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lunes, 24 de febrero de 2020

Antonio Gamoneda: “Todo hambriento es un microeconomista”

El poeta leonés vuelve a la posguerra con 'La pobreza', segunda entrega de sus memorias. Huérfano de padre, entró como recadero en un banco a los 14 años y militó en la lucha antifranquista. La censura le prohibió un libro y se pasó dos décadas sin publicar. En 2006 ganó el Premio Cervantes

En el estudio de Antonio Gamoneda se oye el reloj de la catedral y desde la ventana que da al jardín de su casa se ven “los únicos árboles del barrio”: un lauceraso de más de 100 años cuyo fruto, una especie de cereza negra, envenena a los pájaros incautos que acuden a picotearla. A su lado, un castaño de Indias igual de viejo y un lilo plantado por el propio poeta. Gamoneda nació en Oviedo hace 88 años, pero lleva 85 en León. Temprano huérfano de padre, dejó Asturias porque a su madre le recomendaron un clima seco que mitigase sus continuos ataques de asma. Él fuma tabaco de liar Manitou —“el que mata”— y tiene un par de cajas en la mesa, pero aparta el cenicero para las fotos: “Es poco cívico”.

El día 1 de junio de 1945, con 14 años recién cumplidos y “autoexpulsado” del colegio de los agustinos, entró a trabajar como recadero en el Banco Mercantil: “Jornada doble. 80 horas semanales, 89 pesetas de sueldo”. Ese momento es el elegido por el premio Cervantes de 2006 para dar comienzo a la narración en La pobreza, el volumen de memorias que se publica la semana que viene y que retoma su vida donde la dejó en Un armario lleno de sombra, publicado en 2009.

En un pasaje del nuevo libro describe la multitud de objetos que lo rodean: arañas y escorpiones fósiles, ópalos y turmalinas, una lágrima volcánica, cuadros y dibujos de amigos, dos fotos de sus padres y una de Emily Dickinson —el retrato de su esposa, Angelines, a la que llama “mi chica”, ocupa el fondo de pantalla del ordenador— , el reloj de pared de su madre —“parado hace 35 años”—, la bicicleta estática —“hace tres que no me subo”— y miles de libros perfectamente ordenados: todo Valle-Inclán, tratados de drogas y venenos y la historia de los heterodoxos de Menéndez Pelayo —“qué divertido es”— a su espalda. En la galería contigua, historia de las religiones, literatura catalana, gallega y portuguesa y un escueto estante con sus propios libros. El más voluminoso de todos está reencuadernado a las bravas con cartón gris de caja de zapatos y cinta americana marrón: se trata de Esta luz, su poesía reunida, publicada, como las memorias, por Galaxia Gutenberg.

La pobreza es un retrato de la posguerra española y de la lucha antifranquista a la vez que una reflexión sobre la capacidad de la escritura para atrapar el pasado. También un libro de viajes en el que se habla mucho de comida. “Muy propio”, dice su autor, “de un niño que ha pasado hambre”.


Antonio Gamoneda, este lunes en su casa de León. CARLOS ROSILLO

PREGUNTA. Usted habla de cultura de la pobreza, ¿existe?
RESPUESTA. Sí. No es invisible pero está invisibilizada. No es lo mismo conocer la pobreza objetivamente, como un sociólogo o un antropólogo, que vivirla desde dentro. No es igual el pobre que el que se solidariza con el pobre. No digo que sea mejor ni peor, digo que es distinto. Por eso digo también que las hambres históricas modifican para siempre el pensamiento de los hambrientos.

P. ¿El hambre modificó el suyo?
R. Yo nací a la conciencia con el hambre. Estaba en mi casa y estaba en la calle por la Guerra Civil, en los cupones de racionamiento y en las filas de mujeres golpeadas por la policía mientras hacían cola para conseguir cualquier porquería. Para mí era un hecho natural, horriblemente natural. Yo dejé de pasar hambre y mis hijas no la pasaron, pero todavía reconozco a los que la pasaron, a los que fueron como yo.

P. En Un armario lleno de sombra cuenta cómo marcó su infancia el hecho de que lo señalaran como pobre.
R. Fue en el colegio de los agustinos: se rieron de mí porque no tenía zapatos para el invierno y mi madre había rebajado para mí el tacón de unos de mi abuela. Aquello fue una mordedura para un chiquillo. Mucho más que las inclinaciones pederastas de los frailes o la división de los alumnos entre los distinguidos, los de clase media y los objeto de la supuesta caridad, nosotros. En ese momento me boté del colegio y dejé de ir…

P. Dejó de ir y quiso quemarlo…
R. Digamos que tuve una “expansión violenta” de la personalidad. Para pena de mi madre, a la que quería muchísimo y a la que mataba a disgustos. Yo no estaba para el manicomio, pero tenía una conducta esquizoide.

P. ¿Cómo era su madre?
R. Tenía por mí un amor exclusivo. Y nunca dejó de estar enamorada de mi padre, que murió al poco de nacer yo. Todavía la recuerdo en esta misma galería, ahí donde estás tú, en la silla de ruedas, con la cabeza ida y diciendo: “¡Cuánto tarda hoy Antonio!”.

P. A las cinco de la madrugada, cuando ella se ponía a coser, usted se iba a cargar carbón para encender la calefacción del banco. ¿Cómo recuerda la posguerra fuera de casa?
R. La resumiría en dos palabras: vigilancia y racionamiento. Pero antes que a rebelarse, la gente aspiraba a comer.

P. Sin embargo, usted terminó entrando en el partido comunista.
R. Los pobres reconocen enseguida de dónde viene lo que los oprime, saben de marxismo sin necesidad de leer un solo libro. Entienden mejor que nadie conceptos como valor o salario. Todo hambriento es un microeconomista.

P. ¿No le daba miedo la represión?
R. Claro. De eso no se libraba nadie. Pero tuve mucha suerte. Yo además temía por mi madre.

P. ¿Qué le decía ella de sus andanzas clandestinas?
R. Se imaginaba cosas pero confiaba en mí. Tenía a un chico escondido en casa y no preguntaba quién era, qué hacía allí o por qué no salía nunca a la calle.

P. ¿Luchaban por la democracia o eso es una proyección posterior?
R. Luchábamos contra la opresión, sin más. La democracia no estaba en nuestros dibujos. Y la verdad es que sigue sin estar muy dibujada.

P. Comparada con una dictadura…
R. Es verdad. Al menos formalmente. Hay menos hambre y menos hambrientos, pero los sigue habiendo. La opresión tiene hoy formas más presentables.

P. ¿Cuáles?
R. Sobre todo, el consumismo, que crea un bienestar falsificado y anestesia la conciencia.

P. ¿También a usted le desencantó la Transición?
R. Desencanto… Digamos que pensé que habría más espacios para la igualdad, la felicidad, el bienestar y las relaciones humanas.

P. Incluso el debate territorial sigue abierto. Hasta León pide ahora una autonomía propia.
R. A mí me da igual León con Castilla que sin ella. No creo en esas divisiones.

P. Pero ha firmado el manifiesto a favor de la separación.
R. Porque me lo pidió un amigo. Pero que no me pidan que lo defienda. ¿Es una división artificial? Totalmente. Ese tema me lo sé bien porque yo redacté las actas en las que se preparó la autonomía.

P. ¿Las actas?
R. Por entonces yo ya no trabajaba en el banco, sino en el área de cultura de la Diputación. Como se suponía que sabía escribir, me pidieron que asistiera a las reuniones y tomara nota. Aquello lo cocinó [Rodolfo] Martín Villa. Hay quien dice que quería una autonomía grande de voto conservador para contrapesar a los nacionalismos que dicen periféricos. Mi impresión es que se estaba preparando un feudo a medida. Para él o para algún otro. Hay que decir que tampoco le dieron mucha importancia a aquellas actas. Las tuve en el cajón durante años sin que nadie me las pidiera.

P. Pese a su compromiso antifranquista, siempre ha sido muy crítico con la poesía social.
R. Porque en poesía el realismo tiende a no ser nada. Escribir como se habla en los periódicos es muy digno, ¡pero para eso están los periódicos! Se puede ser ideológicamente progresista y estéticamente reaccionario.

P. Sin embargo, en La pobreza elogia la poesía de Ángela Figuera Aymerich.
R. Era de las buenas. Tenía un hilo más fino y más fuerte que Gabriel Celaya o que Blas de Otero.

P. ¿La poesía puede cambiar el mundo?
R. No, pero intensifica la conciencia. Y una conciencia más intensa sí puede actuar sobre las circunstancias.

P. Usted también escribió un libro de poesía comprometida: Blues castellano.
 R. Sí, fue mi paso por esas cercanías, aunque no era exactamente poesía social porque debe mucho al jazz y a Nazim Hikmet. Lo echó abajo la censura diciendo que eran versos malos, ateos y resentidos. No salió hasta 1982.
Las manos de Antonio Gamoneda.
Las manos de Antonio Gamoneda. CARLOS ROSILLO

P. ¿A la larga le benefició que lo censurasen?
R. A veces pienso que sí. Tal vez, si lo hubiera publicado en 1966, me habría reblandecido y acomodado. No lo sé. El caso es que luego publiqué Descripción de la mentira, que tendrá todos los defectos, pero fue para mí un escalón fuerte.

P. Pero fue casi 20 años después de su primer libro, en 1977. Ese silencio le dejó entonces fuera del canon de su generación, la del 50. ¿En algún momento pensó que se había acabado todo?
R. No. Al principio no escribía. Luego escribía pero no publicaba. Pero eso no me frustró, simplemente me di cuenta de que estaba fuera de la bolsa, fuera de las antologías. Todo me pareció natural y bien.

P. ¿Cuál es el mejor poeta de su generación?
R. Claudio Rodríguez.

P. ¿Y el más sobrevalorado?
R. Jaime Gil de Biedma. Claudio era un monstruo que con 17 años escribió una monstruosidad: Don de la ebriedad. Los dos grandes del siglo XX español son Lorca y él. Y eso que por el medio hay hasta un premio Nobel como Aleixandre. Gil de Biedma era muy inteligente, se dio cuenta de que la cosa no daba para más y dejó de escribir. Como tenía mucha personalidad, en torno a él creció el mito.

P. A usted terminó llegándole el reconocimiento. ¿Le cambió el Premio Cervantes?
R. Me cansó. Las componendas, las llamadas, los viajes. Mucha dosis.

P. Vivía en la periferia, pero en las memorias cuenta que le ofrecieron dirigir la editorial Taurus e ingresar en la RAE.
R. Lo de Taurus me hubiera obligado a vivir en Madrid. El grupo financiero Fierro había entrado en la editorial, y como yo tenía experiencia en un banco y era escritor pensaron que valdría. Como no quise, se lo dieron a Jesús Aguirre, el futuro duque de Alba. Pero fue hace 50 años. Lo de la Academia sería en 2000. Me lo ofrecieron Claudio Guillén y Víctor García de la Concha. No lo desprecio, pero ¿qué hago yo allí con mi bachillerato por libre?

P. No le gusta la palabra autodidacta.
R. No, pero qué más me da a mí aprender algo de un libro o de un señor que está en una tarima.

P. Al final ha terminado siendo doctor honoris causa por varias universidades de todo el mundo.
R. Yo soy doctor por la puerta de atrás.

P. ¿Lamenta no haber hecho eso que llaman estudios reglados?
R. Ahora no lo vivo como una desdicha, y en su momento no tenía tiempo de pensar en la desdicha. Las pérdidas no son demasiado sensibles. Pero la verdad es que me fastidia no poder leer a Virgilio en latín.

La pobreza. Antonio Gamoneda. Galaxia Gutenberg, 2020. 400 páginas. 22,50 euros. Se publica el 12 de febrero.
https://elpais.com/cultura/2020/02/07/babelia/1581091598_442947.html?rel=lom