En muchas de las grandes películas sobre la Primera Guerra Mundial no aparecen batallas, ni combates, a veces ni siquiera disparos. En 1932, Ernst Lubitsch dirigió Remordimiento, un filme sobre un soldado que, en la posguerra, visita un pueblo alemán para buscar a la familia del último soldado que mató. La gran ilusión (1937), obra maestra de Jean Renoir, trata sobre la relación entre oficiales de diferentes bandos en una prisión; Senderos de gloria (1957), prohibida en España hasta la llegada de la democracia, enseñaba la crueldad de la justicia militar; La vida y nada más (1989), de Bertrand Tavernier, relata la interminable búsqueda de los desaparecidos en Francia.
Todos estos filmes —sobre todo los de Lubitsch y Tavernier— demostraban que las guerras no se acaban cuando dicen los políticos, ni siquiera cuando se silencian las armas, sino que dejan una huella que las sociedades tardan años en quitarse de encima. De hecho, como demuestra la extraordinaria novela de Ignacio Martínez de Pisón Castillos de fuego (Seix Barral), a veces las posguerras son tan violentas como las guerras. Se puede sobrevivir a un conflicto y perderlo todo cuando acaba, como le ocurre a muchos de los personajes de Pisón en el Madrid de los años cuarenta.
Dos de las películas que llegaron a la recta final de los Oscar, la alemana Sin novedad en el frente y la irlandesa Almas en pena en Inisherin son filmes de guerra. En el primer caso, se trata de una nueva versión de uno de los grandes clásicos de la literatura antibelicista, escrito por un veterano del conflicto, Erich Maria Remarque (1898-1970), y publicado en 1929, en pleno auge del nazismo. En su primera parte, el filme muestra cómo el patriotismo enloquecido es capaz de llevar a una sociedad a su destrucción. En la segunda, muestra —a veces con un tono más cercano al videojuego que al cine— los horrores de las trincheras y las batallas. En la película irlandesa, en cambio, la guerra es algo remoto y a la vez muy presente.
Ahora que las batallas han regresado a Europa, resulta muy interesante repasar todo ese arsenal bélico —aunque, en realidad, la guerra nunca se fue muy lejos: Yugoslavia tiñó de sangre el final del siglo XX y, apenas empezado el XXI, Vladímir Putin comenzó en Crimea y luego siguió en el Donbás su ofensiva para destruir Ucrania—. Los expertos todavía debaten sobre los orígenes de la Primera Guerra Mundial —el historiador Christopher Clarke acuñó el concepto de “sonámbulos” para explicar la estupidez de las grandes potencias que avanzaron hacia el abismo sin darse cuenta—, pero sus consecuencias fueron clarísimas: el nazismo, la Segunda Guerra Mundial, el desastre total, el Holocausto… “Los horrores de la Europa del siglo XX nacieron de esta catástrofe que fue, en palabras del historiador estadounidense Fritz Stern, ‘la primera calamidad del siglo XX, la calamidad de la que surgieron todas las demás calamidades”, escribe Clark en Sonámbulos.
Sin novedad en el frente nos enseña a odiar las guerras; pero también nos permite entender que el despotismo debe ser frenado. El pacifismo de pacotilla de los que rechazan armar a Ucrania y quieren entregarle medio país a un tirano que pronto se lanzará por otros territorios y otras víctimas no es el de Remarque, cuyos libros fueron quemados por los nazis, que ejecutaron a su hermana pequeña en 1943 acusada de derrotismo. Desde su exilio estadounidense, él nunca dudó: denunció los crímenes de Hitler y colaboró con los servicios secretos de los Aliados. Odiaba la guerra; pero era consciente de que, si nadie se enfrenta al mal, seguirá avanzando.