resulta muy difícil. Así que, a sufrir.
Otra manera de afrontar el conflicto es acomodarse a él. Dar por bueno ese clima de falta de respeto, aceptar esas actitudes de abierto desprecio a los demás, de agresividad hacia la autoridad y de violencia institucionalizada. Desde la impotencia o la comodidad, el profesional decide callarse, aguantar y endurecer la capa de su indiferencia. Lo importante es cobrar al final del mes, no que los alumnos aprendan y convivan. Renuncia a pasarlo bien, a vivir felizmente su trabajo a cambio de un pequeño estipendio.
La tercera es la opción por la que apuesto. Se trata de afrontar la situación con valentía, inteligencia y amor. Lo primero que hay que hacer para ello es conocer bien lo que sucede. No se puede negar la evidencia. Hay un problema. Un problema difícil de resolver. Pero es preciso diagnosticar qué es lo que pasa. Se puede observar con atención, entrevistar a los alumnos, hacer un sociograma, preguntar a otros colegas, pedir ayuda a especialistas (orientadores, terapeutas… que tenga la escuela).
Lo segundo es reconocer que, si no hubiese problema alguno, si los alumnos supieran comportarse, si tuviesen interés por el conocimiento, si fuesen respetuosos, solidarios y trabajadores, no haría falta que existiesen ni los profesores ni las escuelas.
Es necesario, en tercer lugar, pensar que hay solución. La educabilidad se rompe en el momento que pensamos que el potro no puede aprender y que nosotros no podemos ayudarle a conseguirlo. Creer que hay solución es un parte de la solución.
Después hay que compartir las preocupaciones con los colegas. Sin miedo, sin vergüenza, sin agresividad. Tenemos tendencia a pensar que solo nosotros padecemos problemas, que solo a nosotros nos resulta difícil. Y no es así. Cuántos docentes han dañado su autoconcepto que solo ellos son incapaces de afrontarlos y resolverlos…
Y luego hay que intervenir. Hay que tomar decisiones. Tratar de ganarse a los líderes del grupo, pedir colaboración a los padres, crear un “carnet de convivencia” por puntos que se pueden ir perdiendo y ganando, realizar algunas dinámicas de grupo en horas de tutoría… No hay soluciones mágicas. En educación no sucede que si A entonces B; lo que realmente pasa es que si A, entonces B, quizás.
Por eso hay que tener paciencia y saber esperar. No indefinidamente, pero hay que esperar. Y evaluar lo que sucede. Y analizar las causas de los fracasos para aprender de ellos. Hace unos años pronuncié la conferencia de apertura en un Congreso de Médicos celebrado en Marbella, un Congreso peculiar ya que tenía como objetivo estudiar “los errores médicos”. ¿Por qué no analizar nuestros errores y aprender de ellos?
Y hay que leer. Hay cientos de libros sobre estas cuestiones. Rosa Barocio, por ejemplo, ha escrito “Disciplina con amor”, “Disciplina con amor en el aula”, “Disciplina con amor para adolescentes”… También es bueno escribir. Porque el pensamiento caótico y errático que tenemos sobre la práctica educativa, cuando escribimos, acaba por quedar ordenado y nos permite comprender lo que pasa.
Fuente: Miguel Ángel Santos Guerra
http://blogs.opinionmalaga.com/eladarve/2014/12/13/si-a-entonces-b-quizas/
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miércoles, 14 de enero de 2015
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