Acababan de instalarse en Berlín, aunque en ese momento vivían separados. A Einstein lo habían nombrado miembro de la Academia Prusiana de Ciencias, profesor de la Universidad Humboldt y director del Instituto de Física del Emperador Guillermo: tendría por fin tiempo y recursos para realizar sus investigaciones. Mileva había escuchado rumores que decían que Albert estaba enamorado de su prima Elsa Löwenthal —se terminarían casando en 1919—, con la que este coincidió esos días durante su estancia en casa de su madre. Mileva y los niños estaban alojados con unos amigos. Esas condiciones, que Slavenka Drakulić reproduce en cursiva, son uno de los contados documentos reales que cita explícitamente en su novela. No hay ni un ápice de invención en lo que no es más que una nota, un papel cualquiera, pero que define de manera descarnada el mundo en el que Mileva vivía y con el que tenía que lidiar. Estaba segura de que terminaría cediendo y de que firmaría esas condiciones humillantes que iban a convertirla en la sierva del gran hombre. No lo hizo, terminó plantándose, y poco después lo que aceptó en realidad fue un acuerdo en el que Albert se comprometía a colaborar con una suma de dinero para el sustento y educación de sus hijos. Mileva se los llevaba con ella a Zúrich.
Ella tenía una cojera, lo pasó mal de niña, pero su inteligencia le abrió las puertas y, ahí en Zúrich, logró conectar con un muchacho distraído, inmaduro y brillante.
Llegaron un día después de que el Imperio Austrohúngaro hubiera declarado la guerra a Serbia. Belgrado acababa de ser bombardeada, y Slavenka Drakulić aprovecha para señalar el trágico paralelismo entre el desmoronamiento de la vieja Europa y la catástrofe que justo acababa de producirse entre un hombre y una mujer que unos años antes establecieron un sinfín de complicidades que se alimentaban de la pasión que compartían por las matemáticas y la física. Mileva pertenecía a una familia serbia acomodada que vivía en el lado austrohúngaro de la frontera, en Novi Sad, eran cristianos ortodoxos; su padre la había empujado a que estudiara, lo que era una rareza entonces. Ella tenía una cojera, lo pasó mal de niña, pero su inteligencia le abrió las puertas y, ahí en Zúrich, logró conectar con un muchacho distraído, inmaduro y brillante de una familia judía —aunque él no practicaba— al que le sacaba cuatro años, pero con el que se entendió a la perfección. Se juntaron, se quisieron, se fueron enredando en distintas especulaciones científicas, avanzaron juntos por terrenos inexplorados, y Mileva trabajaba en la parte matemática de las teorías de Albert, escribía reseñas para revistas especializadas que luego firmaba él, le preparaba los apuntes para las clases cuando Albert consiguió un puesto de profesor.
Ha habido distintos trabajos que se han ocupado de señalar la importante contribución de Mileva Marić a los trabajos científicos de Einstein, que obtuvo el Premio Nobel en 1921. Slavenka Drakulić (Rijeka, Croacia, 1949), con una larga obra a sus espaldas que incluye títulos como Los pecados mortales del feminismo y Cómo sobrevivimos al socialismo e incluso nos reímos, entre otros, ha preferido reconstruir la existencia entera de una mujer que fue de tal manera golpeada por la vida que logra convertir sus experiencias en una “teoría de la tristeza”, tal como avisa en el título. Un día que fueron de excursión con Marie Curie, Albert anduvo coqueteando con la niñera de los hijos de esta, y “a Mileva le pareció convertirse en algo que nadie mira, como un sillón viejo”. Y de eso va esta novela.
Mileva no pudo obtener la licenciatura en sus estudios de Física y Matemáticas al mismo tiempo que Albert porque le tocó hacer los exámenes en las peores condiciones emocionales, y eso la destruyó.
Mileva no pudo obtener la licenciatura en sus estudios de Física y Matemáticas al mismo tiempo que Albert porque le tocó hacer los exámenes en las peores condiciones emocionales, y eso la destruyó. Todavía fue más devastador perder por la escarlatina a su pequeña Lieserl, la niña que tuvo con Albert antes de que se casaran y cuya existencia él procuró borrar (para que nunca hubiera existido). Conoció de cerca el infierno por el que pasaron sus padres con su hermana esquizofrénica, y ella misma estuvo a punto de ser estrangulada por su hijo pequeño, atacado por un brote que le provocó esa misma enfermedad. Su otro hijo la terminó despreciando, ella pasó por una época en la que iba de hospital en hospital para superar unas extrañas parálisis que procedían acaso de esa “mazmorra interior”, y la rompió también (y de qué manera) su amor por ese tal Albert que un día quiso convertirla en su criada.
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