Existe un extraño consenso en que leer libros es una actividad intrínsecamente positiva y apta para todos los públicos, una unanimidad que resulta sospechosa. Para algunos autores, las cosas no están tan claras
Hay cosas impepinables: que la sonrisa de un niño no tiene precio, que el agua de Madrid es excelente y, sobre todo, que leer es bueno. Son tiempos raros en los que muchos ponen en cuestión hasta la esfericidad de la Tierra, pero casi nadie es tan audaz como para poner en cuestión las bondades de la lectura. Sobre todo, entre los que leen.
La llegada del Día del Libro y la celebración de Sant Jordi es una buena ocasión para reflexionar sobre su buena fama. Hasta el oráculo de nuestro tiempo, ChatGPT, está de acuerdo: “Sí, leer puede ser tan bueno como se dice. La lectura tiene muchos beneficios para nuestra salud mental y emocional, así como para nuestro desarrollo intelectual”, explica la inteligencia artificial. Pero veamos qué opinan los humanos, sobre todo aquellos que han escrito recientemente ensayos que tratan sobre los libros y la lectura: libros autorreferenciales, metalibros. ¿Es leer tan bueno?
“El humanismo siempre ha creído, un tanto ingenuamente, que la lectura es el instrumento humanizador por antonomasia, el que nos hace más empáticos y bondadosos, más inteligentes y racionales, pero la historia se empeña en demostrarnos que eso no es así, que los usos que se han hecho de la lectura pueden ser tan perversos como benévolos”, explica Joaquín Rodríguez, autor de los ensayos
La furia de la lectura (Tusquets) y
Lectocracia: una utopía cívica (Gedisa).
No en vano, muchos de los jerarcas nazis, perpetradores de masacres inhumanas, eran refinados lectores, y no pocos poetas han sido necesarios para mantener vivas las llamas de las guerras. Los dictadores, según explica Rodríguez, entienden perfectamente el valor de los libros, “por eso prohíben la mayoría y permiten solamente aquel o aquellos que garanticen la asimilación y acatamiento de un credo y una consigna. Se lucha siempre por la imposición de un libro único y de una única lectura legítima de ese libro”. En algunos de sus capítulos este autor muestra cómo regímenes totalitarios, dictatoriales, eclesiásticos, etcétera, han utilizado la lectura para sus propios fines. Y, sobre todo, sugiere que reflexionemos sobre cómo leemos, y también sobre por qué no leen los que no leen, que, contra el dogma extendido, también es cosa muy respetable. “No hay nada digno o respetable de manera intrínseca en el acto de leer en sí”, confirma Mikita Brottman en
Contra la lectura (Blackie Books).
Los fétidos lodos de la lectura
La lectura, tampoco nos pongamos tan tremendos, puede ser una actividad edificante y maravillosa, y lo es casi siempre. Sus ventajas son innumerables: entretiene, pone a hervir la imaginación, nos permite entrar en las mentes de los que vivieron hace cientos de años. Transmite el conocimiento, alienta el espíritu crítico, enriquece el lenguaje, estimula la empatía. Te hace vivir muchas vidas en una, comprender el mundo de manera algo más nítida, pensar y sentir. Además, es barata y aporta cierta distinción (cada vez menos).
Pero a pesar de todas estas ventajas, la ciudadanía no parece ser tan adicta a la lectura como a otros vicios. Es que la lectura requiere atención y esfuerzo. En su libro
Sobre el arte de leer. Diez tesis sobre la educación y la lectura (Plataforma Editorial), el pedagogo Gregorio Luri explica cómo, si bien el habla es una habilidad natural, que adquirimos sin querer, como absorbida del entorno, la lectura no es tan natural. No hemos nacido con una predisposición, aprendemos con mucho esfuerzo y luego cuesta otro tanto ejercitarla: leer es un arte. Rodríguez coincide en que ese carácter adquirido hace fútiles las campañas de fomento de la lectura basadas en la publicidad de ciertas mejoras intangibles, sobre todo ahora que la oferta cultural está fragmentada y es tan abrumadora. “La unanimidad en torno a la bondad de la lectura puede resultar hasta sospechosa”, dice Luri, “lo peor que podemos hacer es convertir la lectura en un ejercicio beato. Depende de qué leas: hay libros malísimos”.
Cuenta el pedagogo la anécdota en la que Jorge Luis Borges visitó Barcelona y Luri fue a su charla “como si fuera un semidiós”. El maestro argentino, aficionado a picotear de la Enciclopedia Britannica, dijo: “No se preocupen, ni todos los libros están hechos para ustedes, ni ustedes están hechos para todos los libros”. Qué alivio. Hay libros, además, que se han considerado poco recomendables por inmorales y perniciosos. Así lo hacía el maestro jesuita del siglo XVII Francesco Sacchini en
Sobre el provecho y los peligros de la lectura (Prensas de la Universidad de Zaragoza): “En modo alguno es necesaria para un joven la lectura de libros tan terribles para la virtud, que es absolutamente perniciosa, sencillamente ignominiosa para un hombre cristiano”. Se refería, entre otros, a los “fétidos lodos” de Catulo, Tibulo y Propercio, de Juvenal y Plauto.
La lectura no ha sido siempre publicitada como un bien universal y supremo. Entre los filósofos de la Antigua Grecia, como se ve en algún diálogo de Platón (como el Fedro), la lectura y la escritura eran fuente de controversia: se veían como una traición a la virtuosa tradición oral que generaba y transmitía el conocimiento a través del teatro o de la charla (tal y como dialogaba Sócrates con sus conciudadanos, que luego lo mataron). No servían para alcanzar una sabiduría completa. En ocasiones hay quien ha considerado la lectura como una actividad demasiado abstracta y absorbente que aleja de la acción real y hasta Alonso Quijano se convirtió en
Don Quijote porque “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro”, expuesto a demasiadas novelas de caballería.
William Morris, pionero del movimiento Arts & Crafts británico, y a la sazón escritor y editor, desdeñaba el papel de la lectura a la hora de crear una utopía socialista: quizás era mejor aprender de los otros humanos, en juiciosa fraternidad, que aprender de los libros. También hay libros objetivamente malvados: en la realidad, así se considera el
Mein Kampf, de Adolf Hitler; en la ficción, el lovecraftiano
Necronomicón, escrito por el árabe loco Adbul Al-Hazred, que expone al que lo lee a horrores cósmicos inenarrables.
El libro mágico y el aprendiz de brujo
“Lo cierto es que es difícil encontrarle defectos a la lectura… pero, podríamos pensar, algo malo tendrá si todo el mundo la bendice”, opina el filósofo Fernando Castro, autor de
A pie de página. Placeres en el desierto de la lectura (La Caja Books), donde traza una pequeña autobiografía como lector voraz y practicante del “citacionismo”, la pasión por la cita, por la nota a pie de página, como una forma de rendir honores a las fuentes y ser transparente en cuanto a la obtención de la información. “Algunos me dicen que es por pedantería, algo de eso también hay”, bromea. En cuanto a la lectura, “es como el amor al campo: todo el mundo la alaba, pero no tantos la practican”, dice, y recuerda aquella imagen, sospechosa y legendaria, en la que Marilyn Monroe posaba con un ejemplar del
Ulises de James Joyce. Según el último Barómetro de Hábitos de Lectura y Compra de Libros en España, elaborado por la Federación de Gremios de Editores con datos de 2022, un 35,2% de la población no lee nunca o casi nunca. Se puede ver el vaso medio lleno o medio vacío.
“Para mí el mayor problema que surge en torno a la lectura es la lectura obligatoria: le tengo poco cariño a algunos de los libros que me obligaron a leer de niño. Por ejemplo,
El Quijote, con el que tengo una relación de amor-odio”, dice Castro. Borges, una vez más, decía que la lectura obligatoria es una contradicción en los términos. Pero, ojo, si uno lee por placer, uno de los máximos placeres que existen, puede dar incluso en el vicio de la bibliofrenia, la obsesión patológica por los libros, que tampoco es muy recomendable y puede llevar hasta la muerte, como recoge Joaquín Rodríguez en otro de sus libros,
Bibliofrenia (Melusina).
Coinciden varios expertos, como Luri y Castro, en que existe una ausencia en la reivindicación de la lectura: la reivindicación, también, de la escritura y de la retórica. Existe una conexión entre leer bien y hablar y escribir bien, y aunque es habitual que nos conminen a leer con fruición, no tanto a que escribamos o hablemos con cierta pericia y devoción. De hecho, la calidad de la expresión oral se ha deteriorado en el espacio público, basten como ejemplo el Congreso de los Diputados o las tertulias televisivas. Por otro lado, es posible que la comunicación en internet, a través de Twitch o YouTube, haga que las nuevas generaciones pongan un poco más de cuidado en expresarse con corrección, más allá de los tradicionales cursos y libros sobre cómo hablar en público.
Hay un relato que se repite de forma similar en diferentes tradiciones del mundo: un libro mágico, normalmente custodiado por un sabio, cae en manos de un no iniciado (un aprendiz, un criado, una niña) que convoca por error a un genio maligno, con todas sus consecuencias no deseadas. Lo relata Emma Smith en su libro
Magia portátil. Una historia alternativa de los libros y sus lectores (Ariel): el folclorista Stith Thompson lo ha encontrado (catalogado como “libro mágico invoca genio”) en diferentes lenguas europeas, de Islandia a Lituania. “El cuento refleja un temor generalizado según el cual los libros, en malas manos, son poderosos y peligrosos”, escribe Smith.
El relato diferencia entre el que sabe manejar el libro y el que no sabe, ese que, si algún día aprende, obtendrá un estatus que ahora no tiene. El libro, visto así, no es tanto democratizador o inocente propagador de la cultura como “potencial agente disruptivo de las jerarquías sociales”. Según Smith, los libros, para bien o para mal, tienen capacidad de acción en el mundo real. Es un punto de vista que, al principio, sembraba Rodríguez, y en el que insiste: “Necesitamos comprender que la lectura es intrínsecamente ambivalente, que se ofrece para lo mejor y para lo peor, y que solamente insistiendo en su dimensión cívica y política, podemos desambiguar su sentido y su orientación”.