Vienen a continuación una serie de pequeños poemas
a modo de haikus.
Digo a modo de haikus porque, en puridad, me temo
que no pueden ser considerados como tales. Así es, si
se entiende por haiku al tipo de poema original de ese
nombre que ha de construirse con unas reglas que yo no
he respetado en la mayoría de los que habitan en estas
páginas. Por cierto, como me parece a mí que ocurre con
la inmensa mayoría de sus creadores contemporáneos
occidentales.
En el sentido más estricto, un haiku es un viejo poema
japonés que empezó a escribirse en el siglo XIII con tres
versos de cinco, siete y cinco sílabas y que debiera tener
dos partes. Una primera ubica espacial o temporalmente
al poema, y la segunda contiene una acción espontánea,
simple y que impacta en quien lo lee como una especie
de rayo inesperado. El purismo exigiría que el haiku contenga en esa primera parte un “kigo”, es decir, una referencia a la estación del año a la que se refiere el poema.
De no llevarla, sería un muki y no un haiku. También
habría de contener una escena cercana a lo cotidiano
y una sensación, expresadas con estilo muy sencillo y
directo, y todo ello compuesto con un corte gramatical o
cesura. Si de ambas cosas carece, de kigo y de esta última
cesura, y si además el poema habla de relación o convivencia entre personas, tampoco sería haiku en puridad,
sino un senryū, su hermano rebelde, según se dice.
Me parece que fue Roland Barthes, en su libro El
imperio de los signos, quien mejor, con más sencillez y
luminosidad, ejemplificó lo que es un haiku: “El haiku
reproduce el gesto indicativo del niño que muestra con
el dedo alguna cosa, diciendo tan solo: ¡esto!, ¡mira allá!,
¡oh!, ¡ah!”.
Los poemas de esta pequeña obra quizá puedan llamarse generosamente haikus si se atiende a que están
escritos siguiendo la simple regla de tener tres versos de
cinco, siete y cinco sílabas (espero que bien contadas) y
a que reflejan sentimientos o sensaciones sin demasiada
complejidad, de la manera más simple posible y queriendo jugar siempre con cierto doble sentido, provocar
la confusión y presentar con espontaneidad las heridas,
sorpresas, risas, amores, quebrantos o lamentos que seguramente todas las personas -como el autor en este caso llevamos dentro.
He tardado mucho tiempo en completar esta colección de haikus (¿se me permite, entonces, que los llame
así?) porque no los he podido escribir cuando me lo he
propuesto. Decía José Hierro que la poesía se escribe
cuando ella quiere y, al menos a mí, eso es lo que me
ocurre. Los haikus que siguen han salido por su propia cuenta y riesgo, a cualquier hora, y algunos en los
momentos en que menos podía yo pensar que se me iba
a ocurrir escribir un verso.
Aunque parezca ordenada, en la secuencia con que
los presento en estas páginas no hay orden ni concierto.
Y tampoco hay siempre tras ellos -o sí, esa es la gracia- personas, espacios o momentos reales. A mí me ocurre lo
que decía Graham Green que le pasa a todas las personas
reales: estamos repletos de seres imaginarios. Aunque, al
mismo tiempo, debo decir que cada haiku está donde ha querido estar y que yo lo he puesto donde ambos hemos
convenido que es su sitio. Lo mismo que todos llevan
consigo rostros, almas o situaciones reales, porque mis
seres imaginarios también están repletos de personas
reales. Aquí, cualquier verso puede ser, al mismo tiempo,
lo que dice o parece, y lo contrario; tener detrás a alguien,
o que ese alguien no sea nadie.
Es sabido que trasladar a versos los sentimientos es
algo así como desnudarse en público. A mí eso me produce, por un lado, cierto pudor, pues imagino mirándome
como un voyeur a quien, tras cada verso, tan sólo quiera
ver lo que del mí real pueda haber. Aunque, por otro,
me divierte imaginar las confusiones que ese afán por
descubrir provocará, sin duda, en quien quiera ir más allá
de lo que son siempre los versos, un sueño, una fantasía,
la palabra que se dice y no se dijo o la que, dicha, cobra
ahora otro sentido; un juego, la emoción y la magia que
permite a cada cual ver en ellos lo que cada quien quiere
ver. Según el sofista Gorgias, un engaño. Pero, cuidado.
Un engaño, decía, en el que quien engaña es más honesto
que quien no engaña, y quien se deja engañar más sabio
que quien no se deja.
Casi todo lo que he hecho en mi vida (desde luego,
lo más importante e incluso lo que más sacrificio, renuncias, dolor o coste me ha supuesto) lo he realizado siempre por amor, solamente por el gusto de hacerlo o por
ambas cosas a la vez, es decir, sin tener más ambición que
la de sentirme libre y feliz viviendo la experiencia que,
en cada caso, conllevase mi elección. A mí, sin duda, me
ha pasado lo que Jean Paul Sartre dijo (no me atrevería
yo a decir si con acierto) que le ocurre a todos los seres
humanos: he vivido condenado a ser libre.
Publicando modestamente estos versos modestos
vuelvo de nuevo a perseguir simplemente ese placer de
hacer algo sólo por el gusto de hacerlo. Si bien ahora, eso
sí, desearía que semejante satisfacción fuese compartida
y que, a quien los lea, le gusten estos haikus y los disfrute.
Aunque simplemente sea por el mero hecho de leerlos, o
quizá de leerme.
Juan Torres López.
Sevilla, octubre de 2023.
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