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miércoles, 10 de octubre de 2018

De cómo ha cambiado la sociedad siria. Recogiendo los pedazos.

Synaps.network

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández.

La guerra de Siria ha transformado el país de forma devastadora y sutil. Si bien muchos de los cambios han sido a peor, ha habido otros que inspiran un cauto optimismo: los sirios han demostrado un incansable ingenio para adaptarse a cada una de las etapas de un conflicto horrendo, acertando a rescatar retazos de dignidad, solidaridad y vitalidad de entre circunstancias de pesadilla.

Por lo general, lo han hecho en sus propios términos, haciendo frente a cambios prácticamente ignorados por todos aquellos que afirman ayudarles o representarles. Esas transformaciones no han estado presentes en las conversaciones de paz ni en las políticas de poder, y rara vez se han tenido en cuenta en los esfuerzos de ayuda. Al parecer, también escapan a la percepción del creciente grupo de forasteros que pueden visitar Siria, que a menudo comentan que las cosas son más “normales” de lo que pensaban: los cafés damascenos están llenos de gente, las tiendas han vuelto a abrirse en Alepo y los funcionarios de diversas nacionalidades pululan por allí con planes más que optimistas para el futuro.

Ciertamente, la sociedad siria ha sufrido tales alteraciones que va a necesitarse tiempo para poder asumirlas. Por ello, se impone llevar a cabo una reevaluación completa si queremos comprender incluso las realidades más básicas existentes y en evolución hoy en Siria. Para evaluar la magnitud de estos cambios, las aportaciones de los sirios normales y corrientes son las que ofrecen las orientaciones más potentes.

No es país para jóvenes

Puede sostenerse que la aniquilación de la población masculina siria representa el cambio más fundamental sufrido por el tejido social del país. Como toda una generación de hombres ha quedado reducida a causa de la muerte, la discapacidad, el desplazamiento forzoso y la desaparición, quienes allí permanecen han sido en gran medida absorbidos por un sistema violento y corrupto centrado en las facciones armadas.

Una familia alauí de un pueblo costero brinda una ventana a la devastada situación de la población masculina, incluso en un territorio que ha permanecido firmemente bajo control del gobierno. De tres hermanos, a uno le mataron en una batalla, otro quedó paralítico por una bala en la espina dorsal y el tercero –un funcionario civil mal pagado de 30 años- vive con el temor de que le llamen a filas. Su madre resumía así su situación:

“Estamos hartos de la guerra. Se me llevó un hijo y otro está medio muerto. Al más joven podrían enrolarle en cualquier momento. Confío en que Dios ponga fin a esta guerra; las tumbas están llenas de hombres jóvenes.”

Su historia es la típica de un pueblo de 3.000 habitantes, que a su vez refleja las realidades de muchas comunidades ligadas socioeconómicamente al aparato militar y de seguridad. Según las propias estimaciones de la familia, que coinciden con la información proporcionada por un director de una ONG activa en la zona, 80 hombres de la aldea han muerto y 130 resultaron heridos, lo que representa un tercio de la población masculina de entre 18 y 50 años. Los dos tercios restantes han sido abrumadoramente absorbidos por el ejército o las milicias.

La violencia, que ha consumido tantas vidas, ha generado también fuentes indispensables de ingresos. En esta familia en particular, el hermano paralítico depende de su pensión de veterano de apenas 60 dólares al mes (todas las cifras en dólares son aproximadas, y se redondean a una tasa de cambio de 500 libras sirias por dólar). La viuda de su hermano recibe una asignación mensual equivalente a 35 dólares, que distribuye la milicia para la que combatía cuando murió en batalla. Sin embargo, esos estipendios están lejos de ser suficientes, y otros miembros de la familia tienen que buscar algún tipo de trabajo para poder llegar a fin de mes. El padre, de 65 años, que también es veterano del ejército, dijo desanimado: “Con un hijo mártir y otro destrozado, mi hijo sano y yo trabajamos día y noche para poder alimentar a la familia”.

Similar malestar ha echado raíces en las zonas anteriormente controladas por las facciones de la oposición que después fueron retomadas por las fuerzas sirias. Aunque muchos de sus jóvenes han sido asesinados o han tenido que huir, quienes allí permanecen tienen que hacer frente a potentes incentivos para que se incorporen a los grupos armados alineados con el régimen. Si lo hacen, tienen la oportunidad de salvarse a la vez que de ganar un jornal, lo que proporciona una alternativa al reclutamiento en el ejército regular, que combina un sueldo pésimo con el riesgo mortal de que te desplieguen en fronteras alejadas.

La mitad oriental de la ciudad de Alepo es un ejemplo de esa tendencia. Devastada por los años de asedio y bombardeos del gobierno, dispone de mínimos servicios, una economía arrasada y la inseguridad que provocan las milicias sin control. “Si quieres protegerte a ti mismo y a tu familia, tienes que incorporarte a una milicia”, comentó un hombre de mediana edad de la barriada de Yasmati. “La zona está infectada de delincuentes asociados con las milicias de la Defensa Nacional. Cada grupo controla un barrio determinado y en ocasiones luchan entre sí por el reparto del botín. Los comerciantes tienen que pagar por su protección a esas milicias. A uno de ellos, que se negó a hacerlo, le quemaron la tienda”.

En este contexto, portar armas conlleva un natural atractivo. Un hombre del barrio de Masakin Hanano describía esta dinámica:

“Los jóvenes que se quedaron en la zona este de Alepo se han unido a las milicias porque ofrecen soluciones a algunos de los peores problemas a que nos enfrentamos. Los combatientes consiguen un salario decente, pero también otros beneficios, por ejemplo, más amperios para los generadores privados, porque los proveedores de electricidad reducirán el precio si saben que están tratando con un miliciano.”

Otro vecino de la misma zona explicaba que él y su familia podían pasar desapercibidos gracias a la posición de sus dos hijos en la brigada Baqir, que cuenta con los apoyos de Irán y facilita no sólo salarios mensuales sino también oportunidades para agenciarse artículos para el hogar procedentes del saqueo.

Por toda Siria, los jóvenes que desean evadir el servicio militar obligatorio, ya sea en el ejército regular o en las milicias, disponen de pocas alternativas. La mayoría de los que pueden permitirse salir del país, lo hacen; otros se benefician de una exención otorgada a los estudiantes universitarios, mientras que un tercer subconjunto puede disfrutar de un aplazamiento debido a su condición de ser el único varón de su generación en una familia nuclear. Otros pueden pagar sobornos exorbitantes para eludir el reclutamiento o se confinan en sus casas para evitar ser detectados, haciéndose invisibles tanto para el ejército como para la sociedad en general. Algunos soportan múltiples pruebas de este tipo para permanecer tan sólo en un estado de limbo indefinido debido a la naturaleza contingente y precaria de estas soluciones. Un hombre de unos treinta años relató su experiencia después de que las fuerzas leales retomaran su ciudad natal en los suburbios de Damasco en 2016:

“Me enfrentaba a dos opciones: pagar de 3.000 a 4.000 dólares para pasar de contrabando a Turquía o al Líbano, o unirme al ejército o a una de las milicias. Había alrededor de nueve de esas facciones en mi ciudad, dirigidas por jóvenes vinculados a los servicios de seguridad. Para los hombres que no desean combatir, existe un acuerdo tácito para que el jefe de cualquier facción puede registrarte como combatiente y después dejarte vivir tu vida. A cambio, tienes que pagarle de una sola vez a ese comandante un soborno que oscila entre 250.000 y un millón de libras sirias [de 500 a 2.000 dólares], además de tu salario mensual de la milicia y, en ocasiones, una suma mensual adicional de hasta 50.000 libras [100 dólares].

En mi caso, el coste de pasar de contrabando era demasiado alto; además, tengo esposa e hijos aquí. Así que gasté más de 500.000 libras [1.000 dólares] para arreglar las cosas con una facción. Por simple mala suerte, esa facción se disolvió y perdí mi dinero y mi libertad de movimientos. Ahora estoy confinado en mi casa, teniendo que depender de los ahorros y de la ayuda de la familia. Ya no sé qué hacer.”

En otras palabras, incluso la menguante cohorte de jóvenes que consiguió mantenerse con vida en Siria llevará durante mucho tiempo sus propias cicatrices: o por el trauma de tener que unirse a las milicias o por las desesperadas medidas tomadas para eludir hacerlo.

Inevitablemente, la devastación de la fuerza de trabajo masculina de Siria afectará en gran medida en los esfuerzos para recuperar la economía del país. Un industrial de Alepo lo expresaba de forma sencilla: “Hablo con los propietarios de las fábricas y dicen que quieren reabrir sus fábricas pero que no pueden encontrar trabajadores. Cuando los encuentran, los servicios de seguridad o los milicianos llegan y, para empezar, arrestan a esos trabajadores y extorsionan a los propietarios por haberlos contratado”. Con tan pocas perspectivas en el horizonte de que las empresas locales consigan rendimientos, se necesitarán años para resolver este callejón sin salida a nivel económico.

A nivel político, la guerra ha mutilado a la misma generación de jóvenes que encabezó el levantamiento en Siria. Aquellos que permanecen en el país se han visto forzados a someterse, o han sido reclutados por la fuerza en el mismo aparato de poder contra el que se habían levantado. El resultado es una sombría paradoja: aunque prácticamente todos los problemas que desencadenaron el levantamiento de Siria en 2011 se han exacerbado, la sociedad ha quedado aplastada hasta el punto de casi garantizar que ningún movimiento reformista de base amplia va a poder materializarse en la generación que está por venir.

Canibalización económica

Las desesperadas circunstancias a que se enfrentan los jóvenes sirios alimentan y se ven reforzadas por una segunda transformación fundamental: la destrucción de la economía productiva de Siria y su sustitución por una economía de canibalización sistemática en la que los segmentos empobrecidos de la sociedad siria sobreviven cada vez más a base de depredarse unos a otros.

La manifestación más visible de esta nueva economía es una cultura de saqueo tan desarrollada y arraigada que la lengua vernácula siria ha incorporado un nuevo término –taafish- para describir una práctica que va mucho más allá del robo de muebles para incluir extremos tales como desmantelar los tendidos de electricidad y plomo de casas, calles y fábricas.

Un ejemplo reciente y particularmente espectacular de este saqueo sistemático se produjo con el regreso de las fuerzas pro-Asad a Yarmuk, un campo palestino en expansión al sur de Damasco, en abril de 2018. La caída de Yarmuk desató una ola de saqueo que sigue vigente desde el mes de junio y que va a dejar el paisaje urbano casi irreparablemente arrasado. El nivel de depredación es tal que incluso algunos milicianos partidarios de Asad expresaron sentirse conmocionados, sobre todo porque sus mismas propiedades se convirtieron en objetivos de otras facciones. “Vi a soldados uniformados usar un tanque del ejército sirio para arrancar cables eléctricos a seis metros bajo tierra”, comentó un combatiente de una facción palestina leal al régimen que estaba luchando por recuperar las pertenencias de su apartamento antes de que pudiera ser saqueado. “Vi a soldados de unidades de élite saqueando hospitales privados y oficinas gubernamentales. Esto no es sólo un saqueo, es un sabotaje de toda la infraestructura esencial”.

Se ha sabido de vecinos desesperados que estaban destrozando sus propiedades para impedir que se beneficiaran los grupos armados. Una de esas personas explicaba:

“Regresé a mi apartamento sólo para recuperar los documentos oficiales y algunas piezas de oro que había escondido. Lo hice y luego destruí mis propios muebles y electrodomésticos porque no quiero que esos tipos ganen dinero a mi costa. Me disponía a quemar mi apartamento, pero mi esposa me contuvo; no quería que causara daños en otros pisos del edificio.”

A medida que este flagelo se ha extendido por Siria, el botín ha creado microeconomías por derecho propio, desde el reciclaje de escombros hasta la proliferación de mercados taafish, donde las personas compran bienes de segunda mano robados a otros sirios. Muchos no tienen más remedio que utilizar estos mercados para reemplazar sus propias pertenencias robadas. Un funcionario explicaba el proceso de regresar a su ciudad natal, Deir Ezzor, después de dos años de desplazamiento en Damasco:

“En octubre de 2017, me ordenaron volver a Deir Ezzor para reanudar mi trabajo para el gobierno. Me sorprendió descubrir que mi edificio de apartamentos había sido desmantelado. Lo habían robado todo. Mi hermano me ayudó a encontrar un dormitorio sencillo y me compró algunos bienes saqueados para amueblarlo. La gente de Deir Ezzor ha perdido dos veces: primero perdimos nuestros objetos de cocina, camas, todo; y luego sentimos que habíamos perdido de nuevo al tener que comprar bienes saqueados a otros.”

Los sirios desplazados que tratan de regresar a sus hogares deben navegar, de muchas maneras, por un complicado y costoso proceso de compra en sus propios vecindarios. Además de los costes directos ocasionados por daños y robos, estas personas tienen que enfrentarse a actos depredadores que van desde peajes informales en puestos de control hasta tarifas extorsionistas impuestas por varias ramas del Estado incluso por servicios básicos inexistentes. Un comerciante de textiles entrado en años de la ciudad vieja de Alepo señalaba los costes siguientes:

“Gasté tres millones de libras sirias [6.000 dólares] en poder reabrir mi arrasada tienda. Por si no fuera suficiente con eso, las agencias del gobierno me exigieron que pagara los recibos del agua y electricidad -más los impuestos sobre las ganancias- de 2013 hasta 2017. Les dije que mi tienda había permanecido cerrada, que no había ganado dinero alguno y que no había utilizado agua ni electricidad, pero me obligaron a pagar de todas formas. Después gasté siete millones de libras sirias [13.500 dólares] en comprar textiles nuevos porque mi tienda había sido totalmente saqueada.

Así pues, en total, gasté diez millones de libras [20.000 dólares] para poder reabrir mi tienda. Ahora consigo unos beneficios de entre 6 a 8 dólares diarios, que apenas me dan para cubrir los gastos de comida, electricidad, agua e impuestos. Pero es mejor que pase los días en el mercado que quedarme sentado en casa dándole vueltas a la situación hasta que me dé un infarto.”

Los sirios han tenido también que recurrir a recursos preciosos para pagar a los funcionarios por la información sobre familiares desaparecidos, por ejemplo, o sobre su propio estatus en la extensa lista de personas “buscadas” en Siria. Para aquellos que desean confirmar que no serán detenidos al cruzar la frontera con Líbano, la tarifa actual es de aproximadamente 10 dólares, que la mayoría de las veces se pagan a un empleado del Departamento de Migración y Pasaportes.

Si bien gran parte de la economía depredadora de Siria está vinculada directamente a la violencia, la guerra ha generado innumerables formas más sutiles de depredación que perdurarán y evolucionarán en los próximos años. Esta economía caníbal, que abarca a todos los que han llegado a depender de la extorsión para su propio sustento, se extiende a la cohorte de abogados, agentes de seguridad y funcionarios civiles que se han posicionado como “intermediarios” en el mercado de documentos oficiales, como son los relativos al nacimiento, certificados de matrimonio y defunción. Un número incalculable de sirios han pasado por eventos vitales fundamentales mientras se encontraban en un territorio fuera del control del gobierno; para evitar el purgatorio legal tanto dentro como fuera de Siria, a menudo pagan sumas exorbitantes a los intermediarios para facilitar la documentación. Un abogado con base en Damasco explicaba cómo esta industria en crecimiento ha transformado su propia profesión:

“En la actualidad, incluso los abogados más veteranos están trabajando como intermediarios de documentos. Un intermediario bien conectado gana de 30 a 40.000 libras [60 a 80 dólares] al día; esto equivale aproximadamente al salario mensual de un funcionario civil educado en la universidad. Como resultado, muchos empleados del gobierno renuncian y trabajan como intermediarios para ganar más dinero.

Y todo eso es realmente un negocio, no una obra de caridad: cada agente toma dinero incluso de sus propios hermanos y hermanas. La semana pasada un colega me trajo a su cuñado. Le pregunté para qué me necesitaba cuando podía conseguir él mismo todos los papeles. Me explicó que no puede coger el dinero de su propio cuñado, pero que yo sí podía hacerlo y darle luego la mitad.”

Estas dinámicas canibalistas son aún más perniciosas por su capacidad de autoperpetuarse. La multiplicación de las formas de depredación ha acelerado la salida del capital humano y financiero de Siria, dejando atrás un país poblado en gran medida por una clase inferior que puede aspirar a poco más que a la subsistencia. Las demandas de supervivencia, a su vez, empujan a un número cada vez mayor de sirios normales al círculo vicioso de las industrias depredadoras, si no como depredadores, como beneficiarios de segundo orden de la depredación a través de la compra o recepción de bienes saqueados, la dependencia de ingresos basados en la extorsión a parientes, y así sucesivamente. En otras palabras, la economía depredadora de guerra de Siria se está convirtiendo de forma lenta pero segura en una economía depredadora de la paz.

Muros de miedo y fatiga

Un cambio menos notorio, pero no menos profundo, se plasma en el grado en que la sociedad siria se ha visto obligada a someterse psicológicamente después de un período de despertar revolucionario. Como dicen algunos sirios, Damasco ha sido particularmente eficaz en la reconstrucción de una cosa en medio de la inconmensurable destrucción: el “muro del miedo” que caracterizó al régimen antes de 2011, y que se vino momentáneamente abajo al comienzo del levantamiento.

Esta transformación se relaciona, obviamente, con el resurgimiento del Estado de seguridad de Siria en distintas partes del país del que se había retirado temporalmente. Las áreas que alguna vez se desbordaron de activismo revolucionario han vuelto a estar bajo la atenta mirada de la policía política siria, o mujabarat, haciendo que muchas personas sientan temor de hablar abiertamente fuera de la reclusión de sus hogares. Un investigador de Homs describía el peso de esta presión en su ciudad natal:

“Tengo una amiga que estaba llevando a cabo investigaciones, haciendo preguntas en la calle, con una ONG con licencia. Estaba embarazada. La seguridad vino y se la llevó, sin preguntas, simplemente se la llevaron. La detuvieron durante la noche y la dejaron salir por la mañana sólo porque estaba embarazada.”

Sin embargo, la vigilancia activa, la intimidación y la represión no son los únicos elementos que contribuyen a esta atmósfera tan plomiza. Los sirios abatidos e implicados en la guerra se sienten totalmente agotados y desilusionados con todos aquellos que pretenden dirigirlos o protegerlos, al verse en gran medida reducidos a luchar por la subsistencia cotidiana. El mismo investigador de Homs continuó:

“En 2011, todos hablaban de política, incluso aquellos que no sabían nada de ella. Hoy ya no hablan de política porque no les importa. Quieren vivir. Y tienen que gastar toda su energía tratando de encontrar lo suficiente para comer o intentando sacar a sus familiares de la cárcel.”

Un analista norteafricano que vivió y trabajó durante décadas en Damasco se hacía eco de esta situación describiendo las interacciones actuales con sus amigos en la capital y en sus alrededores: “La gente se siente perdida, frustrada hasta el punto de que no se preocupa por los acontecimientos diarios. Incluso los leales a Asad le dirán francamente: No sabemos hacia dónde nos encaminamos. Nadie es capaz de imaginar el futuro”.

Fragmentando

No sólo se ha doblegado a la sociedad siria, también se la ha desmantelado. A medida que las comunidades tenían que amoldarse a la agotadora rutina de la guerra o el exilio, se iban encerrando en grupos separados que ya no saben nada, o muy poco, los unos de los otros, a pesar de que a menudo tienen mucho en común.

A determinado nivel, la guerra ha desgarrado aún más las fracturas sociales y económicas que existían mucho antes del conflicto. La ciudad de Homs es quizás el microcosmo más doloroso de esa tendencia. Ciudad de mayoría suní con considerables minorías cristianas y alauíes, Homs fue el primer gran centro urbano en levantarse y el primero en degenerar en amargas sangrías sectarias. Casi cuatro años después de ser reconquistados por las fuerzas lealistas, las divisiones comunales de Homs se mantienen brutalmente claras, cambiándolo todo, desde las interacciones sociales comunes hasta los patrones de reconstrucción y el trabajo cívico. Un trabajador de una ONG describió cómo hasta la esfera caritativa de Homs se ha visto moldeada por tales divisiones: “Las organizaciones de beneficencia no eran intrínsecamente sectarias, pero la guerra hizo que se volvieran sectarias. La gente no se siente cómoda trabajando fuera de sus zonas”.

En Homs, como en toda Siria, las separaciones comunales están íntimamente ligadas a la división entre los que se considera que están con el régimen y los que están en su contra, un binario inadecuado e ineludible que ha marcado a familias, barrios, ciudades y pueblos enteros en formas que reverberarán durante décadas. Mientras que la mayoría suní de Homs se puso de parte de la revolución de forma abrumadora, la minoría alauí de la ciudad se movilizó rápidamente contra lo que percibió como una amenaza existencial. Ahora, con el resurgimiento de Damasco, los límites comunales asumen una nueva prominencia, enfrentando al vencedor contra el vencido.

Un hombre de un vecindario alauí en Homs se quejaba de los esfuerzos de rehabilitación en curso en las áreas suníes de la ciudad: “No sé por qué nuestro gobierno está permitiendo estos proyectos de reconstrucción. Deberían estar en nuestros vecindarios, para dar las gracias a las familias que sacrificaron a sus hijos”. Mientras que gran parte de la población suní de Siria se siente silenciada y brutalizada, las comunidades alauíes tienen a menudo su propia narrativa de victimización, combinando reclamaciones legítimas con impulsos vengativos respecto a los suníes, a quienes consideran traidores al país. Los suníes, por su parte, expresan con frecuencia el punto de vista opuesto: que los barrios alauíes han prosperado gracias a especular con la guerra. “Las zonas lealistas se han beneficiado enormemente", comentó un comerciante suní de la ciudad. “Se han convertido en mini-Estados administrados por los shabija [matones lealistas]. Incluso las fuerzas de seguridad no se atreven a entrar en la zona de Muhayirin [una vecindad alauí de clase baja]. Es aterrador, no creo que podamos recuperar pronto la normalidad”.

Homs ejemplifica el abismo cada vez más amplio entre ricos y pobres en Siria, una realidad que ayudó a sentar las bases para el levantamiento y que hoy ha alcanzado proporciones sin precedentes, con una camarilla reducida que está sacando tajada de la economía de guerra mientras que la mayoría se hunde en la pobreza. Un comerciante local suní resumía la situación:

“La guerra ha arruinado aquí toda la actividad comercial. Muchos comerciantes respetables han emigrado o han muerto asesinados. La mayoría de ellos tiene miedo aún de regresar al trabajo. Y ves que los que tienen éxito es por estar cerca de los servicios de seguridad, por denunciar a jóvenes afiliados a la oposición o coger grandes sumas de dinero de las familias que intentan garantizar la liberación de los niños detenidos. Esos son los hombres de negocios que logran prosperar.”

Otras divisiones que se dan por toda Siria son menos visibles, pero no menos insidiosas y provienen de los siete años de guerra brutal y desordenada. De hecho, las puras divisiones basadas en la secta o la clase no describen un paisaje tan complejo y fluido. Algunas brechas son menos dramáticas, casi imperceptibles, excepto para quienes las experimentan de primera mano. Vecinos, colegas, amigos y familiares pueden haber acabado en lados opuestos, a pesar de tener todos los marcadores sociales en común. Cada parte del país tiene su propia red de eventos trágicos que desenmarañar.

De hecho, el conflicto ha generado una enorme acumulación de resentimiento que de momento puede estar siendo reprimido, pero que se no olvidará pronto. Un maestro en Raqqa, por ejemplo, expresaba una sombría perspectiva sobre las perdurables desavenencias que dejó el gobierno del Estado Islámico en esa ciudad:

“Muchos combatientes del Estado Islámico se cambiaron de ropa y se unieron a las Fuerzas Democráticas Sirias [lideradas por los kurdos] para protegerse a sí mismos y a sus familias. Pero son los mismos de siempre; esa gente es mala y seguirá siendo mala. Y habrá venganza. Ahora no, porque todos están ocupados tratando de arreglar sus vidas. Pero finalmente, todos los que sufrieron bajo el ISIS, que tienen algún familiar asesinado por el ISIS, se vengarán.”

El legado de violencia se ve agravado por una feroz competencia por los escasos recursos, lo que genera otra fuente de descontento latente. En Damasco han ido surgiendo diversas gradaciones sutiles entre los habitantes originales y el mosaico de comunidades desplazadas que luchan por los empleos y donaciones de beneficencia. Una mujer desplazada de Deir Ezzor justificaba su sentimiento de culpa por aceptar trabajos de individuos conocidos coloquialmente como nazihin, sirios desplazados en 1973 por la ocupación israelí de los Altos del Golán, y que durante décadas han ocupado posiciones humildes en la jerarquía social siria:

“Trabajo para una mujer que solía contratar a su mujer de la limpieza en el campamento Wafidin [habitado por nazihin], pero envejeció y la torpeza le hacía romper las cosas. Me dijo que yo soy más joven y que me adapto mejor a las tareas. Otra mujer solía contratar a alguien también de Wafidin, pero ya no les considera desplazados. Ella siente que los nuevos desplazados, y yo pienso igual, se merecen más atención.”

Hay anécdotas similares que son comunes entre quienes luchan por sobrevivir en la capital y sus alrededores. Una mujer de la zona rural de Alepo describió su experiencia cambiante dentro de la jerarquía de privaciones existente en Damasco: “Llegamos a Damasco hace un año y nos registramos en la asistencia de la Media Luna Roja Árabe Siria. Nos dieron tres mantas, un colchón y finalmente tres cestas de comida. Pero ahora ya no nos dan nada, dicen no pueden, que ahora le toca a la gente de Ghuta. Una mujer de Deraa señaló en otra dirección: “La gente de Deir Ezzor se está llevando todas las cestas de comida. Son muy hábiles a la hora de convencer a los trabajadores sociales de que los ayuden”. Por su parte, las gentes locales necesitadas se sienten a menudo ignoradas. Una nativa de un suburbio de Damasco comentó: “Por lo general, las organizaciones de beneficencia quieren ayudar a quienes huyeron de otros lugares. Por eso, cuando voy a una de ellas les digo que estoy desplazada”.

Esas divisiones, aunque menos venenosas que el cisma entre quienes se alinearon en lados opuestos de la guerra, captan sin embargo la medida en que la violencia ha dividido a Siria entre sus partes constituyentes. Y la lista continúa: la división entre suníes conservadores y la gente más laica se ha calcificado, manifestándose incluso en el tratamiento diferencial en los puestos de control. “Me resulta más fácil moverme en coche porque no llevo el hiyab”, comentó una mujer de los suburbios de Damasco. “Si te ocultas, la seguridad asume que estás con la oposición”. Las divisiones entre los sirios dentro y fuera del país, entre las comunidades urbanas y rurales y entre la capital y la periferia se han profundizado también, con los primeros grupos culpando a menudo a los segundos del levantamiento y la consiguiente destrucción.

Esta fragmentación parece dar lugar a una creciente gama de esfuerzos de “diálogo”, financiados por Occidente, entre un grupo comunal y otro, entre las comunidades de acogida y los desplazados, entre las instituciones estatales y los actores de la oposición. Si bien el diálogo es extremadamente necesario, algunos sirios advierten que no se debe enfatizar el diálogo per se, incluso a costa de ocultar los temas más importantes en juego. Un empresario de Damasco describía su propia experiencia malograda en conversaciones que se proponían vincular elementos dispares del sector privado de Siria: “Existe toda una industria en torno a la 'mediación', incluso entre partes que en realidad no están en desacuerdo sobre nada. Mientras tanto, todos los problemas que motivaron el levantamiento han ido a peor”.

El riesgo de empañar los peores males de Siria es aún más agudo en un momento en el que Damasco puede imponer cada vez más su versión de los acontecimientos en todo el país, empoderando a los partidarios del régimen más agresivos y silenciando tanto a los que se oponen como a quienes, ambivalentes, se quedan de alguna manera en medio de los dos.

Manteniendo la unidad

Dada la magnitud de la desintegración de Siria, resulta aún más llamativo observar el ingenio con el que los sirios comunes siguen tratando de salir adelante, confiando en una mezcla de determinación, paciencia y formas de solidaridad que salvan vidas.

Para muchos, esto equivale simplemente a esperar y soportar todo el tiempo que sea necesario hasta que puedan retomar de verdad sus vidas.

Un maestro empleado por el gobierno en Deir Ezzor describía la típica experiencia de volver a la ciudad tras varios años de desplazamiento en la provincia de Hasakah:

“Me puse muy contento al encontrar mi apartamento intacto; había sido totalmente saqueado, pero al menos había paredes y techo. Necesito alrededor de dos millones de libras [4.000 dólares] para arreglarlo. Tengo algunos ahorros y mi hijo es médico en Arabia Saudí, por lo que me enviará los fondos que necesito para esos arreglos y pagará para que mis otros hijos puedan librarse del reclutamiento en una milicia kurda.

La vida en Deir Ezzor no es buena. No hay servicios básicos de ningún tipo. Pero al menos tengo mi apartamento, confío en que en pocos meses el gobierno traiga agua y electricidad y que el próximo año se abran algunas escuelas. Estoy cansado de ser un desplazado. Quiero descansar en mi propia comunidad. Aquí puedo ir al café y reunirme con mis amigos, fumar argileh, tomar té y jugar a las cartas todos los días.”

A menudo, las circunstancias en constante cambio exigen un alto grado de adaptabilidad simplemente para poder sobrevivir. Otro nativo menos optimista de Deir Ezzor explicaba los esfuerzos que ha tenido que hacer para mantener su trabajo en una clínica de salud estatal y que, al mismo tiempo, le permite a su familia continuar viviendo en la relativa seguridad del desplazamiento en Damasco:

“Hace tres meses, me pidieron que regresara a Deir Ezzor para reanudar mi trabajo porque si no lo perdería. Pero tengo tres hijas adolescentes y dos hijos y me da miedo llevarlos conmigo debido a la presencia de milicias y bandas criminales. La ciudad se ha convertido en un lugar para shabijas, no para civiles. Así pues, me quedo con mi hermano en Deir Ezzor una semana cada mes y paso tres semanas en Damasco con mi familia. Tenía una casa de dos pisos y una gran farmacia en Deir Ezzor; todo está arrasado.

El gobierno me paga un salario de unas 45.000 libras [85 dólares] al mes, que sólo cubre mi alquiler en Damasco. Gano otras 60.000 libras [120 dólares] mensuales trabajando largas horas en una farmacia privada. El mero hecho de ir y venir desde Deir Ezzor a Damasco me cuesta más que el salario de mi gobierno, entre 45 y 50.000 libras [90-100 dólares] por viaje.”

Aunque los sirios se ven obligados a ser más autosuficientes, también han llegado a depender cada vez más de estructuras vitales de apoyo social. De hecho, las circunstancias extremas han creado una paradoja: aunque la sociedad se haya dividido de innumerables maneras, podría decirse que el nivel de privaciones ha hecho que los sirios sean más interdependientes que nunca.

Quizás el mecanismo de apoyo más fundamental y omnipresente sean las remesas de los familiares que viven en el exterior. Una mujer desplazada de Homs, ahora en Damasco, explicaba cómo la ayuda de su familia le permite sobrevivir:

“Trabajaba como empleada doméstica de una anciana y recibí un pago por adelantado para que mi esposo pudiera abrir una pequeña tienda, pero sufrió un derrame cerebral, entonces dejé mi trabajo y me hice cargo de la tienda. Entre el alquiler, los recibos, la comida, el tratamiento para mi esposo y la escuela para mi hija, gasto más de lo que gano. Tengo tres hermanas, dos en el Golfo y una en Homs, que están en mejor situación que yo, por lo que me mandan una asignación mensual.”

Otras formas de apoyo están más organizadas, pero no son menos auténticas, ya que no provienen de ningún interés financiero o político, sino del simple impulso de ayudarse mutuamente. Tales esfuerzos de base se producen a menudo ante necesidades inmediatas y urgentes, y dependen de la buena voluntad de los vecinos que pueden permitírselo. Un oficial retirado del ejército que vivía en los suburbios de Damasco describió cómo él y un grupo de amigos decidieron tomar medidas al margen de cualquier iniciativa de ayuda formal:

“En 2013, llegó a nuestra ciudad un gran número de personas desplazadas en busca de refugio y comida. Algunos vecinos les dieron comida y mantas, o les encontraron apartamentos vacíos, tiendas y escuelas para que durmieran. Mis seis amigos y yo debatimos cómo podíamos recoger donaciones. Fuimos por la ciudad pidiendo a los vecinos que donaran cualquier comida extra, mantas o dinero en efectivo que tuvieran. Algunos se ofrecieron para hacer comida caliente. Los médicos se ofrecieron a examinar a los desplazados, mientras que los farmacéuticos proporcionaron medicamentos gratuitos.

Visitamos también la zona industrial y les pedimos a los propietarios de las fábricas que facilitaran materiales para equipar un refugio. Algunas fábricas de prendas de vestir acordaron donar ropa dos veces al año, mientras que las fábricas de alimentos proporcionaban alimentos básicos mensualmente. También conseguimos dinero en efectivo de los expatriados sirios.”

Estos métodos informales de apoyo tienen profundas raíces en la sociedad siria. Las clases medias y altas del país han extendido desde hace mucho tiempo las formas vitales de solidaridad a sus compatriotas más necesitados, con las redes comerciales y religiosas de Siria desempeñando un papel de liderazgo. Lo que es único, hoy en día, es la magnitud de las dificultades por todo el país, que es tan grande que ha cambiado la forma en que los sirios conceptualizan el acto de recibir caridad. Un empresario del centro de Siria señalaba hasta qué punto la dependencia, que alguna vez exigió cierto grado de discreción, se ha convertido en un hecho directo de la vida. “La gente solía ocultar cuando dependían de la caridad. Ya no. Hoy puede escucharse a los trabajadores en una fábrica preguntándose: ‘¿Dónde está el gerente?’ Y alguien contestará que ha ido a buscar su cesta de alimentos. Todo el país vive de limosnas”.

A medida que las necesidades se han disparado, los sirios comunes han dado la talla colectivamente para hacer frente a desafíos aparentemente insuperables, una hazaña que, para este empresario, implica un lado positivo:

“La gente sigue haciendo caridad a la manera islámica, a partir de la premisa de que debes ayudar a las personas más cercanas a ti. Si hay alguien a quien debes ayudar, por ejemplo, un vecino, pero no puedes, entonces es tu responsabilidad encontrar a alguien más que sí pueda. Estos círculos permanecen muy intactos y la sociedad entera vive de esto. Siete años de guerra no han destruido ese aspecto de la cultura siria, y eso es algo de lo que los sirios están orgullosos.”

* * *

La guerra de Siria evoluciona hacia una conclusión sin tener la sensación de haber llegado a su final. A medida que disminuya la violencia a gran escala, las preguntas esenciales seguirán sin respuesta: ¿Cuántas personas murieron asesinadas? ¿Por quién y por qué motivo? Innumerables tragedias permanecerán oscurecidas por narrativas rivales, por las pruebas destruidas y por la magnitud de la devastación del país.

Otras preguntas, agotadas desde hace mucho tiempo, provocan sin embargo un ciclo interminable e inútil de comentarios. El régimen ha ganado, en los términos maximalistas establecidos desde el principio y sin ningún deseo de compromiso de tratar de avanzar. Tras su victoria, los aliados de Damasco no van a reconstruir el país. Tampoco lo van a hacer los Estados occidentales, que continuarán ofreciendo apoyo humanitario aunque resistiéndose a la idea de financiar una reconstrucción dirigida completamente por Asad. No habrá recuperación a nivel nacional, ninguna reforma seria, ni reconciliación significativa en un futuro predecible.

Pero eso no significa que no haya preguntas que valga la pena hacer. Por el contrario, los temas más apremiantes son los que a menudo se pasan por alto porque el mundo se centra en geopolíticas y procesos de paz vacíos. Esos temas reflejan cómo la sociedad siria ha luchado, se ha transformado y, finalmente, ha sobrevivido: en qué se ha convertido Siria, cómo se organizan los sirios y qué necesitan para crear un futuro para ellos mismos. Las respuestas no van a encontrarse en Ginebra, Astana o en los corredores del poder en Damasco. Será el pueblo, sobre el terreno, el que susurre las respuestas.

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Synaps es una agencia de información dedicada a obtener la información correcta de y para las personas adecuadas. Nos centramos en los crecientes desafíos socioeconómicos de hoy en día, utilizando los conocimientos y vivencias de quienes los experimentan de primera mano para poder orientar a los socios decididos a actuar.

Fuente: http://www.synaps.network/picking-up-the-pieces

martes, 2 de agosto de 2016

La diseñadora alemana que resiste en Siria. Heike Weber vive desde hace tres décadas en el país, donde posee una prestigiosa firma de bordados.

La diseñadora alemana Heike Weber en su casa de Damasco.
Entre el laberinto de callejas que mapean el barrio antiguo de Damasco, se abre una pequeña portezuela azul que da al magnífico patio interior de una casa árabe. Allí, y bajo el zumbido de la aviación siria, vive Heike Weber, diseñadora alemana de 66 años con tres décadas en Siria. Firma una de las más prestigiosas marcas de bordado artesanal, Anat, en cuya tienda se han vestido tanto las reinas españolas Sofía y Leticia, como la primera dama siria, Asma el Assad. Creció en el Berlín este durante la guerra fría. Fue en la universidad donde conoció al documentalista palestino Jibril, un joven militante del PFLP (Frente Popular para la Liberación de Palestina), hoy su ex marido. Ahí selló su destino con Oriente Medio, región que le habría de brindar vivencias más propias de una rocambolesca novela que de la vida real.

En 1975 pisó por primer vez Beirut, la misma semana que estalló la cruenta guerra civil que desangró Líbano durante 15 años. A los pocos días de aterrizar, y con 25 años, Heike ya corría sobre el asfalto beirutí esquivando los tiroteos. Munidos con una cámara de video, la pareja comenzó uno de los varios documentales que grabarían sobre la guerra, recorriendo desde campos de refugiados bombardeados a los frentes de las milicias palestinas. Tras un breve periodo en Alemania, Weber y su marido, ya con tres hijos, regresaron a Líbano para instalarse en el campo de refugiados palestino de Chatila. De nuevo, la guerra se intensificó con la injerencia de las tropas sirias al norte y las israelíes al sur del país. “A las pocas horas de aterrizar bombardearon el aeropuerto”, cuenta impasible pitillo en mano. Saltando en una misma frase del árabe al inglés relata las largas noches que pasó junto a sus hijos en el melja (refugio en árabe). Cerca de 3.000 hombres, mujeres y niños fueron masacrados en ese campo.

Única mujer foránea militante del PFLP, la entonces joven ajnabie (extranjera en árabe) de larga melena rubia y ojos verdes hizo guardia con su kalashnikov a las puertas de las garitas de su partido, donde se cruzó con los grandes líderes palestinos y libaneses. En 1982, zarpó de las costas libanesas a bordo del mismo barco en el que fueron expulsados miles de milicianos palestinos. Conoce de primera mano el sufrimiento con el que cargan a sus espaldas desplazados y refugiados. Algo de ropa y dos cacerolas que heredó de su madre fueron las únicas pertenencias que pudo rescatar de su hogar, bombardeado por la aviación israelí. “Cuando lo pierdes absolutamente todo te sientes liviana”, se consuela. Sin embargo, las secuelas las remolca silenciosamente el alma. Durante unas vacaciones en Berlín, la mayor de sus hijas con tan sólo cinco años arrastró a una docena de niños germanos a un parking subterráneo. “Estaba convencida de que tenía que ponerlos a salvo de un avión comercial que sobrevolaba la zona”.

Una vez en Siria, se asentaron en el campo de refugiados palestinos de Yarmouk, a las afueras de la capital, hoy escenario de cruentos combates. Motivada por su pasión y conocimientos del tatreez (bordado tradicional palestino), Heike abrió su taller. Tras tres décadas de esfuerzo y trabajo, la guerra le ha privado de su clientela y desperdigado entre la ola de refugiados a aquellas artesanas que durante lustros formó con dedicación. Muchas, irónicamente, rumbo a Alemania. “No pienso irme”, sentencia año tras año desde que comenzó la guerra, y a pesar de que ya hace tiempo que sus tres hijos y la mayoría de sus amigos abandonaron el país. Esta alemana sigue convencida de que cuando las cosas van mal siempre hay una forma de resistir. Y para ella, “simplemente hay que estar aquí”.

http://internacional.elpais.com/internacional/2016/07/04/actualidad/1467650611_407667.html?rel=cx_articulo#cxrecs_s