A él le habría gustado que le enterrasen en la necrópolis de Douaumont, donde reposan los soldados muertos en la batalla de Verdún. O habría podido acabar en los Inválidos de París, cerca de Napoleón o de Foch, héroe, como él, de la Primera Guerra Mundial. Pero los restos de Philippe Pétain están enterrados a centenares de kilómetros de los monumentos a los caídos y de todos los honores.
“Philippe Pétain. Mariscal de Francia”, reza la inscripción en una tumba blanca junto al muro del cementerio de Port-Joinville, capital de la Île d’Yeu, una pequeña isla de 4.500 habitantes a 30 minutos en ferri de la costa francesa.
El mariscal Pétain —el comandante que en la Gran Guerra disfrutó como ningún otro de la admiración de los franceses, y que años más tarde encabezó el régimen colaboracionista con la Alemania nazi— acabó sus días en este pedazo de tierra en el Atlántico. Tras la liberación de Francia, fue condenado a muerte por “alta traición” e “inteligencia con el enemigo”, pero el general De Gaulle le conmutó la pena. Después de un paso breve por una fortaleza de los Pirineos, se le trasladó a la isla de Yeu, lejos de todo y de todos. Encarcelado en un fuerte militar, pasó aquí sus seis últimos años. Su esposa, Annie Pétain, conocida como la Mariscala, vivía en el Hôtel des Voyageurs, junto al puerto. Cuando se acercaba la hora final, le trasladaron a una casa de Port-Joinville, cerca de la iglesia. Murió el 23 de julio de 1951. Tenía 96 años.
Pequeño museo
“Me acuerdo bien de la Mariscala yendo a la iglesia. Y la veíamos subiendo por la calle cuando iba a ver al mariscal a la ciudadela”, dice Marie-Louise Nolleau, que tenía 12 años cuando los Pétain llegaron a la isla. El mariscal, en la ciudadela de Pierre-Levée. La Mariscala, en el hotel que regentaban quienes serían los suegros de la mujer, la familia Nolleau. El marido de Marie-Louise Nolleau convivió durante aquellos años con Madame la Maréchale. “Me contaba que era una mujer dura, estricta”, recuerda. Y, mientras tanto, muestra el minúsculo museo dedicado a la memoria de Pétain, situado en la casa de sus suegros, donde Annie Pétain residió. Allí está la cama donde murió el mariscal, así como todo tipo de objetos, desde sellos hasta cartas manuscritas. Y una caja de naranjas —vieja y vacía, con una bandera rojigualda— que Franco envió a Pétain. “Gracias por esta evocación del destino del mariscal Pétain. ¡Muchas gracias! ¡Viva nuestro mariscal!”, ha escrito alguien en el libro de visitas. Y otro: “Gracias por haber sabido conservar los testimonios de una vida extraordinaria de un hombre cuyo recuerdo sigue persiguiendo Francia y la República”.
La isla de Yeu, el minúsculo museo que parece una capilla pétainista, la tumba imponente pero sobria y sin adornos oficiales podrían ser una metáfora del lugar que Pétain ocupa hoy en la historia. Un personaje maldito que representa los momentos más oscuros del siglo XX, incluido su papel en la deportación de los judíos, y, al mismo tiempo, un personaje idolatrado en los años veinte y treinta por su papel en la victoria de 1918 ante los alemanes.
“Su nombre está ligado al traumatismo de la Segunda Guerra Mundial, es sinónimo de la Francia que colaboró con los nazis”, explica la historiadora Bénédicte Vergez-Chaignon, autora de la biografía de referencia sobre Pétain. “Sigue siendo difícil evocar su papel en la Primera Guerra Mundial sin que parezca que se le excusa por lo que hizo en la segunda”.
Desde el mismo momento en que Pétain fue enterrado, empezó el debate sobre los restos. El presidente François Mitterrand, que en su juventud había sido funcionario en el régimen de Vichy y fue condecorado por Pétain, enviaba flores cada año. En el centenario del final de la Gran Guerra, el actual presidente, Emmanuel Macron suscitó una polémica cuando afirmó: “El mariscal Pétain fue un gran soldado, es una realidad. La vida política, como la naturaleza humana, a veces es más compleja”.
El otoño se ha instalado en la Île d’Yeu, la lluvia y la mala mar refuerzan la sensación de encontrarse en una burbuja remota, pese a que la travesía no supera la media hora. La pesca, el turismo y la construcción son el motor económico. En temporada baja, Port-Joinville marcha a medio gas. En el cementerio nada indica que ahí yace Pétain. La tumba es un engorro para una isla donde pocos se identifican con el mariscal: la extrema derecha recoge peores resultados que en el resto del país. En ocasiones es objeto de vandalismo. Los visitantes son escasos. Cada 23 de julio hay una conmemoración. Los fieles envejecen, cada año son menos.
EL FALLIDO COMANDO QUE TRATÓ DE LLEVAR LOS RESTOS A VERDÚN
Hubert Massol, presidente de la Asociación para la defensa del mariscal Pétain, fue protagonista en la noche del 18 al 19 de febrero de 1973 de un episodio rocambolesco: el intento de cumplir la voluntad de Pétain y trasladarlo a Douaumont, junto a Verdún, en el este de Francia. “Un día nos dijimos que había que hacer algo y montamos un pequeño comando. Yo lo dirigí”, recuerda Massol por teléfono. Eran cinco personas. Viajaron en camioneta y en ferri hasta la isla de Yeu. Abrieron la tumba, sacaron el ataúd y lo cargaron en la camioneta. De camino a Verdún, y antes de llegar a París, escucharon en la radio la noticia del secuestro de los restos de Pétain, y por prudencia decidieron esconderlo en un garaje de las afueras de París. Pero la policía localizó a Massol, que les acabó indicando donde estaba escondido el ataúd. “Me di cuenta de que no había salida: no podíamos dejar a Pétain ahí”, explica. Pasó una noche en el calabozo, nada más. No volvió a intentar la operación. Los pétainistas siempre observaron con envidia el Valle de los Caídos, que Massol ha visitado varias veces. Hoy, ante las noticias del anunciado traslado de Franco a un pequeño cementerio en El Pardo, lo tiene claro: “Me parece escandaloso”.
https://elpais.com/politica/2019/10/12/actualidad/1570899646_559645.html
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martes, 15 de octubre de 2019
lunes, 23 de diciembre de 2013
La Liga británica recordará la Tregua de Navidad de 1914 construyendo un campo de fútbol
El 24 de diciembre de 1914, los soldados alemanes desplegados en Ypres (Bélgica), empezaron a decorar sus trincheras y cantar el más célebre de sus villancicos, Noche de paz. Los soldados británicos desplegados en la frontera no respondieron con balas, sino entonando sus propias canciones navideñas. Aquella noche empezó una tregua singular e histórica que durante unos días haría que más de 100.000 soldados, sobre todo alemanes y británicos, pero también franceses, confraternizaran para celebrar la Navidad en medio de un conflicto que todos esperaban que fuera corto y definitivo, pero que resultó un larguísimo y amargo aperitivo de otra guerra.
La tregua se extendió por numerosas trincheras del frente occidental en aquellas primeras Navidades de la I Guerra Mundial. Al año siguiente se repitieron las escenas de confraternización, pero a una escala mucho más pequeña. En 1916 ya casi no hubo tregua: las batallas del Somme y de Verdún, en las que murieron más de un millón y medio de soldados, habían dejado ya claro que aquella era una guerra cruel y larga.
Esa tregua espontánea, materializada para sorpresa y malestar de los altos mandos, ha pasado a la historia “como un momento en el que soldados comunes y corrientes reaccionaron contra sus líderes y la locura monstruosa de la I Guerra Mundial”, ha recordado estos días en un artículo en el Financial Times la historiadora Margaret MacMillan, que acaba de publicar 1914. De la paz a la guerra.
Hay una imagen que ha representado por encima de todas la confraternización navideña entre ambos bandos: la de soldados enemigos jugando al fútbol. Quizás el primer partido fue el que enfrentó a británicos y alemanes en tierra de nadie junto a Ypres. En su recuerdo, equipos infantiles de Reino Unido, Alemania, Francia y Bélgica juegan desde 2011 un torneo amistoso en esa población belga. Desde el año que viene, coincidiendo con el primer centenario de la I Guerra Mundial, la Premier League inglesa se ha comprometido a construir en Ypres un campo de hierba artificial.
En los próximos meses van a empezar los actos de conmemoración de aquella guerra terrible. Una catarata de libros, reportajes y por supuesto actos institucionales acompañarán un centenario que se promete largo de una guerra que empezó el 28 de julio de 1914 y no acabó hasta el 11 de noviembre de 1918. La historiadora de Oxford subraya que el centenario debería servir no solo para recordar aquella guerra, sino para intentar comprenderla.
Porque es un conflicto que los europeos tienden a reducir a las trincheras embarradas del frente occidental, olvidando que hubo también un frente oriental en Europa y que se extendió a zonas de África, Oriente Próximo y Asia. Una guerra que cada cual recuerda según le fue en ella. Los australianos y los neozelandeses piensan en Galípoli, los canadienses en la batalla de Vimy, los británicos la han reducido a la batalla del Somme, los rusos prefieren acordarse de la II Guerra Mundial, el Gobierno belga cada vez la ignora más al tiempo que los flamencos la han hecho casi suya y los alemanes prefieren conmemoraciones discretas.
“Deberíamos darnos cuenta de que la visión que tenemos de la guerra ha cambiado radicalmente con el paso del tiempo y aquellos que la padecieron directamente la veían a menudo de forma que nos parecería asombrosa”, escribe MacMillan.
Y recuerda que los británicos primero honraron a sus soldados como héroes para darse cuenta 10 años después de que no había sido más que la antesala de otra guerra.
Más en El País.
La tregua se extendió por numerosas trincheras del frente occidental en aquellas primeras Navidades de la I Guerra Mundial. Al año siguiente se repitieron las escenas de confraternización, pero a una escala mucho más pequeña. En 1916 ya casi no hubo tregua: las batallas del Somme y de Verdún, en las que murieron más de un millón y medio de soldados, habían dejado ya claro que aquella era una guerra cruel y larga.
Esa tregua espontánea, materializada para sorpresa y malestar de los altos mandos, ha pasado a la historia “como un momento en el que soldados comunes y corrientes reaccionaron contra sus líderes y la locura monstruosa de la I Guerra Mundial”, ha recordado estos días en un artículo en el Financial Times la historiadora Margaret MacMillan, que acaba de publicar 1914. De la paz a la guerra.
Hay una imagen que ha representado por encima de todas la confraternización navideña entre ambos bandos: la de soldados enemigos jugando al fútbol. Quizás el primer partido fue el que enfrentó a británicos y alemanes en tierra de nadie junto a Ypres. En su recuerdo, equipos infantiles de Reino Unido, Alemania, Francia y Bélgica juegan desde 2011 un torneo amistoso en esa población belga. Desde el año que viene, coincidiendo con el primer centenario de la I Guerra Mundial, la Premier League inglesa se ha comprometido a construir en Ypres un campo de hierba artificial.
En los próximos meses van a empezar los actos de conmemoración de aquella guerra terrible. Una catarata de libros, reportajes y por supuesto actos institucionales acompañarán un centenario que se promete largo de una guerra que empezó el 28 de julio de 1914 y no acabó hasta el 11 de noviembre de 1918. La historiadora de Oxford subraya que el centenario debería servir no solo para recordar aquella guerra, sino para intentar comprenderla.
Porque es un conflicto que los europeos tienden a reducir a las trincheras embarradas del frente occidental, olvidando que hubo también un frente oriental en Europa y que se extendió a zonas de África, Oriente Próximo y Asia. Una guerra que cada cual recuerda según le fue en ella. Los australianos y los neozelandeses piensan en Galípoli, los canadienses en la batalla de Vimy, los británicos la han reducido a la batalla del Somme, los rusos prefieren acordarse de la II Guerra Mundial, el Gobierno belga cada vez la ignora más al tiempo que los flamencos la han hecho casi suya y los alemanes prefieren conmemoraciones discretas.
“Deberíamos darnos cuenta de que la visión que tenemos de la guerra ha cambiado radicalmente con el paso del tiempo y aquellos que la padecieron directamente la veían a menudo de forma que nos parecería asombrosa”, escribe MacMillan.
Y recuerda que los británicos primero honraron a sus soldados como héroes para darse cuenta 10 años después de que no había sido más que la antesala de otra guerra.
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