_- traducido para Rebelión por Paco Muñoz de Bustillo
_- Muchos de quienes se indignan por el apuñalamiento del escritor indio no han levantado la voz ante una amenaza mucho mayor a nuestra libertad
Nada de lo que voy a escribir debería interpretarse de ninguna manera en detrimento de mis simpatías por Salman Rushdie o de mi indignación por su terrible apuñalamiento. Quienes pusieron una fatwa sobre su cabeza hace más de 30 años, cuando escribió la novela “Los versos satánicos”, posibilitaron este ataque. Merecen todo mi desdén. Le deseo una pronta recuperación.
Pero mi natural compasión por una víctima de la violencia y el respaldo que periódicamente expreso por la libertad de expresión no debería cegarme o cegarnos frente a la palabrería y la hipocresía generadas por su apuñalamiento la pasada semana, cuando estaba a punto de dar una charla en el estado de Nueva York (EE.UU.).
El primer ministro británico Boris Johnson declaró estar “horrorizado de que Salman Rushdie haya sido apuñalado por ejercer un derecho que nunca deberíamos dejar de defender”. Su canciller, Rishi Sunak, uno de los dos pretendientes a la corona de Johnson, describió al novelista como “un campeón de la libertad de expresión y la libertad artística”.
Al otro lado del Atlántico, el presidente Joe Biden subrayó las cualidades de Rushdie: “Verdad, valor, resistencia. La capacidad de compartir ideas sin miedo… reafirmamos nuestro compromiso con todos aquellos valores profundamente estadounidenses en solidaridad con Salman Rushdie y con todos aquellos que defienden la libertad de expresión”.
La verdad es que la inmensa mayoría de quienes claman que este es un ataque no solo contra un prominente escritor, sino contra la sociedad occidental y sus libertades, no han abierto la boca durante los últimos años, mientras se iba desarrollando la mayor amenaza a esas libertades. O, en el caso de los líderes de gobierno occidentales, han conspirado activamente para socavar dichas libertades.
Prominentes figuras u organizaciones que ahora expresan su solidaridad con Rushdie han mantenido la cabeza baja o han hablado a media voz —o incluso, lo que es peor, han actuado como portavoces— de otro ataque mucho más grave: de nuestro derecho a conocer los crímenes masivos que se han cometido en nuestro nombre contra terceros.
Rushdie se ha ganado el rotundo apoyo de liberales y conservadores occidentales por igual, no por haber expresado claramente verdades difíciles, sino por quiénes son sus enemigos.
La verdad que nos muestra el espejo. Si lo que he dicho resulta poco sensible o sin sentido, consideren lo siguiente. Julian Assange ha pasado más de tres años en una celda de aislamiento de una cárcel de alta seguridad en Londres (y, antes que eso, siete años confinado en una pequeña habitación de la embajada ecuatoriana), en condiciones que Nils Melzer, el antiguo experto de Naciones Unidas para la tortura, ha descrito como tortura psicológica extrema.
Melzer y muchos otros temen por la vida de Assange si las autoridades de Gran Bretaña y Estados Unidos consiguen prolongar mucho más la detención del fundador de Wikileaks basada en acusaciones puramente políticas. Assange ya ha sufrido una apoplejía –como señala Melzer, una de las muchas potenciales reacciones físicas que sufren quienes se ven sometidos a un confinamiento prolongado.
Y recuerden que todo esto le está pasando por una sola razón: haber publicado documentos que demuestran que, al amparo de un falso humanitarismo, los gobiernos occidentales estaban cometiendo crímenes contra pueblos de tierras lejanas. Assange se enfrenta a acusaciones bajo la draconiana Ley de Espionaje solo porque hizo pública la espantosa verdad de las operaciones militares occidentales en países como Irak y Afganistán.
Claro que hay diferencias entre los respectivos casos de Rushdie y Assange, pero esas diferencias deberían suscitar más preocupación por la grave situación de Assange que por la de Rushdie. En la práctica, lo ocurrido es exactamente lo contrario.
El derecho a la libertad de expresión de Rushdie ha sido defendido porque lo ejerció para imaginar una historia alternativa de la formación del Islam y cuestionar implícitamente la autoridad de los clérigos y los gobiernos en tierras lejanas.
El derecho de Assange a la libertad de expresión ha sido ridiculizado, ignorado o, en el mejor de los casos, apoyado de forma débil y equívoca porque lo ejerció para sostener un espejo ante Occidente, mostrando exactamente lo que nuestros gobiernos están haciendo en secreto en muchas de esas mismas tierras lejanas.
El derecho a la vida de Rushdie fue amenazado por clérigos y gobiernos lejanos por cuestionar la base moral de su poder. El derecho a la vida de Assange está amenazado por los gobiernos occidentales porque cuestionó la base moral de su poder.
Víctimas dignas de atención
Si en Occidente viviéramos en sociedades democráticas que funcionaran –en las que el poder no estuviera tan profundamente arraigado como para cegarnos ante su ejercicio– ningún periodista, ningún comentarista de los medios de comunicación, ningún escritor, ningún político dejaría de entender que la situación de Assange merece mucha más atención y expresiones de preocupación que la de Rushdie.
Son nuestros propios gobiernos, no los <<locos mulás» de Irán, los que amenazan a la sociedad libre que permitió a Rushdie publicar su novela. Si Assange es aplastado, también lo es la base de nuestros derechos democráticos fundamentales: saber lo que se hace en nuestro nombre y pedir cuentas a nuestros dirigentes.
Si Rushdie es silenciado, seguiremos teniendo esas libertades, aunque, como individuos, nos sentiremos un poco más nerviosos a la hora de decir algo que pueda ser interpretado como un insulto al profeta Mahoma.
Entonces, ¿por qué la gran mayoría de nosotros está mucho más preocupada por el destino de Rushdie que por el de Assange? Sencillamente porque nos han hecho sentir mucha más simpatía por uno de ellos que por el otro.
En última instancia, eso no tiene nada que ver con que uno u otro sea más digno de compasión, más víctima. Tiene que ver con lo mucho que han servido, o no, a los intereses de un discurso occidental que refuerza constantemente la idea de que nosotros somos los Buenos y ellos los Malos.
Rushdie y la fatwa contra él se convirtieron en una causa célebre para las élites occidentales porque el escritor expresaba con sensibilidad literaria una de las creencias modernas más apreciadas por Occidente: que el Islam supone una amenaza existencial para los valores de un Occidente ilustrado. Un hombre nacido en una familia musulmana de la India atacaba la religión que supuestamente conocía mejor. Era un hombre con información privilegiada, que afirmaba lo que otros musulmanes se sentían demasiado acobardados para admitir en público.
Aunque sin duda no era su intención ni su culpa, fue rápidamente adoptado como mascota literaria por los liberales occidentales que promovían su propia tesis del «choque de civilizaciones». Esto no es un juicio sobre los méritos de su novela –no estoy capacitado para hacer esa evaluación– sino un juicio sobre las motivaciones de muchos de sus defensores y sobre por qué su obra ha tenido tanta repercusión en ellos.
Visión racista del mundo
En realidad, esto es cierto para toda la literatura. Consigue su estatus dentro de un entorno cultural, vigilado por las élites mediáticas que tienen sus propios objetivos. Son ellas quienes deciden si un manuscrito se publica o se descarta, si el libro posterior se reseña o se ignora, si se celebra o se ridiculiza, si se promociona o se condena a la oscuridad.
Nos decimos, o nos dicen, que este proceso de depuración se decide estrictamente en función de los méritos. Pero si nos detenemos a pensar, la realidad es que una obra sólo encuentra público si se mantiene dentro de un consenso socialmente construido que le da sentido o si lo desafía en un momento en el que el consenso se está perdiendo y se busca otro alternativo.
George Orwell es un buen ejemplo de cómo funciona esto. El escritor británico prosperó –o al menos su reputación lo hizo– por el hecho de que cuestionó las certezas sobre el «orden natural» que durante mucho tiempo habían impuesto las élites occidentales pero resultaban difíciles de mantener tras dos guerras mundiales en rápida sucesión. Al mismo tiempo, expuso los peligros de un autoritarismo que podía atribuirse fácilmente al principal adversario de Occidente: la Unión Soviética.
La obra literaria de Orwell contiene ideas que hablan de valores universales. Pero esa es sólo una parte de la razón por la que ha perdurado. También se benefició del hecho de que la ambigüedad inherente a esas lecciones universales pudo ser utilizada con fines mucho más específicos por las élites occidentales, que se preparaban para una Guerra Fría a punto de convertirse en el trágico legado de las dos guerras calientes que la precedieron.
Lo mismo ocurre con Rushdie. Su novela cumplió dos funciones: en primer lugar, su tema principal caló en las élites occidentales porque les aseguró que sus prejuicios contra el mundo musulmán estaban plenamente justificados, sobre todo porque la novela provocó una violenta reacción que parecía confirmar esos prejuicios.
Y en segundo lugar, «Los versos satánicos» aseguró a las élites occidentales contra la acusación de racismo. Rushdie proporcionó inadvertidamente la coartada que tanto necesitaban para promover su visión racista del mundo, la de un Occidente civilizado opuesto a un Oriente bárbaro e inseguro. Sirvió de comadrona para los desvaríos de tratados islamófobos como «Londonistan» de Melanie Phillips* y » What’s Left?» de Nick Cohen**.
Sedición literaria
Durante las dos últimas décadas, hemos vivido las terribles consecuencias de la condescendencia engreída de Occidente, sus posturas salvajes, su violento humanitarismo, todo ello para enmascarar la sed del recurso más preciado de Oriente Medio: el petróleo.
El resultado ha sido la destrucción de países enteros; el fin de más de un millón de vidas, dejando a millones más sin hogar; una reacción que ha desencadenado formas aún más aterradoras de extremismo islamista; un creciente fariseísmo entre las élites occidentales que ha dado paso a un asalto total a los controles democráticos; un afianzamiento del poder de las industrias bélicas y sus grupos de presión; y un implacable debilitamiento de las instituciones internacionales y del derecho internacional.
Y todo esto ha servido como excusa interminable para retrasar la puesta en marcha de soluciones al verdadero problema que aqueja a la humanidad: la inminente extinción de nuestra especie, causada por nuestra adicción al mismo recurso que nos metió en este lío en primer lugar.
Lamentablemente, el ataque a Rushdie y la consiguiente indignación, no harán sino intensificar las tendencias señaladas anteriormente. Nada de eso es culpa de Rushdie, por supuesto. Su deseo de cuestionar la autoridad de los matones clericales entre los que creció es una cuestión totalmente distinta de los fines para los que las élites occidentales han aprovechado su acto personal de sedición literaria. Él no es responsable de que su obra haya sido utilizada para apuntalar y convertir en arma un relato occidental más general y equivocado.
No obstante, el violento atentado de la pasada semana se utilizará una vez más para apuntalar un relato alarmista que da poder a los políticos, vende periódicos y, si somos capaces de ver el panorama global, racionaliza la deshumanización que hace Occidente de más de mil millones de personas, sus continuas sanciones contra muchas de ellas y el avance de las guerras que enriquecen fabulosamente a una pequeña parte de las sociedades occidentales que sigue eludiendo el escrutinio.
Una broma de mal gusto
Esas élites han eludido el escrutinio precisamente porque tienen mucho éxito a la hora de vilipendiar y eliminar a cualquiera que intente hacerles rendir cuentas. Como Julian Assange.
Si creen que Assange se ha buscado él mismo los problemas, a diferencia de Rushdie, que es simplemente una víctima desventurada atrapada en el fuego cruzado de un amenazante «choque de civilizaciones», es porque han sido entrenados –a través de su consumo de los medios de comunicación del establishment– para hacer esa distinción totalmente infundada. Y los que le han entrenado a través de sus relatos dominantes no son una parte desinteresada, sino los mismos actores que más tienen que perder si usted llega a una conclusión diferente.
En el caso de Assange, ha habido un flujo interminable de mentiras y manipulaciones que yo y muchos otros hemos tratado de poner de manifiesto en nuestras plataformas marginales antes de que Google y Facebook, las corporaciones más ricas del planeta, nos hagan caer en el olvido.
Como Melzer señala con lujo de detalle en su reciente libro, las autoridades suecas sabían desde el principio que Assange no tenía nada que responder sobre unas acusaciones sexuales que no tenían ninguna intención de investigar. Pero fingieron perseguirlo de todos modos (y dejaron en el aire la amenaza de su futura extradición a Estados Unidos) para asegurarse de que perdiera las simpatías del público y pareciera un fugitivo de la justicia.
Cualquiera que escriba sobre Assange conoce de sobra al ejército de usuarios de las redes sociales que se empeñan en decir que Assange fue acusado de violación, o que se negó a ser entrevistado por los fiscales suecos, o que se saltó la fianza, o que se confabuló con Trump, o que publicó imprudentemente documentos clasificados sin editar, o que puso en peligro la vida de informadores y agentes.
Nada de eso es verdad —ni, lo que es más significativo, es relevante para la causa que Estados Unidos, ayudado por el gobierno del Reino Unido, está promoviendo contra Assange a través de los tribunales británicos, para encerrarlo por el resto de su vida.
Para Assange, el tan cacareado principio occidental de la libertad de expresión no es más que una broma de mal gusto, una doctrina usada como arma contra él –para, paradójicamente, destruirlo a él y a los valores de la libertad de expresión que defiende, incluyendo la transparencia y la rendición de cuentas de nuestros líderes.
Hay una razón por la que invertimos tantas energías en preocuparnos por una supuesta amenaza del Islam, en lugar de preocuparnos por la amenaza que tenemos en casa: nuestros gobernantes; por la que Rushdie aparece en los titulares, mientras se condena a Assange al olvido; por la que Assange merece su castigo, y Rushdie no.
Esa razón no tiene nada que ver con la protección de la libertad de expresión, y sí con la protección del poder de las élites que no rinden cuentas y que temen la libertad de expresión.
Proteste por todos los medios por el apuñalamiento de Salman Rushdie. Pero no se olvide de protestar aún más fuerte por el silenciamiento y la desaparición de Julian Assange.
Notas del traductor:
*Periodista y comentarista política británica de religión judía defensora de los valores de Occidente como derivados directamente de la Biblia (“La civilización occidental de hoy solo se podrá rescatar si reafirma sus raíces religiosas… su fundamento en la Biblia hebrea”).
**Periodista y comentarista británico de extrema derecha partidario de la intervención militar en Irak y en Libia y crítico del asilo proporcionado a Assange por Ecuador en 2012.
Jonathan Cook ganó el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Entre sus libros destacan“Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East” (Pluto Press) y “Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair” (Zed Books). Su página web es: www.jonathan-cook.net
Nada de lo que voy a escribir debería interpretarse de ninguna manera en detrimento de mis simpatías por Salman Rushdie o de mi indignación por su terrible apuñalamiento. Quienes pusieron una fatwa sobre su cabeza hace más de 30 años, cuando escribió la novela “Los versos satánicos”, posibilitaron este ataque. Merecen todo mi desdén. Le deseo una pronta recuperación.
Pero mi natural compasión por una víctima de la violencia y el respaldo que periódicamente expreso por la libertad de expresión no debería cegarme o cegarnos frente a la palabrería y la hipocresía generadas por su apuñalamiento la pasada semana, cuando estaba a punto de dar una charla en el estado de Nueva York (EE.UU.).
El primer ministro británico Boris Johnson declaró estar “horrorizado de que Salman Rushdie haya sido apuñalado por ejercer un derecho que nunca deberíamos dejar de defender”. Su canciller, Rishi Sunak, uno de los dos pretendientes a la corona de Johnson, describió al novelista como “un campeón de la libertad de expresión y la libertad artística”.
Al otro lado del Atlántico, el presidente Joe Biden subrayó las cualidades de Rushdie: “Verdad, valor, resistencia. La capacidad de compartir ideas sin miedo… reafirmamos nuestro compromiso con todos aquellos valores profundamente estadounidenses en solidaridad con Salman Rushdie y con todos aquellos que defienden la libertad de expresión”.
La verdad es que la inmensa mayoría de quienes claman que este es un ataque no solo contra un prominente escritor, sino contra la sociedad occidental y sus libertades, no han abierto la boca durante los últimos años, mientras se iba desarrollando la mayor amenaza a esas libertades. O, en el caso de los líderes de gobierno occidentales, han conspirado activamente para socavar dichas libertades.
Prominentes figuras u organizaciones que ahora expresan su solidaridad con Rushdie han mantenido la cabeza baja o han hablado a media voz —o incluso, lo que es peor, han actuado como portavoces— de otro ataque mucho más grave: de nuestro derecho a conocer los crímenes masivos que se han cometido en nuestro nombre contra terceros.
Rushdie se ha ganado el rotundo apoyo de liberales y conservadores occidentales por igual, no por haber expresado claramente verdades difíciles, sino por quiénes son sus enemigos.
La verdad que nos muestra el espejo. Si lo que he dicho resulta poco sensible o sin sentido, consideren lo siguiente. Julian Assange ha pasado más de tres años en una celda de aislamiento de una cárcel de alta seguridad en Londres (y, antes que eso, siete años confinado en una pequeña habitación de la embajada ecuatoriana), en condiciones que Nils Melzer, el antiguo experto de Naciones Unidas para la tortura, ha descrito como tortura psicológica extrema.
Melzer y muchos otros temen por la vida de Assange si las autoridades de Gran Bretaña y Estados Unidos consiguen prolongar mucho más la detención del fundador de Wikileaks basada en acusaciones puramente políticas. Assange ya ha sufrido una apoplejía –como señala Melzer, una de las muchas potenciales reacciones físicas que sufren quienes se ven sometidos a un confinamiento prolongado.
Y recuerden que todo esto le está pasando por una sola razón: haber publicado documentos que demuestran que, al amparo de un falso humanitarismo, los gobiernos occidentales estaban cometiendo crímenes contra pueblos de tierras lejanas. Assange se enfrenta a acusaciones bajo la draconiana Ley de Espionaje solo porque hizo pública la espantosa verdad de las operaciones militares occidentales en países como Irak y Afganistán.
Claro que hay diferencias entre los respectivos casos de Rushdie y Assange, pero esas diferencias deberían suscitar más preocupación por la grave situación de Assange que por la de Rushdie. En la práctica, lo ocurrido es exactamente lo contrario.
El derecho a la libertad de expresión de Rushdie ha sido defendido porque lo ejerció para imaginar una historia alternativa de la formación del Islam y cuestionar implícitamente la autoridad de los clérigos y los gobiernos en tierras lejanas.
El derecho de Assange a la libertad de expresión ha sido ridiculizado, ignorado o, en el mejor de los casos, apoyado de forma débil y equívoca porque lo ejerció para sostener un espejo ante Occidente, mostrando exactamente lo que nuestros gobiernos están haciendo en secreto en muchas de esas mismas tierras lejanas.
El derecho a la vida de Rushdie fue amenazado por clérigos y gobiernos lejanos por cuestionar la base moral de su poder. El derecho a la vida de Assange está amenazado por los gobiernos occidentales porque cuestionó la base moral de su poder.
Víctimas dignas de atención
Si en Occidente viviéramos en sociedades democráticas que funcionaran –en las que el poder no estuviera tan profundamente arraigado como para cegarnos ante su ejercicio– ningún periodista, ningún comentarista de los medios de comunicación, ningún escritor, ningún político dejaría de entender que la situación de Assange merece mucha más atención y expresiones de preocupación que la de Rushdie.
Son nuestros propios gobiernos, no los <<locos mulás» de Irán, los que amenazan a la sociedad libre que permitió a Rushdie publicar su novela. Si Assange es aplastado, también lo es la base de nuestros derechos democráticos fundamentales: saber lo que se hace en nuestro nombre y pedir cuentas a nuestros dirigentes.
Si Rushdie es silenciado, seguiremos teniendo esas libertades, aunque, como individuos, nos sentiremos un poco más nerviosos a la hora de decir algo que pueda ser interpretado como un insulto al profeta Mahoma.
Entonces, ¿por qué la gran mayoría de nosotros está mucho más preocupada por el destino de Rushdie que por el de Assange? Sencillamente porque nos han hecho sentir mucha más simpatía por uno de ellos que por el otro.
En última instancia, eso no tiene nada que ver con que uno u otro sea más digno de compasión, más víctima. Tiene que ver con lo mucho que han servido, o no, a los intereses de un discurso occidental que refuerza constantemente la idea de que nosotros somos los Buenos y ellos los Malos.
Rushdie y la fatwa contra él se convirtieron en una causa célebre para las élites occidentales porque el escritor expresaba con sensibilidad literaria una de las creencias modernas más apreciadas por Occidente: que el Islam supone una amenaza existencial para los valores de un Occidente ilustrado. Un hombre nacido en una familia musulmana de la India atacaba la religión que supuestamente conocía mejor. Era un hombre con información privilegiada, que afirmaba lo que otros musulmanes se sentían demasiado acobardados para admitir en público.
Aunque sin duda no era su intención ni su culpa, fue rápidamente adoptado como mascota literaria por los liberales occidentales que promovían su propia tesis del «choque de civilizaciones». Esto no es un juicio sobre los méritos de su novela –no estoy capacitado para hacer esa evaluación– sino un juicio sobre las motivaciones de muchos de sus defensores y sobre por qué su obra ha tenido tanta repercusión en ellos.
Visión racista del mundo
En realidad, esto es cierto para toda la literatura. Consigue su estatus dentro de un entorno cultural, vigilado por las élites mediáticas que tienen sus propios objetivos. Son ellas quienes deciden si un manuscrito se publica o se descarta, si el libro posterior se reseña o se ignora, si se celebra o se ridiculiza, si se promociona o se condena a la oscuridad.
Nos decimos, o nos dicen, que este proceso de depuración se decide estrictamente en función de los méritos. Pero si nos detenemos a pensar, la realidad es que una obra sólo encuentra público si se mantiene dentro de un consenso socialmente construido que le da sentido o si lo desafía en un momento en el que el consenso se está perdiendo y se busca otro alternativo.
George Orwell es un buen ejemplo de cómo funciona esto. El escritor británico prosperó –o al menos su reputación lo hizo– por el hecho de que cuestionó las certezas sobre el «orden natural» que durante mucho tiempo habían impuesto las élites occidentales pero resultaban difíciles de mantener tras dos guerras mundiales en rápida sucesión. Al mismo tiempo, expuso los peligros de un autoritarismo que podía atribuirse fácilmente al principal adversario de Occidente: la Unión Soviética.
La obra literaria de Orwell contiene ideas que hablan de valores universales. Pero esa es sólo una parte de la razón por la que ha perdurado. También se benefició del hecho de que la ambigüedad inherente a esas lecciones universales pudo ser utilizada con fines mucho más específicos por las élites occidentales, que se preparaban para una Guerra Fría a punto de convertirse en el trágico legado de las dos guerras calientes que la precedieron.
Lo mismo ocurre con Rushdie. Su novela cumplió dos funciones: en primer lugar, su tema principal caló en las élites occidentales porque les aseguró que sus prejuicios contra el mundo musulmán estaban plenamente justificados, sobre todo porque la novela provocó una violenta reacción que parecía confirmar esos prejuicios.
Y en segundo lugar, «Los versos satánicos» aseguró a las élites occidentales contra la acusación de racismo. Rushdie proporcionó inadvertidamente la coartada que tanto necesitaban para promover su visión racista del mundo, la de un Occidente civilizado opuesto a un Oriente bárbaro e inseguro. Sirvió de comadrona para los desvaríos de tratados islamófobos como «Londonistan» de Melanie Phillips* y » What’s Left?» de Nick Cohen**.
Sedición literaria
Durante las dos últimas décadas, hemos vivido las terribles consecuencias de la condescendencia engreída de Occidente, sus posturas salvajes, su violento humanitarismo, todo ello para enmascarar la sed del recurso más preciado de Oriente Medio: el petróleo.
El resultado ha sido la destrucción de países enteros; el fin de más de un millón de vidas, dejando a millones más sin hogar; una reacción que ha desencadenado formas aún más aterradoras de extremismo islamista; un creciente fariseísmo entre las élites occidentales que ha dado paso a un asalto total a los controles democráticos; un afianzamiento del poder de las industrias bélicas y sus grupos de presión; y un implacable debilitamiento de las instituciones internacionales y del derecho internacional.
Y todo esto ha servido como excusa interminable para retrasar la puesta en marcha de soluciones al verdadero problema que aqueja a la humanidad: la inminente extinción de nuestra especie, causada por nuestra adicción al mismo recurso que nos metió en este lío en primer lugar.
Lamentablemente, el ataque a Rushdie y la consiguiente indignación, no harán sino intensificar las tendencias señaladas anteriormente. Nada de eso es culpa de Rushdie, por supuesto. Su deseo de cuestionar la autoridad de los matones clericales entre los que creció es una cuestión totalmente distinta de los fines para los que las élites occidentales han aprovechado su acto personal de sedición literaria. Él no es responsable de que su obra haya sido utilizada para apuntalar y convertir en arma un relato occidental más general y equivocado.
No obstante, el violento atentado de la pasada semana se utilizará una vez más para apuntalar un relato alarmista que da poder a los políticos, vende periódicos y, si somos capaces de ver el panorama global, racionaliza la deshumanización que hace Occidente de más de mil millones de personas, sus continuas sanciones contra muchas de ellas y el avance de las guerras que enriquecen fabulosamente a una pequeña parte de las sociedades occidentales que sigue eludiendo el escrutinio.
Una broma de mal gusto
Esas élites han eludido el escrutinio precisamente porque tienen mucho éxito a la hora de vilipendiar y eliminar a cualquiera que intente hacerles rendir cuentas. Como Julian Assange.
Si creen que Assange se ha buscado él mismo los problemas, a diferencia de Rushdie, que es simplemente una víctima desventurada atrapada en el fuego cruzado de un amenazante «choque de civilizaciones», es porque han sido entrenados –a través de su consumo de los medios de comunicación del establishment– para hacer esa distinción totalmente infundada. Y los que le han entrenado a través de sus relatos dominantes no son una parte desinteresada, sino los mismos actores que más tienen que perder si usted llega a una conclusión diferente.
En el caso de Assange, ha habido un flujo interminable de mentiras y manipulaciones que yo y muchos otros hemos tratado de poner de manifiesto en nuestras plataformas marginales antes de que Google y Facebook, las corporaciones más ricas del planeta, nos hagan caer en el olvido.
Como Melzer señala con lujo de detalle en su reciente libro, las autoridades suecas sabían desde el principio que Assange no tenía nada que responder sobre unas acusaciones sexuales que no tenían ninguna intención de investigar. Pero fingieron perseguirlo de todos modos (y dejaron en el aire la amenaza de su futura extradición a Estados Unidos) para asegurarse de que perdiera las simpatías del público y pareciera un fugitivo de la justicia.
Cualquiera que escriba sobre Assange conoce de sobra al ejército de usuarios de las redes sociales que se empeñan en decir que Assange fue acusado de violación, o que se negó a ser entrevistado por los fiscales suecos, o que se saltó la fianza, o que se confabuló con Trump, o que publicó imprudentemente documentos clasificados sin editar, o que puso en peligro la vida de informadores y agentes.
Nada de eso es verdad —ni, lo que es más significativo, es relevante para la causa que Estados Unidos, ayudado por el gobierno del Reino Unido, está promoviendo contra Assange a través de los tribunales británicos, para encerrarlo por el resto de su vida.
Para Assange, el tan cacareado principio occidental de la libertad de expresión no es más que una broma de mal gusto, una doctrina usada como arma contra él –para, paradójicamente, destruirlo a él y a los valores de la libertad de expresión que defiende, incluyendo la transparencia y la rendición de cuentas de nuestros líderes.
Hay una razón por la que invertimos tantas energías en preocuparnos por una supuesta amenaza del Islam, en lugar de preocuparnos por la amenaza que tenemos en casa: nuestros gobernantes; por la que Rushdie aparece en los titulares, mientras se condena a Assange al olvido; por la que Assange merece su castigo, y Rushdie no.
Esa razón no tiene nada que ver con la protección de la libertad de expresión, y sí con la protección del poder de las élites que no rinden cuentas y que temen la libertad de expresión.
Proteste por todos los medios por el apuñalamiento de Salman Rushdie. Pero no se olvide de protestar aún más fuerte por el silenciamiento y la desaparición de Julian Assange.
Notas del traductor:
*Periodista y comentarista política británica de religión judía defensora de los valores de Occidente como derivados directamente de la Biblia (“La civilización occidental de hoy solo se podrá rescatar si reafirma sus raíces religiosas… su fundamento en la Biblia hebrea”).
**Periodista y comentarista británico de extrema derecha partidario de la intervención militar en Irak y en Libia y crítico del asilo proporcionado a Assange por Ecuador en 2012.
Jonathan Cook ganó el Premio Especial de Periodismo Martha Gellhorn. Entre sus libros destacan“Israel and the Clash of Civilisations: Iraq, Iran and the Plan to Remake the Middle East” (Pluto Press) y “Disappearing Palestine: Israel’s Experiments in Human Despair” (Zed Books). Su página web es: www.jonathan-cook.net
Fuente:
El presente artículo puede reproducirse libremente siempre que se respete su integridad y se nombre a su autor, a su traductor y a Rebelión como fuente de la traducción.
Por | 20/08/2022 |