Rian Malan, amigo de negros, activista anti-apartheid, se consideraba a sí mismo un «blanco justo», al margen de los pecados de sus antepasados, hasta que comenzó a trabajar como reportero de sucesos para un periódico de Johannesburgo, y descubrió que en otro país su tarea hubiera sido informar sobre delitos comunes, pero en Sudáfrica cubría el frente de una guerra civil no declarada. Malan escribe sobre el horror de Sudáfrica aceptando el horror escondido en su propio corazón, en su corazón de traidor.
Yo me pregunto algo parecido cuando tomo partido en la guerra de los sexos. Una guerra que, según Spengler, ”existe desde que hay sexos, una guerra silenciosa, amarga, sin cuartel”. ¿Qué hace un hombre, me pregunto, defendiendo la causa de las mujeres? ¿Es que no saben defenderse solas de la opresión, de la injusticia, de la discriminación? ¿Es legítimo que quienes hemos permanecido durante siglos oprimiendo queramos desplegar ahora la bandera de la liberación? Lo más lógico ante esta posición de algunos hombres es que las mujeres manifiesten recelo, desconfianza y, a veces, indignación.
No hay que esperar a que se celebre el Día Internacional de la Mujer, que hoy conmemoramos, para pensar hablar y actuar sobre los problemas que la igualdad entre hombres y mujeres. Que no son pocos. Hay quien piensa que el problema no existe. Ahí está Vox defendiendo con un descaro inconcebible que no existe la violencia de género, a pesar de las evidencias clamorosas y horribles que cada día corrompen nuestra convivencia. Hay quien entiende, lamentable y erróneamente, que ya está todo hecho porque las leyes sobre igualdad son claras y contundentes. Pero, como dice Michel Crozier en el título de uno de sus libros, “No se cambia la sociedad por decreto”. Porque la ley no transforma las concepciones y las actitudes de las personas.
Lo cual no quiere decir que esas leyes no sean necesarias. Leyes de las que se burla nuestra ultraderecha, calificándolas de inútiles, porque siguen existiendo muertes de mujeres, violaciones y acciones violentas. ¿Se han preguntado cómo sería la realidad si no hubieran existido esas leyes?
La protagonista de la liberación de la mujer es la mujer. Entre otras razones porque la liberación es una tarea de quien se libera, no de quien libera. No hay mayor opresión que aquella en la que el oprimido mete en su cabeza los esquemas del opresor. Y si la mujer no evoluciona de poco sirve la acción externa. La libertad concedida solo produce transformaciones superficiales. La libertad conquistada llega a las esferas más profundas.
¿Por qué los hombres tenemos que estar en esta lucha? ¿Por qué tenemos que ser feministas? Porque, en primer lugar, los hombres tenemos mucho que pensar y muchísimo que cambiar. Lo acabamos de ver en estos meses con los dolorosos y lamentables casos de Iñigo Errejón y Juan Carlos Monedero. Hombres convencidos de la causa, que la han defendido públicamente. Llevamos muchos siglos de malos aprendizajes, de costumbres discriminatorias, de prácticas machistas, de lenguaje sexista, de religiones androcéntricas… Esos comportamientos detestables les sirven a Vox y al PP para atacar a la izquierda, pero no les llevan a replantear sus teorías negacionistas.
En segundo lugar porque la cuestión nos afecta de forma directa y persistente en las relaciones personales, laborales y sociales. Buena parte de nuestra vida tiene que ver con la comunicación entre sexos. Una relación que debe ser sana, respetuosa, justa, igualitaria, equilibrada para que se produzca una convivencia feliz.
En tercer lugar porque la coeducación, que es el camino, es una tarea de todos y de todas. En las familias, en las escuelas, en la sociedad, hombres y mujeres tenemos el compromiso de formar en la igualdad a los alumnos y a las alumnas, a los hijos y a las hijas. Porque todavía queda mucha discriminación en las expectativas, en las oportunidades, en las relaciones, en los trabajos, en los juegos, en la elección de carrera, en las tareas. domésticas, en la remuneración del trabajo, en la sexualidad, en la moral, en la publicidad… En todo, porque el androcentrismo se cuela por las rendijas más recónditas.
Y más si se tiene en cuenta que nadie puede garantizar que los logros conseguidos no se pierdan. De hecho, cuando veo comportamientos de algunos jóvenes y de algunas jóvenes de hoy pienso que se ha producido un retroceso. Baste ver el entusiasmo con el que se cantan y bailan letras de canciones rabiosamente sexistas o cómo los celos y los controles de los novios crecen como los hongos…
El avance del feminismo encuentra hoy algunas trabas que quiero plantear, aunque con la brevedad que exige el espacio del que dispongo.
Primera. La ola ultraderechista que nos invade se muestra beligerante contra la “ideología de género”: lo dice Milei en Buenos Aires, Trump en EE.UU., Orban en Hungría, Meloni en Italia, Abascal en España… Son fuerzas que están remando en la dirección opuesta al avance de la igualdad. Existe una perversa alianza entre el poder y el dinero. Y ese matrimonio oscuro tiene fuerza para llegar a través de las redes a las mentes. ¿Si no hay violencia de género por qué habría que luchar contra ella?
Segunda. Existe una trampa sibilina que se suele enunciar con la etiqueta de “el mito de la excepción”. Si una mujer ha podido llegar a la cumbre (en la política, en la ciencia, en la literatura, en la academia, en el ejército)… todas pueden llegar. Pues no. El problema está en que no existe igualdad de oportunidades.
Tercera. La discriminación adquiere formas cada vez más sutiles. Por eso hacen falta mecanismos más elaborados para detectarlas. Y actitudes más comprometidas para superarlas. Dice Alejandro Dumas que las cadenas del matrimonio son tan pesadas que hacen falta dos personas para arrastrarlas y, a veces, tres. Pero, ¿Por qué se considera al adúltero una persona afortunada y a la esposa adúltera una mujer libertina? En esa diferencia está la calve de la discriminación. Cuentan que un rey tuvo noticia de que había en el reino un individuo que se parecía extraordinariamente a él. Curioso, e incluso, inquieto, hizo llamar a palacio a quien decían que era su vivo retrato. Cuando le tuvo en su presencia quedó asombrado de su parecido y decidió invitarle a comer. Al finalizar la comida el rey pregunta a su invitado:
-¿Sabe usted si, por esos años, su madre sirvió en palacio?
No. majestad, quien sirvió en palacio durante aquellos años fue mi padre. El baldón estaba precisamente ahí, en el deshonor de la reina, no en la hombría del monarca. Historias de este tipo demuestran que no hay una moral equivalente, que no existe igualdad, Afortunadamente las cosas están cambiando. Lentamente. Dificultosamente. Pero queda mucho camino por recorrer
Cuarta. Cuando se alcanza un objetivo feminista, suelen aparecer algunos problemas colaterales. Pondré un ejemplo. Cuando se consiguió romper la reclusión de la mujer al ámbito doméstico y comenzó a trabajar fuera de la casa, se encontró con que en la nueva situación tenía que hacer frente a dos trabajos, el de fuera de la casa y el de dentro. Hace tiempo vi una viñeta en la que se encuentra el marido sentado en un sillón de la casa con su maletín de empresario a los pies. La mujer está entrando a la casa con un maletín parecido en la mano. Y él pregunta:
¿Qué hay para cenar?
Por otra parte, hay quien cree que cuando los dos trabajan da igual que la mujer gane más o tenga mejor posición. Pero la cultura sigue imponiendo patrones de comportamiento y actitudes machistas. Detrás de cada mujer empresaria con éxito hay todavía en muchas ocasiones un hombre… mosqueado.
El hombre ha de revisar sus concepciones, sus actitudes y sus comportamientos sexistas. Debe respetar a las mujeres con quienes se relaciona. Ha de compartir con ellas derechos y deberes, dolores y alegrías. Ha de permanecer sobrecogido y admirado hacia la insondable psicología de la compañera de su vida. Lo dice con hermosas e inquietantes palabras Eduardo Galeano: “He dormido al lado de una mujer, he dormido al borde un abismo”.
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