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jueves, 20 de septiembre de 2018

El poder de la blasfemia

El poder de la blasfemia

Santiago Alba Rico
Cuarto Poder

Willy Toledo ha pasado una noche en la cárcel por blasfemar. Si hay algo eterno que podemos llamar aún España -y eso para todos, por muy ligeros o postmodernos que nos queramos- es precisamente esta combinación: la cárcel y la blasfemia.

Toledo se ha cagado en Dios, lo que es una estupidez; o lo parecía antes de que una asociacion católica lo denunciase y un juez admitiese a trámite la denuncia. En España todo el mundo blasfema; todo el mundo ha blasfemado siempre, sobre todo los católicos y, cuando en España todo el mundo era católico, blasfemaban sólo los católicos. Ahora bien, cuando los católicos españoles se cagan en Dios no están pensando en Dios sino en la Iglesia. España -recuerda Villacañas en su libro sobre el poder político- ha sido un país extraño en el que la Iglesia ha regido durante siglos de modo inquisitorial los destinos de una población naturaliter cristiana, de manera que el anticlericalismo furibundo español, antes de adoptar formas ateas, era profundamente católico: pensemos, por ejemplo, en la quema de conventos de 1834, cuando los vecinos católicos de Lavapiés atribuyeron la epidemia de peste que asolaba la ciudad a un envenenamiento de las fuentes públicas por parte de las órdenes religiosas instaladas en Madrid.

Por lo demás, siempre he interpretado en este sentido un misterioso pasaje de los Episodios Nacionales en el que Galdós, en el marco de la primera guerra carlista, habla de la relación difícil del aspirante Don Carlos con su máximo general, Rafael Maroto, un hombre de cuyo fervoroso catolicismo nadie podía dudar. Pues bien, dice Galdós en las últimas páginas de su novela Vergara: “(Don Carlos) odiaba cordialmente a Maroto, no por mal militar, que no lo era, ni por desafecto a su causa, sino porque en cierta ocasión de apuro, atravesando la frontera de Portugal, había soltado D. Rafael en los regios oídos la interjección más común en bocas españolas, desacato que el meticuloso Rey no perdonó nunca”. ¿Qué “interjección” se le escapó al impulsivo y beato Maroto que su rey, tan necesitado de su ayuda, no le pudo perdonar? Sin duda una blasfemia; probablemente un “me cago en Dios”; y si su rey no se lo pudo perdonar no fue porque descubriese de pronto que su general era ateo, sino porque se percató de que era algo peor: un católico anticlerical y, por lo tanto, un carlista tibio (como quedó demostrado en el famoso “abrazo de Vergara” con Espartero en 1839).

Más allá de este caso sujeto a especulación, todos sabemos que los católicos blasfeman y se cagan en Dios no contra Dios sino contra la Iglesia, dentro de la cual muchos de ellos se han sentido siempre incómodos o engrilletados. En este sentido, uno de los graves errores de la Segunda República Española, y más en una situación de rebelión militar “católica”, fue la de obligar a los blasfemos católicos a elegir entre el ateísmo y la Iglesia, dentro de la cual los católicos al menos podían blasfemar. Es fuera de la Iglesia donde no se puede, como lo demuestra la denuncia contra Willy Toledo por parte de una asociación compuesta sin duda por católicos que blasfeman libremente, pero que no pueden aceptar el anticlericalismo consciente y premeditado de un ateo.

Muchos católicos se cagan en Dios por amor a Dios y rechazo de la Iglesia. Incluso muchos curas se cagan en Dios, porque esa expresión, junto a “me cago en la hostia”, se encuentra en la línea de salida -en la superficie- del rico repertorio blasfemo y palabroto del pueblo español plurinacional. Esas “interjecciones” están ahí, a disposición de todos, y salen del alma apenas una contrariedad, pequeña o grande, asalta nuestras vidas. Un católico blasfema, aunque no lo sepa, contra la Iglesia; y la Iglesia le perdona su anticlericalismo plebeyamente cristiano. Un cura blasfema, en cambio, para unirse más al Dios en el que cree firmemente (los que creen firmemente en él). O para interiorizar su misión como su representante y apropiarse -fervor rayano en la herejía- parte de su sustancia divina.

El “me cago en Dios” de un cura es como el “me cago en tu madre” de una madre que regaña al hijo que ha cortado los flecos del sillón o hecho trizas la vajilla. Al cura blasfemo (que es el bueno, el verdadero creyente) le sale del alma regañar a Dios con un “me cago en Dios” -pienso en algunos teólogos de la liberación ante flagrantes casos de injusticia- porque lo sienten suyo y así lo hacen más suyo, y se lo arrebatan un poco a los “malos” que invocan su nombre con solemnidad hipócrita y distancia humanamente despectiva.

No se puede escapar de España blasfemando. Todos blasfeman; todos blasfemamos. Lo que los católicos blasfemos no pueden quizás tolerar del “me cago en Dios” de Willy Toledo es precisamente que no le ha “salido del alma”; que le ha salido de la ideología, de la voluntad fría -diría Pavese- de añadir un clavo en la crucifixión de Cristo. Que no le haya salido del alma sino de la ideología vuelve en realidad más ingenua e infantil la blasfemia: una palabrota antigua, un poco obsoleta o pasada de moda, la autocomplacencia afirmativa y audaz de un niño en la fase oral que paladea el verbo más que el nombre y al que excita su propio coraje escatológico.

Ahora bien: ocurre que algunos católicos no ven aquí una niñería antigua, como la veo yo, ni un empobrecimiento ideológico; ven, del mismo modo que esos fanáticos musulmanes que atacan las pésimas e infantiles caricaturas del Charlie Hebdo, un ataque real a su Dios, al que creen absolutamente real, de manera que de pronto la blasfemia banal de Toledo, que pincha en nervio vivo, adquiere un sentido que en el contexto sociológico actual no tiene. Ese “sentido”, en todo caso, podía haberse quedado ahí, en una batalla en internet entre un niño valiente y un grupo de fanáticos musulmanes (quiero decir católicos) si no fuese porque, de manera inesperada, ha intervenido la justicia, y no precisamente, como sería de rigor, para defender al niño malhablado de los fanáticos ofendidos.

Porque es aquí donde interviene el otro rasgo típicamente “español”: la cárcel. Lo que da verdadero sentido, de manera retrospectiva, a la infantil blasfemia de Toledo (que se vuelve así grande, misteriosa y subversiva) es la cárcel. Es en este “sentido” adventicio, a contrapelo del contexto social, donde estamos ahora obligados a movernos todos, con independencia de lo que pensemos del twit de Toledo; blasfemar tiene el sentido que le ha conferido la persecución judicial y ya no podemos escapar a él, y no debemos hacerlo, en defensa precisamente del contexto social (que disolvería el sentido de la blasfemia) y, en consecuencia, de la libertad de expresión. Por alargar la cosa más allá de un “me cago en Dios” ideológico, podemos decir que Toledo, Hasel, Valtonyc, los independentistas catalanes encarcelados -y todo ello al margen de que nos gusten o no sus canciones o sus posiciones políticas- no habrían hecho nada si nada se hubiera hecho contra ellos. El “sentido” de sus actos, derivado del fanatismo religioso y de la persecución judicial, se habría perdido en el contexto social, como una chiquillada o una broma, si el Estado español fuese un poco más democrático -fuese realmente democrático.

Resulta que en España, el país más blasfemo y descarado del mundo, el más frívolo y más olvidadizo, tiene sentido blasfemar, además de sonido. Así que ahora, por culpa de unos fanáticos y una mala ley, estamos obligados a tomárnoslo en serio, ese sentido, hasta que se disuelva de nuevo -y desaparezca inaudible- en el repertorio palabrotero banal y en la banal rutina democrática.

Fuente:

viernes, 3 de mayo de 2013

Los peligros de la lectura

Santiago Alba Rico. Revista Minerva.

De los peligros de la lectura nos habla el canto V del Infierno de La Divina Comedia. Allí Dante se encuentra con Paolo y Francesca, los dos amantes condenados en la ciudad doliente por su pasión adúltera; y el poeta indaga compasivo por el origen de este «peligroso deseo» que los ha conducido a la muerte y a la aflicción eterna. Francesca, pálida y lacrimosa, rememora el día en que, por puro entretenimiento y sin «la menor sospecha», leía junto a Paolo los amores de Lanzarote y la reina Ginebra. Absortos en el libro, un poco ya sin color el rostro, aliento contra aliento, se sorprendieron a sí mismos al llegar al pasaje en el que «la deseada sonrisa fue besada por tal amante»; entonces Paolo, tembloroso, besó a su vez la boca de Francesca y «ya no leyeron más desde aquel día».

Francesca se justifica ante Dante acusando al libro y a su autor como testigos y alcahuetes de su abrazo («Galeotto fu’l libro e chi lo scrisse»). ¿Será tanto el poder de los relatos? Pongámoslo en duda. Resulta difícil creer que a Paolo y Francesca no se les hubiera pasado nunca por la cabeza la existencia de las bocas y los besos antes de leer juntos la frase; y que, más bien al contrario, no fueran llevados a esta lectura común precisamente por su deseo de besarse. Los libros determinan poco la realidad; más bien la secundan, la subrayan, la legalizan. Más allá de su potencia afrodisíaca, los amores adúlteros de Lanzarote y Ginebra estaban investidos de una incontestable autoridad literaria que convertía su emulación, entre las clases letradas, en un acto al mismo tiempo prestigioso y aceptable. El libro no era una orden; ni siquiera una tentación. Era algo así como un certificado de buena conducta mitológica o literaria. Lo que prohibía la Iglesia lo permitía la Literatura. Incluso en una cultura aherrojada por la represión moral, puede ser socialmente más prestigioso imitar a Lanzarote o a Ginebra que a Cristo o a la Virgen María. Paolo y Francesca se dejaron llevar por el deseo, no por la lectura, y el libro lo único que hizo –si algo hizo– fue intensificar literariamente el placer de su abrazo prohibido.

Nadie puede acusar tampoco a Goethe de provocar la epidemia de suicidios juveniles que siguieron a la publicación en Alemania, en 1774, de Las cuitas del joven Werther. Uno puede quitarse la vida por una tontería, incluso por un libro, pero es más sensato decir que el libro de Goethe recogía el «espíritu» de una época en la que el suicidio, reprobado por la moral y por la religión, era percibido, entre las clases letradas, como una prestigiosa protesta cósmica contra el Todo. Hoy, suprimida la «época», podemos leer las penas de Werther con interés, pero sin peligro alguno.

Digo todo esto porque me da un poco de vergüenza confesar que admiro locamente a Tintín, contra cuyo creador, el belga Hergé, se han escrito hace poco tantas y tan certeras críticas. Recientemente incluso se ha interpuesto en Bruselas una demanda para que los tribunales prohíban la reedición y difusión de Tintín en el Congo. No cabe la menor duda de que, incluso en sus mejores álbumes, el asexuado periodista de Hergé transporta esa visión colonial del blanco moralmente superior del que dependen los otros pueblos incluso para tomar conciencia de su igualdad, incluso para librarse del poder de los blancos. En los peores, Hergé es francamente racista y reaccionario; basta pensar, sobre todo, en los tres primeros: Tíntin en el país de los soviets, Tintín en América y el citado Tintín en el Congo. Pero como quiera que existe sin duda una relación kantiana y platónica entre la justicia y la belleza, hay que decir que la evolución artística de Hergé es siempre hacia un nivel mayor de justicia y que sus libros más bellos no se agotan en su ideología católico-scoutiana. Ya El loto azul –siempre un poco paternalista– es un álbum inquietante y provechosamente etno-descentrado; y a medida que aprende a dibujar, que complica sus historias, que enreda a sus personajes, Hergé va desprendiendo mundos que no sabe que lleva dentro y que se pueden mirar y explorar desde otros moldes humanos e ideológicos.

Confieso que toda mi formación ha girado en torno a Tintín y Marx. De niño leí todos los álbumes un mínimo de setenta veces cada uno y, cuando ya no era posible, soñaba –literalmente soñaba– que Hergé había dibujado un nuevo cómic después de muerto. Tintín no me impidió leer luego El Capital ni enredarme en una relación promiscua con el mundo árabe, donde vivo desde hace veinte años. Lo que importa de un libro es desde dónde se lee. Lo normal es que un libro se lea desde otro libro y lleve a su vez a un libro nuevo. Leído desde la Inglaterra victoriana, el Kim de Kipling es una de las más fraudulentas exaltaciones del imperio británico, pero leído al mismo tiempo desde la juventud y desde Polanyi o Chesterton, es una emocionante defensa de la antropología elemental y una experiencia fuerte de cosmopolitismo empírico. En el contexto de la Rusia pre-revolucionaria, dominada por la lucha entre eslavófilos y europeístas, Los demonios de Dostoievsky es un estridente panfleto reaccionario que incluso alerta, con fanatismo delirante, de la imparable colusión entre el comunismo y el Papa; pero su atmósfera, su estructura, su pulso psicológico, lo ponen en relación con Nieve de Pamuk o con Salto Mortal de Oé, dos autores claramente de izquierdas. Lo mismo puede decirse de Hergé. A la espera de que el racismo desaparezca del mundo y cuando Europa, en todo caso, se ha venido definitivamente abajo como «proyecto universal», queda el hecho de que Las joyas de la Castafiore, con sus falsos suspenses y su asfixiante atmósfera claustral, es el equivalente en cómic de Las reglas del juego de Renoir; y que Tintín en el Tíbet, con ese blanco impulso contra la felicidad y la lógica, podría utilizarlo el plan Bolonia para explicar a Kant en la Universidad.

Lo que importa de un libro es desde dónde se lee. Lo normal es que un libro se lea desde otro libro y lleve a su vez a un libro nuevo. Si Tintín en el Congo fuese el único libro del mundo, habría que prohibir sin duda su lectura. Pero eso sucede con todos los Únicos Libros, incluidos la Biblia, el Corán y El Capital de Marx, de los que aprendemos siempre algo porque no estamos encerrados en ellos. Lo que nos defiende de los libros son otros libros como lo que nos defiende de nuestro cuerpo son los otros cuerpos. No acusemos a la lectura de los besos que damos o de los que no hemos dado. No arrojemos al fuego ni a los enamorados ni las novelas. Contra las malas, están las buenas; y contra la legalización literaria del racismo o del imperialismo o del fanatismo, habrá que encontrar o construir esa combinación platónica de justicia y de belleza desde la cual podamos despreciar Tintín en el Congo y disfrutar de Las joyas de la Castafiore; y extraer de Kim y de Los demonios las armas imprescindibles para combatir la arrogancia de Kipling y el integrismo de Dostoievski.
Fuente: http://www.revistaminerva.com/articulo.php?id=558