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jueves, 27 de abril de 2023

_- LA PARADOJA OPPENHEIMER: una universidad útil no solo debe ser práctica.



La paradoja Oppenheimer 

Una universidad útil no solo debe ser práctica.

Hace décadas que la otrora cuna del pensamiento, la ciencia y la filosofía cayó en desgracia por falta de recursos y su reorientación hacia el utilitarismo. La democracia desinformada, la economía desigual y el empleo precario requieren el renacimiento de la que durante siglos fue una grandiosa institución.
El general Leslie Groves junto a Oppenheimer en el desarrollo del proyecto Manhattan (Circa 1944

_- Habiendo terminado la lectura de la reciente biografía del científico estadounidense Julius Robert Oppenheimer, escrita por Kai Bird y Martin J. Sherwin, hay dos cuestiones que quisiera resaltar sobre la trayectoria de este ser humano tan singular, y que casan con los argumentos que hemos ido exponiendo tanto sobre la responsabilidad que tiene la Universidad de formar ciudadanos críticos con ilusión por cambiar la realidad, como por que ella misma pueda defenderse de intromisiones indebidas que, a la larga, pueden ser catastróficas para el desarrollo de la humanidad.

Oppenheimer fue un físico teórico brillante que dirigió el proyecto colosal de investigación y fabricación de la bomba atómica en Los Álamos (EEUU), lo que culminaría con las detonaciones nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki (ambas en Japón). Desde su infancia fue identificado por sus familiares y profesores como un superdotado en toda la extensión y hondura de la palabra. Capaz de hablar alemán y holandés con soltura tras unos pocos meses de inmersión durante sus estancias investigadoras en estos países mientras desafiaba a sus maestros, muchos de ellos premios Nobel, y, con la misma facilidad, podía darse el lujo de aprender sánscrito para leer del original el poema hindú Bhagavad Guitá, o italiano para recitar de memoria a Dante.

A pesar de aquella polimatía excéntrica y, para algunos, maldita, resultó ser un profesor muy querido por sus alumnos y discípulos en las universidades en las que impartió docencia (Caltech, Chicago, Berkeley, Princeton), tanto por su exigencia académica como por su tolerancia y solidaridad para apoyar a los alumnos que tenían que esforzarse como un mortal común para seguir sus clases.

Oppie, como le apodaron sus amigos, creció yendo a la Escuela por la Cultura Ética de Nueva York, fundada por Felix Adler, un reformista liberal y defensor los derechos civiles de las minorías desde 1876. La visión deísta de Adler moldeó su mentalidad social: una en la que había que tomar posición y celebrar la acción y la responsabilidad hacia el mundo. Una en la que la voluntad individual para superarse y enfocarse en un propósito de justicia social pasó a ocupar la posición del ideal del Superyó en su inconsciente y que ya no le abandonaría en toda su vida. Esto le llevó a participar activamente en los esfuerzos de su país para acabar con Hitler. Pero, tras la caída de la bomba y el fin de la guerra, cuando quiso recuperar su autonomía política e intelectual apoyando la doctrina del desarme nuclear, pasó de héroe nacional a traidor, calumniado y acusado de comunista y judío taimado y antiamericano.

En la época de oro de la ciencia en la Universidad, sin darse cuenta de las consecuencias a largo plazo, esta fue secuestrada por la industria armamentística. Precisamente Bird y Sherwin cuantifican que el número de laboratorios privados que se abastecieron intensivamente de catedráticos e investigadores de las universidades estadounidenses pasó de solamente cuatro en 1890 a casi 2.000 al finalizar la Segunda Guerra Mundial. Es verdad que este fenómeno tuvo lugar dentro de una coyuntura mundial extraordinaria, pero desde entonces la dependencia de la investigación y el I+D+I del sector universitario de EE. UU. con respecto a los intereses industriales y militares no ha dejado de persistir, poniendo en peligro la independencia de sus fines educativos y la diversidad de pensamiento que se fomenta dentro de sus facultades.

En nuestro futuro imaginado, y quizá ingenuo, la Universidad en Europa no perdería su autonomía, independencia, neutralidad y ecuanimidad para así no dejar de discernir cuando el plano ético de sus acciones quedara sustituido por los intereses de la economía o de otros supuestos como el nacionalismo, el totalitarismo, el racismo o el fascismo. Es cierto que no sería fácil conseguirlo, pero su estatuto moral debería balancearse entre, en uno de los extremos

(1) tomar decisiones ante cuestiones delicadas y actuar con audacia, evitando caer en un conservadurismo e inmovilismo infructuoso y regresivo, y 

(2) en el otro extremo, tomarse tiempo para reflexionar con diligencia sobre las razones por las que debe actuar en cada momento para estar segura de por qué hace lo que hace.

Ciertamente, como creía Oppenheimer, en la vida real tiene que haber espacio para ejercer las dos posibilidades, aunque una de ellas prime sobre la otra en determinados momentos de la historia. De cualquier forma, la Universidad del futuro deberá ser un lugar de valor y reflexión, una institución ética y bien equilibrada que brinde una formación integral a sus estudiantes y contribuya al desarrollo de la sociedad. Si hacemos bien las cosas, la Universidad europea será un faro de conocimiento y sabiduría para las futuras generaciones. O no será.

SOBRE LA FIRMA
Alberto González Pascual. Doctor en Ciencias de la Información y de Pensamiento Político, y profesor universitario. Responsable del programa de Transformación Cultural de ESADE. Director de Cultura, Desarrollo y Gestión del talento de PRISA. Su último libro es Los Nuevos Fascismos. Manipulando el resentimiento (Almuzara, 2022).