Con base en la pretensión de tener el monopolio de la constitucionalidad no hay democracia que pueda operar. En todas las democracias dignas de tal nombre la mayoría electoral es siempre o casi siempre minoría social. En España desde 1978 no ha habido ninguna mayoría parlamentaria que fuera mayoría social. No ocurrió ni siquiera en el caso más extremo, el de 1982, en que el PSOE liderado por Felipe González llegó a tener 202 escaños en el Congreso de los Diputados. El PSOE obtuvo el 48% de los votos válidamente emitidos, lo que quiere decir que tuvo menos votos que los del conjunto de los demás partidos. Si añadimos el porcentaje de la abstención, se reafirma todavía más el carácter socialmente minoritario de la mayoría parlamentaria. Un 48% y en unas elecciones con una alta participación, viene a ser el 40% del censo electoral. Una mayoría de dos quintos del censo electoral es una mayoría parlamentaria abrumadora. Pero no por ello deja de tener tres quintos del censo que no le han dado su representación.
El partido que gobierna tiene que ser consciente de que siempre hay más ciudadanos que no le han votado de los que sí lo han hecho. Y debe saber, en consecuencia, que no puede pretender el monopolio de la constitucionalidad. Que unas veces tendrá una mayoría parlamentaria en solitario que le permitirá gobernar, pero que esa no es la norma, sino la excepción, y que, en todo caso, no puede desconocer en la acción de gobierno la existencia de esa mayoría social que no lo ha votado.
La democracia exige que la mayoría parlamentaria que forma Gobierno sea aceptada por la mayoría social más amplia que no lo ha votado. En esta aceptación descansa la operatividad de manera indefinida de la democracia como forma política. Esta aceptación exige, a la inversa, que la mayoría parlamentaria que ha formado Gobierno en un momento esté dispuesta a dejar de serlo y a aceptar que haya otra mayoría parlamentaria alternativa que lo forme en otro momento. La legitimidad democrática reposa en esta doble aceptación invertida.
Pretender que solo es constitucional la mayoría parlamentaria que te permite formar Gobierno, y que no lo es la que no lo permite, supone la negación de la democracia como forma política. Es la tesis de Mario Vargas Llosa, que la argumenta con la distinción entre los que votan bien y los que votan mal. Los que votan bien son los que me votan a mí. Los que no lo hacen, votan mal y, en consecuencia, habría que buscar una fórmula para que esos votos no pudieran traducirse en acción de Gobierno.
No se si fue Vargas Llosa quien tomó esta fórmula del PP o el PP el que la ha tomado del escritor hispano-peruano. Pero es la que desde 2015 está intentando poner en práctica el PP con una pequeña ayuda de Ciudadanos inicialmente y, posteriormente, con la ayuda más determinante de Vox. Quien no se siente nacionalista español no debería poder participar en las elecciones generales. Su participación política debería limitarse a las elecciones de su Comunidad Autónoma o de su municipio, pero no debería extenderse a las elecciones generales. En estas elecciones no pueden votar bien. De ahí la propuesta de Albert Rivera de una barrera del 5% a nivel estatal o la pretensión de Santiago Abascal de ilegalizar a los partidos nacionalistas catalanes y vascos.
Eso es lo que tiene también en la cabeza la dirección del PP desde que el bipartidismo dejó de operar. De ahí la no aceptación de la “legitimidad” del Gobierno de Pedro Sánchez o la no aceptación de la renovación del Consejo General del Poder Judicial. Unas veces por un motivo y otras por otro. El monopolio de la constitucionalidad lo tienen que tener quienes se sientan parte del nacionalismo español con exclusión expresa de quienes no se sientan así. Al no aceptar esta premisa, el PSOE y los demás partidos de la izquierda han perdido la condición de partidos constitucionales. Han dejado de ser partidos de Gobierno.
En esas estamos.