La soviética participó en la II Guerra Mundial como piloto de bombardero nocturno.
Los soldados alemanes las denominaban nachthexen, “brujas de la noche”, y a sus avioncitos, los biplanos de instrucción Polikarpov PO-2, cuyos motores producían un característico petardeo, “máquinas de coser”. No había ni pizca de condescendencia en ello: las tropas de Hitler habían aprendido a temer a las aviadoras rusas del 588º regimiento de bombardeo nocturno desde el verano de 1942, cuando hicieron su aparición en los cielos de la URSS invadida por los nazis. Era una pesadilla para los soldados el que los bombardearan en medio de la noche. Las jóvenes pilotos volaban casi a ojo, sin radio, carecían de ametralladoras y de paracaídas. Nadia Popova, Héroe de la Unión Soviética, que falleció el 8 de julio a los 91 años, fue una de aquellas chicas valientes y una de las más famosas y condecoradas.
Popova, hija de ferroviario, creció en Donetsk, en Ucrania, y decidió ser aviadora al ver un aeroplano aterrizar cerca de su casa. Aprendió a volar en los clubes paramilitares de planeadores, los Osoaviakhim, y corrió a alistarse al oír que pedían voluntarias para la fuerza aérea cuando estalló la guerra. La llamada a las chicas la hizo la legendaria Marina Raskova, que no les ocultó que no solo tenían muchas probabilidades de morir sino que lo harían —y lo hicieron— de una forma especialmente horrible. “Puede que os queméis de manera que ni vuestra madre os reconocerá”. Ni Popova, que se enroló con 19 años, ni sus compañeras dudaron. Eran la mayoría muy jovencitas. A Larissa Rasanova, una de las compañeras de Popova, su madre le tuvo que decir que no se llevara a la guerra su muñeca.
La peripecia de las pilotos rusas de la II Guerra Mundial es una de las páginas más emocionantes y conmovedoras de la historia de la aviación. Fueron las únicas mujeres que volaron en misiones de combate durante la contienda. La fuerza aérea soviética, diezmada durante los primeros compases de la Operación Barbarroja, reclutó tres regimientos enteros compuestos solo por mujeres, no solo las aviadoras sino todo el personal de tierra. Popova, una de las miles que se alistaron, fue seleccionada para el bombardeo nocturno, la misión menos glamurosa, pues todas querían ser pilotos de caza, como Lily Litvak, la Rosa de Stalingrado. Pero las “brujas de la noche” se ganaron el respeto de todos. Entre sus tácticas casi suicidas estaba el atacar en parejas: el primer aparato concentraba el fuego del enemigo y así el segundo podía penetrar las defensas, a menudo planeando en silencio con el motor parado. En 1943, las chicas del 588º alcanzaron como premio a su coraje el supremo honor militar de que su unidad fuera renombrada como Regimiento de Guardias, el 46º, una denominación que las integraba entre la élite del Ejército Rojo. Popova, cuyo hermano murió en el frente y cuyo hogar fue envilecido por los nazis al convertirlo en cuartel de la Gestapo, recordaba aquella ocasión de fiesta, orgullo y vodka con lágrimas en los ojos.
Desde el principio, las aviadoras se juramentaron para luchar —y morir— igual que los hombres, como se les exigía, pero sin dejar de ser mujeres. Trataron en lo posible de feminizar sus ropas de vuelo o mantener largos sus cabellos.
Popova, que nunca despegaba sin su talismán, un pequeño broche en forma de escarabajo, aunque tenían prohibido portar joyas, voló en 852 misiones durante la guerra y fue abatida u obligada a aterrizar varias veces. Una vez contó 42 agujeros de bala en su avión.
En agosto de 1942 la derribaron en el sur del Cáucaso y se unió a una columna de soldados y refugiados en retirada. En esa situación conoció al piloto Simon Harlamov, que viajaba herido con el grupo. Esa primera vez no le pudo ver la cara, que el aviador llevaba vendada, y sin embargo se enamoró de él. El día que acabó la guerra, Simon fue a buscarla a su aeródromo cerca de Berlín y juntos visitaron la ciudad, dejando sus nombres de enamorados en las humeantes ruinas del Reichstag. Harlamov y Popova se casaron y permanecieron juntos hasta la muerte del primero en 1990.
Fuente: Jacinto Antón. El País.
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viernes, 26 de julio de 2013
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