La formidable película de Raoul Peck, El joven Marx, reaviva el interés por el pensamiento de Marx e invita a su (re)lectura.
Desde la crisis de 2008, con los peligros que hizo correr al planeta, el capitalismo ya no es visto como el fin de la Historia. Ese interés por el marxismo se extiende también a terrenos como el de la medicina y de la salud incluso en quienes están lejos de los círculos militantes. La revista The Lancet, antigua y prestigiosa revista de medicina británica, publicó en un reciente número, una contribución de su director de redacción, Richard Horton, bajo el título «Medicine and Marx» (vol. 390, 4 noviembre de 2017).
El autor señala que, pese al descrédito provocado por la caída de la Unión Soviética, el pensamiento de Marx es de una actualidad irrefutable. El aniversario del nacimiento de Marx, que será conmemorado el 5 de mayo de 2018, será un momento propicio para evaluar de nuevo sus aportaciones. Las ideas marxistas vuelven a impregnar el debate político, en particular sobre los problemas de salud, a los cuales el capitalismo y los mercados son incapaces de responder.
Las privatizaciones, el poder de las elites médicas, la creencia eufórica en los progresos técnicos, el capitalismo filantrópico, las tendencias neo-imperialistas de la política sanitaria mundial, las enfermedades inventadas por laboratorios o la exclusión y estigmatización de poblaciones enteras son algunos de los problemas a los cuales el marxismo puede aportar un análisis crítico.
El marxismo constituye también un llamado a luchar por valores como el de la igualdad social, el fin de la explotación y para luchar contra la salud considerada como una mercancía más. La agravación de las desigualdades a escala planetaria confiere su verdadera actualidad al debate sobre los puntos mencionados. Tal como lo demuestra el epidemiólogo inglés Richard Wilkinson, no es para nada necesario ser marxista para apreciar lo que la medicina puede aún aprender de Marx.
Recuerda también que las preocupaciones por la salud pública son contemporáneas al nacimiento del marxismo con el libro de Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, (1845). Marx hará a menudo referencia a este libro de su amigo.
En el libro I de El Capital, en particular en el capítulo sobre la jornada de trabajo, Marx denuncia con vehemencia las consecuencias de las violencias de la explotación sobre la salud de los obreros. El problema del trabajo infantil es el ejemplo más significativo de esas violencias. Hay en Marx un interés real tanto por los problemas de salud como por la protección de la infancia. El filósofo alemán cita numerosos testimonios de médicos que denuncian en sus informes el estado sanitario de los obreros y la explotación de los niños. Según el doctor inglés Arledge, por ejemplo, los alfareros tienen «una altura atrofiada, son anémicos, están sujetos a dispepsia, problemas hepáticos, renales y a reumatismos”. Habría incluso un asma y una tisis (tuberculosis) propia de los alfareros.
En las fábricas de cerillas químicas trabajan a menudo niños de 5 o 6 años, en una atmósfera saturada de fósforo. Es el infierno de Dante, dice Marx. El médico jefe del hospital de Worcester escribe que “contrariamente a las afirmaciones interesadas de algunos patrones, yo declaro y certifico que la salud de los niños sufre mucho de esas condiciones”. Eso no es obstáculo para que los que Marx llama irónicamente “los amigos del comercio” justifiquen el trabajo infantil invocando a menudo la moral y la educación.
Marx subraya lo siguiente: “El capital usurpa el tiempo exigido por el crecimiento, el desarrollo así como el necesario para mantener el cuerpo con buena salud… Roba el tiempo que debería ser utilizado para respirar el aire libre y gozar de la luz del sol”.
“La antropología capitalista (agrega Marx), decreta que la infancia debería durar hasta los diez años, a lo sumo, once”. Hoy, en el siglo XXI, “la antropología capitalista” decreta la edad a la que podemos jubilarnos.
A Marx le gustaba otorgar al capital la imagen de un vampiro. “El capital es trabajo muerto que, como un vampiro, sólo cobra vida chupando el trabajo vivo”.
La salud es la sangre de la fuerza de trabajo con la que se alimenta el capital. Pero si la salud de los trabajadores es la fuente de la riqueza, el capitalista no necesita cuidarla, ocuparse de ella. Cuenta con “el ejército industrial de reserva” que aportará siempre mano de obra gracias, ayer, a la sobrepoblación obrera, al desempleo, hoy. El derecho a la salud ha sido siempre una conquista de la clase obrera contra el capital.
Es necesario, hoy más que nunca, recordar que los sistemas de Seguridad Social se financian con esa parte de los salarios arrancada al capital para garantizar la salud de los trabajadores a largo plazo y no solamente para una salud útil en lo inmediato para la producción. No debe entonces sorprender a nadie que esa parte diferida del salario que permite “respirar el aire libre y gozar de la luz del sol” sea rebautizada “carga social” y acusada vergonzosamente de aumentar “el costo del trabajo”, de provocar la histeria de “los amigos del comercio”. Para estos últimos, sus beneficios serán siempre mucho más valiosos que la salud de los hombres y mujeres.
La riqueza propia a la fuerza de trabajo no se explica a través de la fisiología ni de algún misterioso principio vital secretamente guardado por la medicina sino a través de las relaciones sociales.
La medicina, por su lado, permitirá tomar mucho más en cuenta al hombre social en lo que determina la salud.
Stéphane Barbas es psiquiatra infantil. Artículo publicado en L’Humanité, 5 de enero de 2018.
http://www.sinpermiso.info/textos/derecho-a-la-salud-la-vigencia-del-analisis-critico-de-marx-ante-las-desigualdades
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lunes, 22 de enero de 2018
jueves, 3 de septiembre de 2015
La ciencia descubre que trabajar mucho es malo para la salud y que trabajar mucho puede matarnos de golpe.
Más de 55 horas semanales en el puesto laboral pueden dañar las arterias y aumentar el riesgo de ictus en un 33%.
El peligro de sufrir un ataque al corazón es un 13% mayor.
Trabajar en exceso resulta agotador. Y a lo bestia puede provocarnos un ictus o un ataque al corazón. Ambas son las sorprendentes conclusiones de un estudio de casi 10 años publicado en la revista The Lancet. Sorprendentes por la obviedad de sus resultados. ¿Cuántos recursos humanos y financieros se han movilizado para tamaña hazaña científica?
El estudio de marras viene a decirnos que las personas que trabajan más de 55 horas a la semana en Europa, EE.UU. y Australia adquieren mayores riesgos mortales que las que no superan las 35 o 40 horas, la frontera legal más o menos establecida en los países de referencia. Por tanto, las sociedades capitalistas aún tienen un margen de hasta 20 horas para apretar las tuercas de la productividad y de la explotación laboral. Esa es una de las razones ideológicas e intereses ocultos del estudio que ahora se hace público de una forma aséptica y casi neutral por la mayoría de los medios de comunicación que repiten la noticia en estas fechas de sopor veraniego como relleno de sus portadas.
Dos preguntas inmediatas. ¿Por qué no se ha llevado a cabo el seguimiento y análisis exhaustivo en África, Asia y los países árabes? Es evidente: a las multinacionales y a Occidente no les interesa sacar a la luz las condiciones esclavistas de los trabajadores y trabajadoras de la periferia del mundo globalizado y tampoco la imagen sucia de niños y niñas en el duro tajo del día a día para subsistir en la miseria absoluta. ¿Por qué no se ofrecen datos por sectores de actividad, grupos de responsabilidad, edad y sexo? No se quiere entrar al detalle para no ver la realidad real, aquella que se encuentra dividida en clases sociales enfrentadas, inmigrantes, mujeres, jóvenes y otros grupos marginados de especial riesgo y acuciante necesidad por trabajar de lo que sea y por cualquier salario.
La redactora del artículo que glosamos, quizá también ella becaria o digna representante de la precariedad laboral, se deje llevar por los lugares comunes para no incurrir en lecturas políticamente incorrectas. Para enganchar al lector de una manera expresiva asocia trabajo a oficina y ordenador, dejando fuera, tal vez inconscientemente, a los empleos manuales y el trabajo doméstico. Ella también es prisionera del orden establecido y de los clichés ideológicos habituales del neoliberalismo. Probablemente no quiere meter la pata por el peligro de que su contrato en prácticas o basura deje de ser renovado ante su inminente conclusión. En la misma situación están millones de trabajadores en el mundo rico.
La espesura ideológica del capitalismo no deja entrever a la redactora la dimensión del bosque ni la textura de los árboles que lo conforman. Así, se permite escribir sin indagar en otras fuentes críticas con el sistema (sindicatos, por ejemplo) que “Aunque todavía no están muy claros los mecanismos que están detrás de esta asociación, los investigadores sugieren que el exceso de horas en el trabajo se vincula con conductas que aumentan el riesgo cardiovascular, como la inactividad física, un mayor consumo de alcohol y una respuesta constante y repetitiva al estrés.” En el texto hay contradicciones flagrantes de peso: una persona trabajadora sobreexplotada difícilmente tendrá tiempo para practicar deporte pues su ocio es escaso: reponerse del esfuerzo sostenido para ganarse la vida, tomarse una caña rápida con los amigos y salvar como pueda la fatiga física y existencial (ella lo llama estrés porque ostenta mayor pedigrí psicológico) es todo lo que puede permitirse en sus mínimos ratos de descanso para evadirse de la realidad objetiva. Y dormir y comer, claro está.
Otro párrafo memorable del artículo nos informa que en los países de la OCDE el 12 por ciento de los hombres (sic) trabajan más de 50 horas a la semana. ¿Y las mujeres cuánto trabajan? ¿Qué hombres dedican tanto tiempo a lo laboral: empresarios, banqueros, altos dignatarios o inmigrantes y personas de la escala más baja y precaria? El machismo se escapa por estas líneas tan impropias de un artículo bien documentado y no sesgado por las fuentes viciadas en origen. Hay que pedir un mayor rigor y compromiso con la objetividad a los profesionales de la comunicación.
El reportaje se redondea con las consultas a los expertos de rigor. Las perlas recogidas son más que elocuentes. El doctor sueco Janlert, de la universidad Umea, dice textualmente: “El tiempo que se pasa trabajando al día es una decisión humana. Esencialmente, si trabajar mucho genera un daño en la salud, debería ser posible cambiarlo…”. Cortamos aquí. ¿Decisión humana libre sin responsables? ¿Es el trabajador en solitario el que opta por jornadas extenuantes que dañan su salud? Janlert no quiere ver desde su ceguera doctrinal la estructura capitalista que condiciona todo el entramado laboral de explotación laboral, resguardándose en la decisión humana para no desvelar las causas objetivas de fondo y eludir de este modo tan elegantemente académico el tener que señalar con el dedo acusador a los autores de tamaños desafueros. La ciencia encerrada en su presunta objetividad al servicio del mercado: el punto de vista de Janlert es insustancial, pero muy dañino; no da más de sí, se agota en su misma evanescencia.
Galve, de la Sociedad Española de Cardiología, también aporta al texto su sabiduría profesional de experto incuestionable en la materia.
Refiriéndose al análisis de The Lancet, que le parece genial, matiza que “Si algo tiene de problemático, es que los estudios observacionales a veces no explican las causas.” En casos como el que nos ocupa, las causas son lo de menos porque la causa primera y casi única es la estructura, el sistema, el régimen de explotación capitalista. Por tanto, su pero o reticencia es menor, meramente de aliño, no atreviéndose a más para no salirse de los márgenes de la amabilidad científica y del buen rollo neoliberal.
Agrega Galve desde su altar metafísico que “Las personas que pasan muchas horas en el trabajo, suelen ser muy cumplidoras, con un compromiso laboral muy fuerte y, por este motivo, tienden a minimizar sus síntomas porque no pueden permitirse dejar su puesto para ir al médico.” La obviedad elevada a recurso de experto asimilado por el sistema. No son cumplidoras por que sí y renuentes a quejarse: sucede que la necesidad imperiosa individual y de sus familias les obliga a callarse, trabajar sin rechistar y a no ir al médico para no ser mirados como absentistas laborales. La terminología que usa Galve es típica de adictos a las tesis neutrales de aquellos que toman parte por el statu quo con apariencia de estar más allá del conflicto social y político cotidiano. Esto es, para no utilizar subterfugios y eufemismos: seguidor de las ideas patronales más rancias y extremas. Da la sensación de no mojarse por nadie pero su mente rezuma humedad ideológica de derechas de una manera más que palpable.
Galve remata su ideario trasnochado de este modo tan sutil: “Es un buen motivo de reflexión (el estudio) para hacer un llamamiento al reparto laboral... (y para que) se fomenten trabajos a tiempo parcial.” Que es lo que se está haciendo ya: trabajos por semanas, minijobs, tareas por horas y días sueltos sin derecho alguno… Súbitamente, el experto se muestra transparente. Y el lector poco avispado no atisba en esa opinión el sesgo ideológico y político del autor. Todo muy limpio, blanco, objetivo y científico.
Y estas son, repetimos, las conclusiones que se quieren trasladar a través de un artículo en apariencia inocuo, muy alejado de las controversias políticas y sociales: aún existe margen suficiente para una mayor explotación laboral en Occidente (por tanto, sufrido trabajador no te quejes tanto y baja tus afanes reivindicativos) y lo que debemos llevar a cabo es una reforma (otra más) del mercado laboral buscando una mayor flexibilidad y movilidad geográfica de la mano de obra, esto es, repartir el trabajo con menos salario manteniendo, e incluso aumentando, los beneficios empresariales. Ese es el doble mensaje que intenta colarse entre bastidores como científico por las élites dominantes. Hay otro subyacente que se escapa a la redactora del panfleto derechista: trabajando nadie se hace millonario.
¿Dónde quedó el eslogan publicitario compartido por las derechas y las izquierdas posibles a finales del siglo XX de una sociedad anunciada por el horizonte inmediato del ocio, el conocimiento y el pleno empleo? Por favor, no piense demasiado, si usted pertenece a la clase trabajadora, trabaje y nada más.
Armando B. Ginés
The Lancet
El peligro de sufrir un ataque al corazón es un 13% mayor.
Trabajar en exceso resulta agotador. Y a lo bestia puede provocarnos un ictus o un ataque al corazón. Ambas son las sorprendentes conclusiones de un estudio de casi 10 años publicado en la revista The Lancet. Sorprendentes por la obviedad de sus resultados. ¿Cuántos recursos humanos y financieros se han movilizado para tamaña hazaña científica?
El estudio de marras viene a decirnos que las personas que trabajan más de 55 horas a la semana en Europa, EE.UU. y Australia adquieren mayores riesgos mortales que las que no superan las 35 o 40 horas, la frontera legal más o menos establecida en los países de referencia. Por tanto, las sociedades capitalistas aún tienen un margen de hasta 20 horas para apretar las tuercas de la productividad y de la explotación laboral. Esa es una de las razones ideológicas e intereses ocultos del estudio que ahora se hace público de una forma aséptica y casi neutral por la mayoría de los medios de comunicación que repiten la noticia en estas fechas de sopor veraniego como relleno de sus portadas.
Dos preguntas inmediatas. ¿Por qué no se ha llevado a cabo el seguimiento y análisis exhaustivo en África, Asia y los países árabes? Es evidente: a las multinacionales y a Occidente no les interesa sacar a la luz las condiciones esclavistas de los trabajadores y trabajadoras de la periferia del mundo globalizado y tampoco la imagen sucia de niños y niñas en el duro tajo del día a día para subsistir en la miseria absoluta. ¿Por qué no se ofrecen datos por sectores de actividad, grupos de responsabilidad, edad y sexo? No se quiere entrar al detalle para no ver la realidad real, aquella que se encuentra dividida en clases sociales enfrentadas, inmigrantes, mujeres, jóvenes y otros grupos marginados de especial riesgo y acuciante necesidad por trabajar de lo que sea y por cualquier salario.
La redactora del artículo que glosamos, quizá también ella becaria o digna representante de la precariedad laboral, se deje llevar por los lugares comunes para no incurrir en lecturas políticamente incorrectas. Para enganchar al lector de una manera expresiva asocia trabajo a oficina y ordenador, dejando fuera, tal vez inconscientemente, a los empleos manuales y el trabajo doméstico. Ella también es prisionera del orden establecido y de los clichés ideológicos habituales del neoliberalismo. Probablemente no quiere meter la pata por el peligro de que su contrato en prácticas o basura deje de ser renovado ante su inminente conclusión. En la misma situación están millones de trabajadores en el mundo rico.
La espesura ideológica del capitalismo no deja entrever a la redactora la dimensión del bosque ni la textura de los árboles que lo conforman. Así, se permite escribir sin indagar en otras fuentes críticas con el sistema (sindicatos, por ejemplo) que “Aunque todavía no están muy claros los mecanismos que están detrás de esta asociación, los investigadores sugieren que el exceso de horas en el trabajo se vincula con conductas que aumentan el riesgo cardiovascular, como la inactividad física, un mayor consumo de alcohol y una respuesta constante y repetitiva al estrés.” En el texto hay contradicciones flagrantes de peso: una persona trabajadora sobreexplotada difícilmente tendrá tiempo para practicar deporte pues su ocio es escaso: reponerse del esfuerzo sostenido para ganarse la vida, tomarse una caña rápida con los amigos y salvar como pueda la fatiga física y existencial (ella lo llama estrés porque ostenta mayor pedigrí psicológico) es todo lo que puede permitirse en sus mínimos ratos de descanso para evadirse de la realidad objetiva. Y dormir y comer, claro está.
Otro párrafo memorable del artículo nos informa que en los países de la OCDE el 12 por ciento de los hombres (sic) trabajan más de 50 horas a la semana. ¿Y las mujeres cuánto trabajan? ¿Qué hombres dedican tanto tiempo a lo laboral: empresarios, banqueros, altos dignatarios o inmigrantes y personas de la escala más baja y precaria? El machismo se escapa por estas líneas tan impropias de un artículo bien documentado y no sesgado por las fuentes viciadas en origen. Hay que pedir un mayor rigor y compromiso con la objetividad a los profesionales de la comunicación.
El reportaje se redondea con las consultas a los expertos de rigor. Las perlas recogidas son más que elocuentes. El doctor sueco Janlert, de la universidad Umea, dice textualmente: “El tiempo que se pasa trabajando al día es una decisión humana. Esencialmente, si trabajar mucho genera un daño en la salud, debería ser posible cambiarlo…”. Cortamos aquí. ¿Decisión humana libre sin responsables? ¿Es el trabajador en solitario el que opta por jornadas extenuantes que dañan su salud? Janlert no quiere ver desde su ceguera doctrinal la estructura capitalista que condiciona todo el entramado laboral de explotación laboral, resguardándose en la decisión humana para no desvelar las causas objetivas de fondo y eludir de este modo tan elegantemente académico el tener que señalar con el dedo acusador a los autores de tamaños desafueros. La ciencia encerrada en su presunta objetividad al servicio del mercado: el punto de vista de Janlert es insustancial, pero muy dañino; no da más de sí, se agota en su misma evanescencia.
Galve, de la Sociedad Española de Cardiología, también aporta al texto su sabiduría profesional de experto incuestionable en la materia.
Refiriéndose al análisis de The Lancet, que le parece genial, matiza que “Si algo tiene de problemático, es que los estudios observacionales a veces no explican las causas.” En casos como el que nos ocupa, las causas son lo de menos porque la causa primera y casi única es la estructura, el sistema, el régimen de explotación capitalista. Por tanto, su pero o reticencia es menor, meramente de aliño, no atreviéndose a más para no salirse de los márgenes de la amabilidad científica y del buen rollo neoliberal.
Agrega Galve desde su altar metafísico que “Las personas que pasan muchas horas en el trabajo, suelen ser muy cumplidoras, con un compromiso laboral muy fuerte y, por este motivo, tienden a minimizar sus síntomas porque no pueden permitirse dejar su puesto para ir al médico.” La obviedad elevada a recurso de experto asimilado por el sistema. No son cumplidoras por que sí y renuentes a quejarse: sucede que la necesidad imperiosa individual y de sus familias les obliga a callarse, trabajar sin rechistar y a no ir al médico para no ser mirados como absentistas laborales. La terminología que usa Galve es típica de adictos a las tesis neutrales de aquellos que toman parte por el statu quo con apariencia de estar más allá del conflicto social y político cotidiano. Esto es, para no utilizar subterfugios y eufemismos: seguidor de las ideas patronales más rancias y extremas. Da la sensación de no mojarse por nadie pero su mente rezuma humedad ideológica de derechas de una manera más que palpable.
Galve remata su ideario trasnochado de este modo tan sutil: “Es un buen motivo de reflexión (el estudio) para hacer un llamamiento al reparto laboral... (y para que) se fomenten trabajos a tiempo parcial.” Que es lo que se está haciendo ya: trabajos por semanas, minijobs, tareas por horas y días sueltos sin derecho alguno… Súbitamente, el experto se muestra transparente. Y el lector poco avispado no atisba en esa opinión el sesgo ideológico y político del autor. Todo muy limpio, blanco, objetivo y científico.
Y estas son, repetimos, las conclusiones que se quieren trasladar a través de un artículo en apariencia inocuo, muy alejado de las controversias políticas y sociales: aún existe margen suficiente para una mayor explotación laboral en Occidente (por tanto, sufrido trabajador no te quejes tanto y baja tus afanes reivindicativos) y lo que debemos llevar a cabo es una reforma (otra más) del mercado laboral buscando una mayor flexibilidad y movilidad geográfica de la mano de obra, esto es, repartir el trabajo con menos salario manteniendo, e incluso aumentando, los beneficios empresariales. Ese es el doble mensaje que intenta colarse entre bastidores como científico por las élites dominantes. Hay otro subyacente que se escapa a la redactora del panfleto derechista: trabajando nadie se hace millonario.
¿Dónde quedó el eslogan publicitario compartido por las derechas y las izquierdas posibles a finales del siglo XX de una sociedad anunciada por el horizonte inmediato del ocio, el conocimiento y el pleno empleo? Por favor, no piense demasiado, si usted pertenece a la clase trabajadora, trabaje y nada más.
Armando B. Ginés
The Lancet
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