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miércoles, 16 de julio de 2025

_- Aún es posible la alegría

_- Debo el título de este artículo a mi amigo, ya fallecido, el escritor navarro José María Cabodevilla. Es el titulo de uno de sus 33 libros. Lamentablemente, al ir a buscar el ejemplar en mi biblioteca, no lo he encontrado, aunque lo he tenido y leído. Quería citar alguno de sus párrafos. Será para otra ocasión.

Veo en el título tres partes esenciales. En primer lugar el adverbio “aun”. Lo considero pertinente en estos momentos porque la situación mundial en la que estamos inmersos es aterradora. Miles de muertos, muchos más miles de infectados, miedo metido en los huesos, derrumbe de la economía, insolidaridad en la gestión de la crisis, actuaciones irresponsables de ciudadanos y ciudadanas que desoyen no solo las recomendaciones sino las órdenes… Pues bien, a pesar de todas esas terribles circunstancias, aun podemos mantener la alegría. Luego diré por qué.

En segundo lugar, aparece la expresión “es posible”. Lo cual quiere decir que no es seguro el alcance de esa meta a la que deseamos llegar. Porque hay que trabajar de manera perseverante, inteligente y esforzada. La alegría no es un regalo, es una conquista. Decía Mahatma Ghandi: “La alegría está en la lucha, en el esfuerzo, en el sufrimiento que supone la lucha y no en la victoria misma”. Cuando digo que es posible estoy pensando en que, si no hay esfuerzo inteligente, puede ser que no se consiga. “Llegué por el dolor a la alegría”, afirmaba el poeta José Hierro.

Los actos aislados y colectivos de heroísmo, y de generosidad que se están produciendo son innumerables. Esos actos hacen posible la alegría. Hablo de heroísmo no en términos figurados sino estrictos. Personas que arriesgan la propia vida para salvar la ajena. Y hablo de generosidad. Empresas que, a pesar de que la situación económica es incierta, destinan tiempos y materiales de forma gratuita para satisfacer necesidades apremiantes. Mi cuñado Antonio Gámiz ha puesto su fábrica textil Bassette a producir mascarillas que el Ayuntamiento de Priego de Córdoba repartirá a las personas que las necesiten. Los padres de mi amiga Irene Martín Ruano entregan su habilidad y su tiempo para confeccionar mascarillas para el Centro de Salud de El Palo. Mi suegra y su hermana le hacen un bizcocho a la farmacéutica que les lleva las medicinas a domicilio. Mi amigo Antonio Molina, policía local de Rincón de la Victoria, me cuenta con emoción que acude con sus compañeros a felicitar a quien cumple años para celebrarlo comunitariamente desde la calle… Por poner algunos ejemplos cercanos. Hay quien dona dinero, quien ofrece tiempo, quien entrega ayuda y afecto a quienes lo necesitan. Innumerables hechos que propician y justifican la alegría.

En tercer lugar, nos encontramos con el concepto nuclear del título: “la alegría”. La alegría es un sentimiento de placer producido por un suceso favorable que suele manifestarse con buen estado de ánimo, la satisfacción y la tendencia a la risa o a la sonrisa. Henry Bergson dice que “la alegría anuncia siempre que la vida ha triunfado, que ha ganado terreno, que ha conseguido una victoria: toda gran alegría tiene un acento triunfal”.

Dice el novelista español Benjamín Jarnés, escritor de la Generación del 27, que “el júbilo verdadero solo se adquiere a costa de un dolor vencido”. Estoy seguro de que podremos vencer la angustia, el miedo, el sufrimiento y la desesperanza de esta horrible crisis.

Existe diferencia entre felicidad y alegría. La felicidad es un estado emocional que causa un efecto permanente y estable debido a la importancia personal que se entrega a las causas de dicha felicidad. Una persona puede ser feliz, por ejemplo, por la familia que tiene y otra puede serlo al alcanzar una posición laboral deseada.

La alegría es un estado emocional momentáneo y espontáneo. La alegría es considerada una emoción, o sea, una reacción física instintiva. A pesar de ser temporal, la alegría es necesaria como una forma de enfrentar la vida, como camino para alcanzar la felicidad.

Qué alegría, decimos cuando nos dan una buena noticia, cuando henos conseguido un éxito o cuando nos visita un amigo. Pues bien, espero que pronto podamos recuperar alegrías que nos han abandonado: la alegría de viajar, de asistir a un concierto, de ir al cine a ver una película con los amigos, de salir a cenar al restaurante favorito, de dar un largo paseo por las calles de la ciudad o por el monte, de preparar con esmero las próximas vacaciones, de salir de compras sin miedo alguno, de asistir a una conferencia o a la presentación de un libro…

Mientras tanto podemos disfrutar de muchas otras que la prisa o el ajetreo nos robaban: la alegría de leer durante horas, de ver una película en familia, de hacer algunas llamadas para recuperar una vieja amistad, de charlar largamente con los hijos, de ordenar aquellos viejos materiales, de poner orden en los ajetreados recuerdos, de dormir unas horas más, de descubrir todos los rincones de la casa, de repasar las fotografías de antiguos viajes, de emprender una actividad manual, de reparar aquella mecedora renqueante, echar unas partidas de parchís…

Tengo abierta por la página 178 el libro de Jaume Soler y M. Mercè Conangla titulado “La ecología emocional. El arte de transformar positivamente las emociones”. Y leo lo siguiente: “Escoger la alegría como la mejor opción para vivir es una elección que hay que renovar cada día de forma consciente. Es la decisión de levantarnos y elegir un filtro brillante y transparente o uno opaco y gris”.

Cuenta a continuación la historia del discípulo de un venerable sabio que estaba sorprendido de que su maestro estuviese siempre sonriente y feliz a pesar de las dificultades que vivía. Un día le dijo:

– Maestro, ¿cómo es que se te ve siempre tan contento y satisfecho?

El maestro contestó:

– Cada mañana, cuando me despierto, me hago esta pregunta a mí mismo: ¿qué elijo hoy, alegría o tristeza? Y siempre elijo alegría.

Aun es posible la alegría. Hay motivos indiscutibles. El descenso de la curva del contagio, la escalada imparable de curaciones, la disminución diaria de fallecidos, la búsqueda apresurada de antídotos y vacunas, el trabajo heroico de los sanitarios, la multiplicación incesante de acciones solidarias, la convivencia familiar, el tiempo libre para actividades de ocio, la próximas salidas de los niños y las niñas, la esperanza del regreso a la vida normal, el aprendizaje online de la mano de maestros y maestras sacrificados y entusiastas…

He leído recientemente la novela finalista del último premio Planeta 2019, “Alegría”, del aragonés Manuel Vilas. En la página 145 se puede leer: “Porque la alegría es mi responsabilidad como ser humano. Es la fundación de mi naturaleza”. En la penúltima página desea el autor que la alegría sea contagiosa, “con un contagio que vaya de un ser humano a otro ser humano en una cadena sigilosa”. Y yo añado: ojalá se contagie la alegría con más celeridad y eficacia que se transmite el coronavirus.

Mario Benedetti habla con su admirable sensibilidad poética de la alegría:

“Defender la alegría como una trinchera/ defenderla del escándalo y la rutina/ de la miseria y los miserables/ de las ausencias transitorias/ y las definitivas/ defender la alegría como un principio/ defenderla del pasmo y las pesadillas/ de los neutrales y los neutrones/ de las dulces infamias/ y de los graves diagnósticos/ defender la alegría como una bandera/ defenderla del rayo y la melancolía/ de los ingenuos y de los canallas/ de la retórica y de los paros cardíacos/ de las endemias y las academias/…”. He querido acortar esta cita. Y no he podido hacerlo antes. A medida que iba transcribiendo me invadía el temor de que yo no podía decir nada mejor que lo que estaba diciendo en su poema mi admirado Benedetti. Por eso es el poeta quien pone el punto final.

martes, 31 de octubre de 2023

Tiempo varado, poemas a modo de Haiku

Tiempo varado.    

Vienen a continuación una serie de pequeños poemas a modo de haikus. 

    Digo a modo de haikus porque, en puridad, me temo que no pueden ser considerados como tales. Así es, si se entiende por haiku al tipo de poema original de ese nombre que ha de construirse con unas reglas que yo no he respetado en la mayoría de los que habitan en estas páginas. Por cierto, como me parece a mí que ocurre con la inmensa mayoría de sus creadores contemporáneos occidentales. 

     En el sentido más estricto, un haiku es un viejo poema japonés que empezó a escribirse en el siglo XIII con tres versos de cinco, siete y cinco sílabas y que debiera tener dos partes. Una primera ubica espacial o temporalmente al poema, y la segunda contiene una acción espontánea, simple y que impacta en quien lo lee como una especie de rayo inesperado. El purismo exigiría que el haiku contenga en esa primera parte un “kigo”, es decir, una referencia a la estación del año a la que se refiere el poema. De no llevarla, sería un muki y no un haiku. También habría de contener una escena cercana a lo cotidiano y una sensación, expresadas con estilo muy sencillo y directo, y todo ello compuesto con un corte gramatical o cesura. Si de ambas cosas carece, de kigo y de esta última cesura, y si además el poema habla de relación o convivencia entre personas, tampoco sería haiku en puridad, sino un senryū, su hermano rebelde, según se dice.  

      Me parece que fue Roland Barthes, en su libro El imperio de los signos, quien mejor, con más sencillez y luminosidad, ejemplificó lo que es un haiku: “El haiku reproduce el gesto indicativo del niño que muestra con el dedo alguna cosa, diciendo tan solo: ¡esto!, ¡mira allá!, ¡oh!, ¡ah!”. 

     Los poemas de esta pequeña obra quizá puedan llamarse generosamente haikus si se atiende a que están escritos siguiendo la simple regla de tener tres versos de cinco, siete y cinco sílabas (espero que bien contadas) y a que reflejan sentimientos o sensaciones sin demasiada complejidad, de la manera más simple posible y queriendo jugar siempre con cierto doble sentido, provocar la confusión y presentar con espontaneidad las heridas, sorpresas, risas, amores, quebrantos o lamentos que seguramente todas las personas -como el autor en este caso llevamos dentro. 

      He tardado mucho tiempo en completar esta colección de haikus (¿se me permite, entonces, que los llame así?) porque no los he podido escribir cuando me lo he propuesto. Decía José Hierro que la poesía se escribe cuando ella quiere y, al menos a mí, eso es lo que me ocurre. Los haikus que siguen han salido por su propia cuenta y riesgo, a cualquier hora, y algunos en los momentos en que menos podía yo pensar que se me iba a ocurrir escribir un verso. 

       Aunque parezca ordenada, en la secuencia con que los presento en estas páginas no hay orden ni concierto. Y tampoco hay siempre tras ellos -o sí, esa es la gracia- personas, espacios o momentos reales. A mí me ocurre lo que decía Graham Green que le pasa a todas las personas reales: estamos repletos de seres imaginarios. Aunque, al mismo tiempo, debo decir que cada haiku está donde ha querido estar y que yo lo he puesto donde ambos hemos convenido que es su sitio. Lo mismo que todos llevan consigo rostros, almas o situaciones reales, porque mis seres imaginarios también están repletos de personas reales. Aquí, cualquier verso puede ser, al mismo tiempo, lo que dice o parece, y lo contrario; tener detrás a alguien, o que ese alguien no sea nadie. 

        Es sabido que trasladar a versos los sentimientos es algo así como desnudarse en público. A mí eso me produce, por un lado, cierto pudor, pues imagino mirándome como un voyeur a quien, tras cada verso, tan sólo quiera ver lo que del mí real pueda haber. Aunque, por otro, me divierte imaginar las confusiones que ese afán por descubrir provocará, sin duda, en quien quiera ir más allá de lo que son siempre los versos, un sueño, una fantasía, la palabra que se dice y no se dijo o la que, dicha, cobra ahora otro sentido; un juego, la emoción y la magia que permite a cada cual ver en ellos lo que cada quien quiere ver. Según el sofista Gorgias, un engaño. Pero, cuidado. Un engaño, decía, en el que quien engaña es más honesto que quien no engaña, y quien se deja engañar más sabio que quien no se deja. 

          Casi todo lo que he hecho en mi vida (desde luego, lo más importante e incluso lo que más sacrificio, renuncias, dolor o coste me ha supuesto) lo he realizado siempre por amor, solamente por el gusto de hacerlo o por ambas cosas a la vez, es decir, sin tener más ambición que la de sentirme libre y feliz viviendo la experiencia que, en cada caso, conllevase mi elección. A mí, sin duda, me ha pasado lo que Jean Paul Sartre dijo (no me atrevería yo a decir si con acierto) que le ocurre a todos los seres humanos: he vivido condenado a ser libre. 

          Publicando modestamente estos versos modestos vuelvo de nuevo a perseguir simplemente ese placer de hacer algo sólo por el gusto de hacerlo. Si bien ahora, eso sí, desearía que semejante satisfacción fuese compartida y que, a quien los lea, le gusten estos haikus y los disfrute. Aunque simplemente sea por el mero hecho de leerlos, o quizá de leerme. 

Juan Torres López. 
Sevilla, octubre de 2023. 

lunes, 2 de enero de 2023

Cien años de José Hierro, de la cárcel al Premio Cervantes.

En el centenario de su nacimiento, varios libros y una exposición en la Biblioteca Nacional repasan la vida y obra de uno de los autores clave del siglo XX español. Preso del franquismo, premio Cervantes y académico remolón, conoció el mayor de los éxitos con su último libro: ‘Cuaderno de Nueva York’

Unos meses antes de su muerte, me solicitaron de este periódico una semblanza de José Hierro (1922-2002), ingresado en estado muy grave en el hospital de una ciudad no lejos de la mía. Eufemismos aparte, se me pedía una necrológica para esa noche. Por si acaso. Aunque eran usos habituales, procedentes de un mundo sin Wikipedia, redacté aquella nota sintiéndome un villano. No me alivió la analogía con el Pereira de la novela de Tabucchi, quien acopiaba información para su periódico a fin de que los obituarios que había de componer sobre muertos aún vivos no le pillaran de improviso. Aquel escrito mío no tuvo que publicarse, aunque la prórroga que se le concedió al poeta duró poco.

Hasta aquí mi pellizco de mala conciencia. Lo recuerdo ahora porque, pese a que llevaba dadas muchas vueltas en torno a su poesía, tuve la incomodidad añadida de escribir de alguien que, en su sencillez, me resultaba inescrutable. Veinte años después he avanzado poco, al punto de que, antes que aclarar los misterios que lo envuelven, me limitaré a desplegarlos.

Siendo un adolescente pasó por numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos, entre ellos su padre El primero de tales misterios consiste en que, siendo Hierro autor de 15 o 20 poemas en rigor excepcionales, cuando se habla de él suelen enfatizarse ciertos rasgos inesenciales que, quizá por consabidos, parecen impostados: el chinchón, la escritura en un bar acunado por el sonsonete de las tragaperras, las zapatillas incompatibles con el estatus académico, su modo aparatoso de quitarse importancia, los cigarros a hurtadillas en los paréntesis de la botella de oxígeno, sus artes culinarias (¡ah!, esas paellas que acaso aprendiera a preparar cuando el malogrado José Luis Hidalgo, con el señuelo de un trabajo inexistente, lo reclamó a su lado en Valencia para alejarlo de Santander, donde pesaba mucho su pasado carcelario). Él no puso ningún reparo en dar pasto a esa imagen, como si quisiera abroquelar la poesía tras un anecdotario de llaneza campechana.

El segundo misterio se produce por su empecinamiento en vestirse con el uniforme de la grey: “Yo, José Hierro, un hombre / como hay muchos”. En la poética que redactó para la Antología consultada (1952) de Francisco Ribes, afirmó, en línea con los socialrealistas, que el poeta debería cantar “lo que tiene de común con los demás hombres, lo que los hombres todos cantarían si tuviesen un poeta dentro”, privilegiando el documento sobre el monumento: “Si algún poema mío es leído por casualidad dentro de cien años, no lo será por su valor poético, sino por su valor documental”. Qué placer comprobar que se equivocaba. Y cuando esa caracterización se hizo imposible de sostener, especialmente a partir de Libro de las alucinaciones (1964), recurrió a una dicotomía entre los poemas que llamaba reportajes y los que llamaba alucinaciones, aunque las a menudo contradictorias definiciones que da de ellos confunden más que aclaran, me malicio que a sabiendas. Lo evidente es que algunos de esos reportajes generan en nuestro interior deslumbramiento espiritual y ofuscación de los sentidos. Quien lo dude, lea su poema ‘Réquiem’ (Cuanto sé de mí, 1957), donde la asepsia notarial, fría como las luces de un tanatorio, origina una llamarada que se propaga hasta incendiarlo todo.

Un tercer misterio afecta a su insistencia en considerarse un poeta agotado desde los primeros compases, como si su poesía fuera un remanente fósil del poeta que fue un día. Dado a conocer en 1947 con Tierra sin nosotros y Alegría (premio Adonáis), para entonces tenía casi rematado su libro Con las piedras, con el viento…, publicado en 1950 porque perdió el manuscrito y hubo de rehacerlo a partir de una copia incompleta de 1947 que conservaba el matrimonio Ribes-Escolano. En el prólogo, un Hierro aún veinteañero afirmaba que la poesía “en mí se va apagando”, y en ‘El canto seco’, de Quinta del 42 (1952), el poeta de 30 años escribe: “No cantaré ya nunca más. El canto / se me ha secado en la garganta”; versos, por cierto, que remiten inequívocamente al Antonio Machado de ‘A Xavier Valcarce’. Y así muchas veces. Desde Libro de las alucinaciones pasaron cerca de tres décadas hasta Agenda (1991). Su idea de poeta amortizado le hacía sorprenderse del éxito del reeditadísimo y terminal Cuaderno de Nueva York (1998), que contiene una vanitas titulada ‘Vida’ que, en modo soneto, hubiera firmado un Quevedo en estado de gracia: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada”.

La música de su poesía es un misterio: Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro. Solo después habilita una letra El último misterio, este auténticamente gozoso, es el de la música de su poesía. Hierro oye primero los sones y secuencias rítmicas del poema futuro; solo después habilita una letra, que corre a zaga de la música callada. Cuando semántica y fonética alcanzan a concertarse, surge el poema memorable. A este proceso, escoltado por algún añadido de acarreo, dedica Lorenzo Oliván Las palabras vivas, con la sabiduría de quien, poeta como es, no confunde la carraca métrica con la espiración rítmica.

El mismo Oliván es el antólogo de los poemas de Vida: Biografía y antología de José Hierro, cuyo título va más lejos que su contenido, pues no se nos ofrece una biografía atenida a las convenciones del género, sino un conjunto de textos de Jesús Marchamalo que conforman una semblanza incitadora del poeta. En ella se adivina el genio creador de un muchacho que conoció el dolor y la alegría; residió, poco más que adolescente, en numerosas cárceles franquistas por colaborar con una agrupación de ayuda a los presos —entre ellos su padre, que salió de la cárcel para prepararse a morir—, y peregrinó de un empleo a otro manteniendo la fidelidad a esa vocación que, de puertas afuera, parecía llevar al desgaire, como si se excusara por ser lo que de ningún modo hubiera renunciado a ser. De orden heterogéneo, pero con valiosos trabajos y material iconográfico —al igual que Vida—, es el catálogo coordinado por Juan José Lanz para la exposición del centenario en la Biblioteca Nacional, que cierra este rastreo por el territorio de un autor fundamental de nuestra poesía.

https://elpais.com/babelia/2022-12-28/cien-anos-de-jose-hierro-de-la-carcel-al-premio-cervantes.html