Entre septiembre de 1941 y enero de 1944 la ciudad de Leningrado (actual San Petersburgo) permaneció sitiada por el ejército nazi. Durante 872 días sus habitantes estuvieron completamente cercados, más de un millón de personas murieron víctimas de un asedio inhumano. Casi un tercio de la población pereció y la supervivencia fue un acto de heroísmo cotidiano sin apenas agua potable ni alimentos. El compositor Dimitri Shostakóvich estuvo allí al inicio del cerco y anunció por radio que escribiría su séptima sinfonía dedicada a la ciudad: “Los habitantes de Leningrado que me están escuchando sepan que, en nuestra ciudad, la vida continúa...”. La promesa fue una llamada a la esperanza y funcionó como alegato para revertir la voluntad de Hitler de aniquilar completamente la ciudad. La historia de Shostakóvich y su composición la cuenta con extraordinaria minuciosidad y profusa documentación el escritor estadounidense M. T. Anderson (Cambridge, Massachusetts, 1968) en el libro Sinfonía para la ciudad de los muertos, recién publicado en español por Pop Ediciones en una cuidada edición de más de 470 páginas con traducción de María Serrano.
La sinfonía de Leningrado, como se conoció popularmente, se convirtió en un asunto de Estado. Salvar esa composición y llevarla a buen puerto desde la Unión Soviética contó incluso con la colaboración de los servicios secretos estadounidenses. M.T. Anderson, que responde a El País por correo electrónico desde su casa, “justo al otro lado del río de la ciudad de Boston”, cuenta cómo fue el proceso de elaboración del trabajo: “Tardamos cinco años en hacer toda la investigación y escribir el libro. Una parte de la historia (el contrabando de la séptima sinfonía de Shostakóvich en microfilm a Estados Unidos) nunca se había documentado antes, por lo que la investigación fue especialmente compleja. Los documentos que sobrevivieron abarcaban archivos desde las bibliotecas de Nueva York hasta las montañas de Vermont, pasando por las cámaras acorazadas de Moscú”.
El libro es una apología, como cuenta el propio Anderson, de la potencia social de la música. “El poder de la música es trascendental por varios motivos: une a las personas, para bien o para mal; prepara a los ejércitos para la acción; ayuda a la gente a llorar; incluso nos llega a convencer de que estamos enamorados. Esto es tan válido ahora como en la época de Shostakóvich. Pensemos en la forma en que la Orquesta Clásica de Kiev se reunió desafiante en una de las grandes plazas de la ciudad para tocar música mientras los rusos avanzaban hacia la ciudad la primavera pasada. La música cambia las historias que contamos sobre nosotros mismos. En el caso de los ucranianos, como ocurrió en Leningrado hace décadas, parte de la razón por la que son capaces de resistir al invasor es que creen que pueden hacerlo. Y eso cambia toda la naturaleza de la guerra”, apunta el escritor estadounidense.
La composición de Shostakóvich tuvo la particularidad de ser un reconocimiento a la ciudad y sus habitantes más que un relato de exaltación militar en el contexto de una guerra. Para Xosé Manoel Núñez Seixas, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Santiago de Compostela que conoce bien San Petersburgo y el papel de la Unión Soviética durante la II Guerra Mundial, la sinfonía es “un homenaje a todos los sectores de la ciudad que resistieron al invasor nazi”. Núñez Seixas cuenta por teléfono que todavía hoy se mantiene en la memoria de la ciudad ese relato colectivo, muy distinto al que se hizo más tarde de la batalla de Stalingrado: “Para los que sobrevivieron y muchos descendientes, la resistencia de Leningrado fue diferente. La población recuerda con orgullo cómo lograron sobrevivir en esas condiciones como una hazaña colectiva”. En esa gesta de sus habitantes, la sinfonía fue un elemento importante porque, señala, hay que recordar que entonces y ahora en Rusia la ópera es un género “popular, de precios muy asequibles”, alejada del concepto de espacio vetado solo para élites que hay en otros países.
Al escuchar la sinfonía uno tiene la sensación de atravesar una ciudad amenazada, pero también de oír una apología de la esperanza y la humanidad. “Shostakóvich decía abiertamente a sus amigos que su música no trataba solo de una ciudad o una nación, sino de la opresión del espíritu humano en todas partes. Esto es la grandiosidad del arte: aunque surge en un momento político concreto puede ir más allá, hablar a la gente a lo largo del tiempo”, cuenta Anderson. Y añade: “El amor de Shostakóvich por su ciudad está en primer plano en la sinfonía. El segundo movimiento, un intermezzo, es mucho más ligero, un recuerdo de una ciudad de salones, conciertos y palacios. Y al final de la sinfonía, como colofón, ese tema en do mayor, audaz y orgulloso, para concluir toda la gigantesca obra, como si dijera: la ciudad que amamos volverá a ser nuestra. Nuestro hogar volverá a ser nuestro. Venceremos. No os rindáis”.
Precisamente, sobre la “opresión del espíritu humano” que señala M. T. Anderson es importante la relación que Dmitri Shostakóvich y su familia tuvieron con la Revolución rusa. Un proceso que influyó enormemente en el ámbito cultural y que evolucionó hacia una dictadura cruel que afectó al compositor y que se percibe en el libro, en el contexto de las purgas estalinistas previas a la invasión nazi que sufrió también la población de Leningrado. “Shostakóvich reconocía que los ideales de la Revolución eran nobles, pero que esos ideales habían sido cooptados por líderes totalitarios. La Revolución rusa funcionó prometiendo un futuro que nunca llegó. Shostakóvich vio cómo arrestaban, torturaban y ejecutaban a sus amigos, cómo su padre enfermaba y moría de hambre durante la guerra civil, cómo su propia vida era amenazada en público. Esta doble visión era parte de su confusión”, apunta el autor. Una pulsión de desafecto y esperanza que transmite un libro que cuenta una historia monumental, la de una sinfonía escrita como reivindicación de la belleza frente a la destrucción y el totalitarismo.
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