Merkel afirma que el nazismo es "una advertencia permanente" del pasado | "Auschwitz comenzó con la destrucción de la democracia", dice el presidente del Bundestag
Doce años transcurrieron desde la llegada de Adolf Hitler al poder y la liberación del campo de exterminio de Auschwitz por el ejército soviético. Doce años que determinaron y marcaron a Alemania como nación, con un lastre de infamia sin parangón en la historia europea, tan sobrada de barbaridades. Aquellos doce años siguen ahí, como advertencia universal, como complejo nacional y también como deber de pública contrición.
La prueba de todo ello fue la lúgubre celebración que las autoridades alemanas dedicaron ayer al 80.º aniversario de la llegada de Hitler al poder, un 30 de enero de 1933. Acto solemne en el Bundestag y discurso de la canciller Merkel inaugurando una exposición dedicada al evento. Trajes negros, semblantes cabizbajos y una gran emoción al escuchar en la cámara la plegaria, casi un llanto, cantada en hebreo rememorando las catedrales del holocausto judío: Birkenau, Treblinka, Majdanek, Babi Yar...
"El camino hacia Auschwitz comenzó con la destrucción de la democracia", dijo el presidente del Bundestag, Norbert Lammert. Aquella democracia de la república de Weimar, identificada con la pérdida de la Primera Guerra Mundial, la paz humillante, la inestabilidad económica y el caos social, que, como explica el historiador Robert Gelletely en su obra sobre el consenso nacional del nazismo, "no gustaba a casi ningún alemán".
"Hitler reflejó el carácter esencialmente provinciano, estrecho y violento del nacionalismo alemán", explica el periodista griego Dimitris Konstantakopulos, autor del diagnóstico más sombrío del actual proceso europeo liderado por una Alemania crecida por su reunificación y por fin plenamente emancipada de las tutelas posbélicas impuestas a su soberanía.
La actual política alemana en Europa vuelve a conducir al desastre, dice Konstantakopulos y, como en 1945, se cerrará con una "derrota geopolítica, moral y estratégica" para Alemania. Una Alemania, explica este autor, que sobrestima su fuerza y que llevará a todos, fuera de Alemania, a la misma conclusión: "no han cambiado, continúan siendo los mismos, no se puede confiar en ellos", dice. Ajustada o no, su diatriba no hace sino ilustrar el lastre y la sombra que aquellos doce años proyectan: ochenta años después no hay país más fácil de demonizar.
Y sin embargo este país, en el que los exnazis continuaron mandando mucho después de la guerra, mantiene su pública actitud de culpa, pese al paso de las generaciones, como si el mismo concepto de culpa colectiva no fuera un absurdo jurídico y moral traspasado a los hijos y nietos de quienes cooperaron o consintieron el horror.
La "ruptura de la civilización" que representó el nazismo y sus exterminios -el judío, el gitano, el de homosexuales, izquierdistas y prisioneros soviéticos-, es una "advertencia permanente", dijo Angela Merkel al inaugurar la exposición Topografía del terror. La muestra es uno de los muchos recordatorios de aquel periodo que jalonan el centro de Berlín y que la ciudad ha convertido en un interesante atractivo histórico, demostrando con ello una inequívoca voluntad.
Merkel dijo advertencia porque el ascenso de Hitler fue posible "por el apoyo de la élite alemana y el consentimiento de la mayoría". Una mayoría que demostró "indiferencia en el mejor de los casos" ante la falta de libertades.
Ochenta años después de su llegada al poder, el nombre de Hitler es una especie de antídoto contra aquel tipo concreto de barbarie porque su memoria introduce de alguna manera anticuerpos en la conciencia universal.
Rafael Poch, en La Vanguardia.
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