martes, 10 de octubre de 2023

El coste de la no amnistía

Catalunya es la única “nacionalidad o región” que tiene un Estatuto contrario al pactado por su Parlament y las Cortes y al votado en referéndum por sus ciudadanos. Esta anomalía tiene que ser corregida con una negociación de tipo político.

Inicialmente el debate sobre la eventual amnistía ha girado acerca de la constitucionalidad o no de la misma. Da la impresión de que ya ha dejado de ser así, aunque siempre habrá alguien que siga manteniendo dicha opinión, que tendrá la posibilidad de expresarse a través de un recurso de inconstitucionalidad en el momento en que las Cortes Generales la aprueben. Pero la opinión dominante acerca de la constitucionalidad de la amnistía, acerca de que la amnistía tiene cabida en la Constitución, se va imponiendo con cada vez más fuerza. Así como también la convicción de que el eventual recurso de inconstitucionalidad tendrá pocas posibilidades de prosperar.

La mayoría parlamentaria para la aprobación de la ley se está fraguando en negociaciones discretas, que todo parece indicar que acabarán con éxito. De ello tendrá que dar una explicación convincente el actual candidato designado por el Rey en el discurso ante el Pleno del Congreso de los Diputados en la sesión de investidura. En ese momento es posible que todavía no esté concretada la redacción definitiva del proyecto de ley de amnistía, pero sí tiene que estar concretado que la amnistía forma parte del programa de Gobierno con base en el cual Pedro Sánchez solicitará la confianza de la Cámara.

Tan es así que un politólogo tan acreditado como Lluís Orriols ha pasado a plantear la aprobación de la amnistía en términos del coste que podría tener para el PSOE y qué debería hacer para minimizar dicho coste: “Amnistía contra políticas sociales”.

No tengo ninguna objeción que hacer al artículo de Orriols, con el que coincido sin reserva de ningún tipo. Simplemente querría plantear el problema desde una perspectiva inversa, la del coste de la no amnistía. Y no solamente desde la perspectiva de que no habría investidura y se tendrían que repetir las elecciones, sino desde la más transcendente de cómo sería posible abordar la integración de Catalunya dentro del Estado, en el futuro en que es posible hacer predicciones, si el PSOE no aborda de frente la amnistía en el debate de investidura

El debate constituyente propiamente dicho de 1978 se inició el viernes 5 de mayo en la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados. Debe subrayarse que básicamente fue en esta Comisión y no en el Pleno del Congreso donde se debatió sustancialmente la Constitución.

Y en ese viernes 5 de mayo se hizo la única valoración global en todo el debate constituyente de la nueva Constitución por parte de los parlamentarios que intervinieron en nombre de los distintos grupos parlamentarios, que coincidieron en la mayor parte de los casos con los portavoces oficiales de dichos grupos, pero no siempre. Hay que destacar, por ejemplo, que fue Felipe González y no Gregorio Peces Barba quien intervino en nombre del PSOE.

Lo más llamativo de dicha sesión fue la coincidencia general en que la Constitución del 78 sería juzgada por la respuesta que diera al problema de la integración de las “nacionalidades y regiones” en el Estado. Este sería el canon por el que se juzgaría el éxito o el fracaso de la Constitución. Y aunque no se dijo expresamente, a nadie se le ocultaba que se estaba hablando de Catalunya. También del País Vasco, pero, sobre todo, de Catalunya. El País Vasco disponía de la pista de aterrizaje del “concierto” y de los “derechos históricos”. Catalunya no, a pesar de que su autonomía había tenido más presencia que ninguna otra en la historia constitucional española desde que la democracia hace acto de presencia.

De ahí que la fórmula de la integración de “las nacionalidades” en el Estado está pensada, sobre todo, para Catalunya. Para el País Vasco también. Y no para Galicia, aunque no se diga en el texto constitucional. El constituyente español intuía que en Catalunya estaba el problema. Que, si no lo había en Catalunya, no lo habría en ninguna otra “nacionalidad” o “región”.

La fórmula es conocida: combinación de una democracia representativa sui generis con la democracia directa. Democracia representativa sui generis, porque la fórmula de integración arranca de un Proyecto de Estatuto de Autonomía que aprueba el Parlament, que se pacta a continuación por una delegación del Parlament y la Comisión Constitucional del Congreso de los Diputados, y, una vez acordado el texto entre ambas, se somete a referéndum de la población destinataria de la norma. Una vez ratificada en referéndum, las Cortes Generales le imprimen el sello de Ley Orgánica exigido por el artículo 81 de la Constitución.

Pacto entre dos Parlamentos más Referéndum. Esta es la Constitución territorial para Catalunya.

Con base en esa Constitución se aprobó el Estatuto de Autonomía de 1980 y también el de 2006. Desde el punto de vista del proceso estatuyente, definido tanto en la Constitución como en el Estatuto de Autonomía, no hay la más mínima tacha de inconstitucionalidad. La integración de Catalunya en el Estado se definió exactamente igual en 1980 que en 2006.

Alianza Popular estuvo en contra de la fórmula de integración de las “nacionalidades” en el Estado durante toda la década de 1980. Fue en el Congreso de refundación de AP como PP en 1989 donde por primera vez se aceptó el Estado de las Autonomías. Pero fue una aceptación con reservas. Aceptaba el Estado de las Autonomías con la condición de reservarse una suerte de derecho de veto para cualquier reforma que pudiera introducirse, independientemente de que su tramitación fuera acorde de manera inequívoca con el bloque de la constitucionalidad.

Dicha reserva la expresaría en primer lugar frente al Plan Ibarretxe sin mayores consecuencias, porque la reforma del Estatuto Vasco se había producido con el voto de Batasuna y acabó siendo no admitido a trámite en el Pleno de toma en consideración por el Congreso de los Diputado

s. Frente a la reforma del Estatuto de Autonomía de Catalunya no pudo argumentar nada similar. El PP renunció a participar en la negociación de la reforma y se limitó a interponer un recurso de inconstitucionalidad, una vez que el Estatuto estaba en vigor, consiguiendo cuatro años después que el Tribunal Constitucional, con algunos miembros con mandato caducado y tras algunas operaciones constitucionalmente inexplicables, como la recusación de Pablo Pérez Tremps, anulara un buen número de artículos e impusiera la interpretación obligatoria de muchos más.

El Tribunal Constitucional desautorizó el pacto entre el Parlament y las Cortes Generales y desconoció el resultado del referéndum, es decir, quebró la Constitución territorial de Catalunya y le impuso el Estatuto de Autonomía del PP. El desorden desde entonces ha sido permanente y generalizado, acabando con la aplicación del artículo 155 y las consecuencias judiciales de dicha aplicación.

Catalunya es la única “nacionalidad o región” que tiene un Estatuto de Autonomía contrario al pactado por su Parlament y las Cortes Generales y al votado en referéndum por sus ciudadanos. Esta anomalía tiene que ser corregida. Y ello exige una negociación de tipo político, que no puede producirse mientras el tema esté en manos del poder judicial. De ahí la necesidad de la amnistía.

En pocas palabras: la amnistía puede tener un coste para el PSOE. La no amnistía tiene un coste para todo el Estado.

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