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domingo, 1 de diciembre de 2013
El hombre que vivió 12 años entre lobos
La primera vez que Marcos Rodríguez Pantoja se sentó frente a un plato de sopa no supo qué hacer. Lo miró detenidamente, ahuecó la palma de su mano y la introdujo en él. El contacto con el líquido hirviendo le hizo pegar un salto y el plato acabó hecho trizas en el suelo.
Corría el año 1965 y él tenía 19 años, pero hacía más de una década que no se sentaba frente a un ser humano que le ofrecía algo para comer.
Venía de pasar 12 años solo en medio de la sierra, con lobos, cabras, serpientes y otros animales como única compañía.
"Los animales eran mi familia, mis amigos, todo" Cuando era pequeño –"yo tendría unos 6 o 7 años", recuerda- su padre, que se había vuelto a casar, lo vendió a un cabrero que se lo llevó a Sierra Morena, un lugar agreste y de difícil acceso en el sur de España, para ayudar a un viejo pastor a cuidar su rebaño.
Al poco tiempo el pastor murió y Marcos se quedó solo. Más asustado de la gente -después de años de maltratos y palizas que le propinaba su madrastra- que de la soledad del monte, Marcos nunca intentó regresar, hasta que lo encontró la Guardia Civil en el 65 y se lo llevó por la fuerza a Fuencaliente, un pequeño pueblo a los pies de Sierra Morena.
Aunque ya han pasado casi 50 años, Marcos todavía recuerda vívidamente su paso por la sierra y el impacto que le produjo el regreso.
En el monte
"Al principio yo lo pasé muy mal. No sabía qué comer, le tenía miedo a los animales y al viejo. Pero después nos hicimos amigos y con los bichos también. Y así fue como empecé a sentirme muy bien. ¡Me sentía estupendamente!, le dice Marcos a BBC Mundo.
"Para mí aquello era la gloria porque ya no me pegaban palizas", añade.
Lo poco que le enseñó el pastor antes de morir fue suficiente para que no pasase hambre. Aprendió a cazar conejos y perdices con trampas hechas de palillos y hojas, y a despellejar a los animales para aprovechar su carne y su piel.
"Para comer me guiaba por los bichos. Lo que comían ellos lo comía yo", cuenta. "Los jabalíes comían unas patatas que estaban enterradas. Las encuentran porque las huelen. Cuando iban a desenterrarlas yo les tiraba una piedra, ellos se escapaban y entonces yo me robaba las patatas".
Librado a su suerte, Marcos estableció un vínculo especial con los animales.
"Un día me metí en una lobera a jugar con unos cachorritos que vivían allí y me quedé dormido. Cuando desperté, la loba estaba cortando carne de ciervo para los cachorros. Yo traté de quitarle un pedazo, porque también tenía hambre y me pegó un zarpazo", dice imitando el gesto de la loba.
"Cuando terminó de alimentar a sus cachorros, me miró y me tiró un trozo de carne. No quería tocarlo porque pensé que me iría a atacar, pero me lo fue acercando con el hocico. Lo cogí, lo comí y ella se me acercó. Pensé que me iba a morder, pero sacó la lengua y me empezó a lamer. Después de eso, ya era uno más de la familia. Íbamos a todos lados juntos", recuerda.
Marcos cuenta además que tenía una serpiente como compañera. "Vivía conmigo en la cueva de una mina abandonada. La crié de pequeñita. Le había puesto unas ramitas para hacerle un nido y le daba leche de las cabras. Me seguía a todos lados y me protegía", asegura Marcos.
¿Pero nunca te sentías solo?, le pregunto.
"Nooooo", dice enfático. "Me sentía un hombre feliz porque tenía todo lo que quería, yo no conocía otra cosa. Yo me sentía solo cuando no sentía a los bichos, porque por la noche siempre hay un bicho que canta”, me cuenta y, acto seguido, se pone a imitar el sonido del ciervo, el zorro, el búho y otros animales que le hacían compañía.
Cuando contestaban, "yo me iba a dormir tranquilo porque sabía que no me habían dejado solo".
Así, los sonidos y los gruñidos fueron ganándole espacio a las palabras hasta que dejó de hablar.
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