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lunes, 17 de junio de 2024

Leer. Si no quieres que se te desmayen y despanzurren las neuronas, lee todos los días, maldita sea.

Una joven durante la Feria del Libro de Madrid de 2024.
Una joven durante la Feria del Libro de Madrid de 2024.

 En una tertulia de la que formé parte hace algunos años nos pidieron un día que, como punto de partida para el encuentro, dijéramos qué invento de la humanidad nos parecía más trascendente. Hubo respuestas de lo más variopintas; yo contesté que el alfabeto. Tiempo después vi una entrevista con Vargas Llosa en la que le preguntaban qué había sido lo más importante que había hecho en su vida, y él dijo bellamente que aprender a leer. Ambas cosas me parecen complementarias y trascendentales: desde lo colectivo a lo individual, leer nos hace personas. Aún más: leer nos hace mejores personas.


Numerosos trabajos científicos han demostrado que leer es algo así como el bálsamo de Fierabrás, una poción mágica capaz de curar tanto los rotos como los descosidos del cuerpo y del ánimo. Entre los hallazgos más apabullantes está un estudio de la Universidad de Sussex (Reino Unido), en 2009, que demostró que la lectura podía reducir el estrés hasta en un 68%; la investigación de la Universidad de Yale (Estados Unidos) de 2016, que, tras monitorizar a casi 4.000 personas mayores de 50 durante 12 años, concluyó que aquellos que leen asiduamente —media hora al día basta— viven hasta dos años más que quienes no leen; o el estudio de 2010 del Carnegie Mellon (EE UU) que indica que leer libros nos cambia literalmente el cerebro, engrosando la materia blanca. Leer, en fin, es como hacer pesas dentro del cráneo. Si no quieres que se te caigan las nalgas, machácate las carnes en un gimnasio; si no quieres que se te desmayen y despanzurren las neuronas, lee todos los días, maldita sea.

Por no hablar de las decenas de trabajos que demuestran que leer cuentos y novelas, es decir, ficción, fomenta la empatía. Como he dicho antes, es una actividad que nos hace mejores. Cosa que todos los que somos lectores ya sabíamos. Una novela es un viaje al otro, a los otros, a realidades previamente desconocidas. Pero también es el descubrimiento de una complicidad inesperada. Cuántos niños y niñas angustiados, cuantos jóvenes aislados y enajenados de su entorno, que se sentían únicos y raros, han encontrado la salvación a través de las páginas de un libro. Esto es, descubrieron espíritus afines, mundos mucho más grandes que les permitieron respirar y sobrevivir. Como la extraordinaria poeta norteamericana Emily Dickinson (1830-1886), que, probablemente sometida a abusos sexuales en la adolescencia por parte de su padre y tal vez de su hermano, encontró un reducto de resistencia en la poesía: “Yo creo que fui Encantada / Cuando por primera vez / Niña sombría / Leí a Aquella Dama Extranjera/ Lo Oscuro – sentí Hermoso”, explica ella misma con sus versos. La Dama Extranjera era la poeta victoriana Elizabeth Barrett Browning, cuya obra rescató a Emily, poniendo un hilo de redentora luz en la oscuridad de esa niñez tenebrosa (qué bellas las palabras de Dickinson).

No sé qué sería de mi vida sin los libros: apenas puedo imaginar una carencia tal, sería como quedarte ciega y sorda, sin olfato y sin tacto, tal vez incluso también sin corazón. Los libros siempre han sido para mí un talismán, un poderoso embrujo, como si, teniendo un buen libro cerca, nada muy malo pudiera pasarte. Es mentira, lo sé, pero es una de esas mentiras poliédricas que encierran un grumo de verdad. Leer es algo más íntimo que hacer el amor, porque te metes en la cabeza y en los sentimientos de quien ha escrito el texto. Y, una vez allí, reescribes lo que lees junto al autor o autora. Porque toda lectura es una reescritura, una colaboración a dos, una complicidad suprema. Hoy acaba la maravillosa Feria del Libro de Madrid, un evento único en el mundo por su popularidad, su raigambre social y su falta de pretensiones. En los fines de semana podemos estar 400 autores reunidos en las casetas, a pie de calle, sin intermediarios, a la misma altura y sin distancia física de los lectores. Es una verdadera fiesta de la lectura, y, cada libro que firmas, una especie de celebración familiar, como un cumpleaños o tal vez un bautizo. Ríes y lloras junto a los lectores, con las generosas intimidades que comparten contigo, de la misma manera que has reído y llorado al leer las obras que forman la columna vertebral de tu vida. Y adviertes con plena certidumbre que los libros forman una comunidad a través del tiempo y del espacio. Y que esa comunidad es salvadora y hermosa.


Rosa Montero.

lunes, 24 de abril de 2023

El reverso tenebroso de la lectura: jerarcas nazis, filósofos parlantes y fétidos lodos.

Existe un extraño consenso en que leer libros es una actividad intrínsecamente positiva y apta para todos los públicos, una unanimidad que resulta sospechosa. Para algunos autores, las cosas no están tan claras

Hay cosas impepinables: que la sonrisa de un niño no tiene precio, que el agua de Madrid es excelente y, sobre todo, que leer es bueno. Son tiempos raros en los que muchos ponen en cuestión hasta la esfericidad de la Tierra, pero casi nadie es tan audaz como para poner en cuestión las bondades de la lectura. Sobre todo, entre los que leen.

La llegada del Día del Libro y la celebración de Sant Jordi es una buena ocasión para reflexionar sobre su buena fama. Hasta el oráculo de nuestro tiempo, ChatGPT, está de acuerdo: “Sí, leer puede ser tan bueno como se dice. La lectura tiene muchos beneficios para nuestra salud mental y emocional, así como para nuestro desarrollo intelectual”, explica la inteligencia artificial. Pero veamos qué opinan los humanos, sobre todo aquellos que han escrito recientemente ensayos que tratan sobre los libros y la lectura: libros autorreferenciales, metalibros. ¿Es leer tan bueno?

“El humanismo siempre ha creído, un tanto ingenuamente, que la lectura es el instrumento humanizador por antonomasia, el que nos hace más empáticos y bondadosos, más inteligentes y racionales, pero la historia se empeña en demostrarnos que eso no es así, que los usos que se han hecho de la lectura pueden ser tan perversos como benévolos”, explica Joaquín Rodríguez, autor de los ensayos La furia de la lectura (Tusquets) y Lectocracia: una utopía cívica (Gedisa).

No en vano, muchos de los jerarcas nazis, perpetradores de masacres inhumanas, eran refinados lectores, y no pocos poetas han sido necesarios para mantener vivas las llamas de las guerras. Los dictadores, según explica Rodríguez, entienden perfectamente el valor de los libros, “por eso prohíben la mayoría y permiten solamente aquel o aquellos que garanticen la asimilación y acatamiento de un credo y una consigna. Se lucha siempre por la imposición de un libro único y de una única lectura legítima de ese libro”. En algunos de sus capítulos este autor muestra cómo regímenes totalitarios, dictatoriales, eclesiásticos, etcétera, han utilizado la lectura para sus propios fines. Y, sobre todo, sugiere que reflexionemos sobre cómo leemos, y también sobre por qué no leen los que no leen, que, contra el dogma extendido, también es cosa muy respetable. “No hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí”, confirma Mikita Brottman en Contra la lectura (Blackie Books).

Los fétidos lodos de la lectura
La lectura, tampoco nos pongamos tan tremendos, puede ser una actividad edificante y maravillosa, y lo es casi siempre. Sus ventajas son innumerables: entretiene, pone a hervir la imaginación, nos permite entrar en las mentes de los que vivieron hace cientos de años. Transmite el conocimiento, alienta el espíritu crítico, enriquece el lenguaje, estimula la empatía. Te hace vivir muchas vidas en una, comprender el mundo de manera algo más nítida, pensar y sentir. Además, es barata y aporta cierta distinción (cada vez menos).

Pero a pesar de todas estas ventajas, la ciudadanía no parece ser tan adicta a la lectura como a otros vicios. Es que la lectura requiere atención y esfuerzo. En su libro Sobre el arte de leer. Diez tesis sobre la educación y la lectura (Plataforma Editorial), el pedagogo Gregorio Luri explica cómo, si bien el habla es una habilidad natural, que adquirimos sin querer, como absorbida del entorno, la lectura no es tan natural. No hemos nacido con una predisposición, aprendemos con mucho esfuerzo y luego cuesta otro tanto ejercitarla: leer es un arte. Rodríguez coincide en que ese carácter adquirido hace fútiles las campañas de fomento de la lectura basadas en la publicidad de ciertas mejoras intangibles, sobre todo ahora que la oferta cultural está fragmentada y es tan abrumadora. “La unanimidad en torno a la bondad de la lectura puede resultar hasta sospechosa”, dice Luri, “lo peor que podemos hacer es convertir la lectura en un ejercicio beato. Depende de qué leas: hay libros malísimos”.

Cuenta el pedagogo la anécdota en la que Jorge Luis Borges visitó Barcelona y Luri fue a su charla “como si fuera un semidiós”. El maestro argentino, aficionado a picotear de la Enciclopedia Britannica, dijo: “No se preocupen, ni todos los libros están hechos para ustedes, ni ustedes están hechos para todos los libros”. Qué alivio. Hay libros, además, que se han considerado poco recomendables por inmorales y perniciosos. Así lo hacía el maestro jesuita del siglo XVII Francesco Sacchini en Sobre el provecho y los peligros de la lectura (Prensas de la Universidad de Zaragoza): “En modo alguno es necesaria para un joven la lectura de libros tan terribles para la virtud, que es absolutamente perniciosa, sencillamente ignominiosa para un hombre cristiano”. Se refería, entre otros, a los “fétidos lodos” de Catulo, Tibulo y Propercio, de Juvenal y Plauto.

La lectura no ha sido siempre publicitada como un bien universal y supremo. Entre los filósofos de la Antigua Grecia, como se ve en algún diálogo de Platón (como el Fedro), la lectura y la escritura eran fuente de controversia: se veían como una traición a la virtuosa tradición oral que generaba y transmitía el conocimiento a través del teatro o de la charla (tal y como dialogaba Sócrates con sus conciudadanos, que luego lo mataron). No servían para alcanzar una sabiduría completa. En ocasiones hay quien ha considerado la lectura como una actividad demasiado abstracta y absorbente que aleja de la acción real y hasta Alonso Quijano se convirtió en Don Quijote porque “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro”, expuesto a demasiadas novelas de caballería.

William Morris, pionero del movimiento Arts & Crafts británico, y a la sazón escritor y editor, desdeñaba el papel de la lectura a la hora de crear una utopía socialista: quizás era mejor aprender de los otros humanos, en juiciosa fraternidad, que aprender de los libros. También hay libros objetivamente malvados: en la realidad, así se considera el Mein Kampf, de Adolf Hitler; en la ficción, el lovecraftiano Necronomicón, escrito por el árabe loco Adbul Al-Hazred, que expone al que lo lee a horrores cósmicos inenarrables.

El libro mágico y el aprendiz de brujo
“Lo cierto es que es difícil encontrarle defectos a la lectura… pero, podríamos pensar, algo malo tendrá si todo el mundo la bendice”, opina el filósofo Fernando Castro, autor de A pie de página. Placeres en el desierto de la lectura (La Caja Books), donde traza una pequeña autobiografía como lector voraz y practicante del “citacionismo”, la pasión por la cita, por la nota a pie de página, como una forma de rendir honores a las fuentes y ser transparente en cuanto a la obtención de la información. “Algunos me dicen que es por pedantería, algo de eso también hay”, bromea. En cuanto a la lectura, “es como el amor al campo: todo el mundo la alaba, pero no tantos la practican”, dice, y recuerda aquella imagen, sospechosa y legendaria, en la que Marilyn Monroe posaba con un ejemplar del Ulises de James Joyce. Según el último Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España, elaborado por la Federación de Gremios de Editores con datos de 2022, un 35,2% de la población no lee nunca o casi nunca. Se puede ver el vaso medio lleno o medio vacío.

“Para mí el mayor problema que surge en torno a la lectura es la lectura obligatoria: le tengo poco cariño a algunos de los libros que me obligaron a leer de niño. Por ejemplo, El Quijote, con el que tengo una relación de amor-odio”, dice Castro. Borges, una vez más, decía que la lectura obligatoria es una contradicción en los términos. Pero, ojo, si uno lee por placer, uno de los máximos placeres que existen, puede dar incluso en el vicio de la bibliofrenia, la obsesión patológica por los libros, que tampoco es muy recomendable y puede llevar hasta la muerte, como recoge Joaquín Rodríguez en otro de sus libros, Bibliofrenia (Melusina).

Coinciden varios expertos, como Luri y Castro, en que existe una ausencia en la reivindicación de la lectura: la reivindicación, también, de la escritura y de la retórica. Existe una conexión entre leer bien y hablar y escribir bien, y aunque es habitual que nos conminen a leer con fruición, no tanto a que escribamos o hablemos con cierta pericia y devoción. De hecho, la calidad de la expresión oral se ha deteriorado en el espacio público, basten como ejemplo el Congreso de los Diputados o las tertulias televisivas. Por otro lado, es posible que la comunicación en internet, a través de Twitch o YouTube, haga que las nuevas generaciones pongan un poco más de cuidado en expresarse con corrección, más allá de los tradicionales cursos y libros sobre cómo hablar en público.

Hay un relato que se repite de forma similar en diferentes tradiciones del mundo: un libro mágico, normalmente custodiado por un sabio, cae en manos de un no iniciado (un aprendiz, un criado, una niña) que convoca por error a un genio maligno, con todas sus consecuencias no deseadas. Lo relata Emma Smith en su libro Magia portátil. Una historia alternativa de los libros y sus lectores (Ariel): el folclorista Stith Thompson lo ha encontrado (catalogado como “libro mágico invoca genio”) en diferentes lenguas europeas, de Islandia a Lituania. “El cuento refleja un temor generalizado según el cual los libros, en malas manos, son poderosos y peligrosos”, escribe Smith.

El relato diferencia entre el que sabe manejar el libro y el que no sabe, ese que, si algún día aprende, obtendrá un estatus que ahora no tiene. El libro, visto así, no es tanto democratizador o inocente propagador de la cultura como “potencial agente disruptivo de las jerarquías sociales”. Según Smith, los libros, para bien o para mal, tienen capacidad de acción en el mundo real. Es un punto de vista que, al principio, sembraba Rodríguez, y en el que insiste: “Necesitamos comprender que la lectura es intrínsecamente ambivalente, que se ofrece para lo mejor y para lo peor, y que solamente insistiendo en su dimensión cívica y política, podemos desambiguar su sentido y su orientación”.