El triunfo de Kutxabank en los exámenes del BCE rompe mitos como el de la perversa politización
El mejor banco español es una entidad con espíritu, génesis y nombre de caja de ahorros. El mejor, con distancia. Así que debemos revisar algunos tabúes sobre las cajas. No fueron solo el patio de monipodio de tarjeteros negros. No todas.
Kutxabank es el mejor capitalizado de todos los bancos españoles que se sometieron al reciente examen del BCE. En el peor escenario recesivo exhibiría una solvencia —capital sobre activos, que indica la capacidad para responder a fallidos, compromisos y reveses— del 11,82%. O sea, más que la media española (9%); que la de la eurozona (8,4%); y el doble largo del mínimo requerido (5,5%) (EL PAÍS, 27 de octubre). A nivel europeo se sitúa en el puesto 31 de los 130 bancos escrutados; por encima de la media de la banca danesa (11,66%), quinta en la clasificación; y casi a la par de la tercera, la finlandesa (11,97%) (EL PAÍS, 28 de octubre).
Pero este éxito abrumador no dispone, como el coronel de García Márquez, de casi ningún medio que lo subraye. Porque para hacerlo hay que romper varios mitos. El primero es que las fusiones frías inventadas por el exgobernador Miguel Ángel Fernández Ordóñez (MAFO) fueron un fracaso total, sin paliativos ni excepciones. Kutxabank (la Kutxa) es la principal excepción (hay otras). Se creó el 1 de enero de 2012 como producto de la fusión fría —no invasiva, respetando ciertas identidades y actividades complementarias de origen— de los negocios financieros de las tres cajas provinciales vascas.
El triunfo de Kutxabank en los exámenes del BCE rompe mitos como el de la perversa politización
La convergencia exitosa de la bilbaína BBK (Bilbo Bizkaia Kutxa) con la Kutxa (Donostia Gipuzkoa Kutxa) y la Vital (Caja Vitoria y Álava) desmiente el segundo mito de la última fase de historia de las cajas. El de que su agrupación territorial por comunidades autónomas carecía en todos los casos del mínimo sentido empresarial. Casi tres años después, Kutxabank da sopas con honda a todos sus rivales. Ergo, en determinados supuestos y con ciertas condiciones —no vale generalizar—, la fusión autonómica no era un dislate, sino su contrario, lo más acertado.
El tercer mito es que el modelo de propiedad de las cajas, inhabitual o heterodoxo, más bien poco identificable (semipúblico con los impositores, público en el caso de las fundadas por entidades públicas) y en todo caso lejano a las sociedades anónimas de capital privado, constituía un obstáculo insalvable para su eficiencia actual y viabilidad futura.
MAFO acertó cuando en el Congreso lamentó, el 24 de julio de 2012, que “si durante los doce años de expansión se hubieran reformado las cajas no habría sucedido lo que ha sucedido”. Pero bastante menos al sentenciar que la equiparación financiera con los bancos “debía haberse trasladado [antes] a su sistema de propiedad y gobierno”. Al menos a la luz de la experiencia Kutxa.
Ya tiempo atrás los economistas Vicente Cuñat y Luis Garicano sostenían que “el problema de las cajas no es la politización... el factor explicativo clave de la disparidad de resultados de las cajas es su diferente grado de profesionalización”. Para lo que exhibían el ejemplo de las tres cajas vascas que, pese a estar “totalmente controladas por los partidos políticos, obtienen unos resultados extraordinarios” (“La crisis económica española”, FEDEA, 2010). Los resultados posteriores de la fusión ratifican el aserto.
La receta del éxito vasco —paralelo al declive de la banca estrictamente vasca— tiene varios ingredientes: la escasa expansión de las cajas al exterior; la escasa penetración de entidades de fuera en su territorio base; el respeto a los ámbitos geográficos provinciales de cada una; la abundante liquidez que les proporcionaban las Diputaciones forales; el bajo endeudamiento mayorista; y, sobre todo, su escasa exposición al ladrillo, como recopiló Antoni Serra Ramoneda, protagonista a la par que analista del hundimiento cajero (“Els errors de les caixes”, Viena 2011).
¿Explica este éxito por sí solo el fracaso casi general del resto, que derivó en una cruel jibarización del sector, reducción de la competencia y menor atención a los clientes más humildes? No. Hubo mala administración; hubo dilapidación y corrupción; hubo abusos de los gestores.
Y también un designio, demasiado esquemático, de acabar con las cajas porque eran OFNIS, objetos financieros no identificados. Joan Cals acaba de apuntar (“Los intereses del futuro”, RBA, 2013) que se justificaba plenamente exigir más capital a las cajas. ¿Pero justamente en 2011 y no antes? Colocarles la barrera de solvencia en el 8% y el 10% en medio del maremoto, so pena de bancarización, “en plena crisis del sistema financiero” fue letal para unas entidades con más reservas que capital y con escasa capacidad de endeudamiento sensato. Letal.
Fuente: El País.
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viernes, 7 de noviembre de 2014
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