Una nueva biografía sobre John Maynard Keynes, firmada por Zach Carter, suscita grandes elogios y consigue grandes ventas. Apunta al corazón de los errores económicos
Se titula ‘The Price of Peace. Money, Democracy and the Life of John Maynard Keynes’, lo firma un periodista, Zachary D. Carter, es una biografía sobre uno de los economistas más importantes de la Historia y se ha convertido en uno de los libros de la temporada estadounidense. Es un texto muy ameno en la exposición, que sabe mezclar ágilmente los elementos personales con las teorías económicas y que describe bien la influencia ambigua que han tenido las propuestas de Keynes, incluso en nuestra época; su mayor mérito, sin embargo, reside en la comprensión diáfana de lo que implicaban realmente las ideas del economista británico.
En momentos de crisis como el presente suele hablarse de regreso al keynesianismo, a esa presencia estatal imprescindible para ayudar a que los problemas se solucionen. Todo el mundo coincide en la necesidad de la acción institucional, aunque en los grados, duración y dirección de la misma suele haber divergencias. El sector empresarial, por ejemplo, es absolutamente partidario de ella, pero siempre que tenga lugar como paréntesis selectivo.
La normalidad de siempre
Esta semana, el presidente de la CEOE, Antonio Garamendi, afirmaba que las empresas no quieren una nueva normalidad tras la pandemia, sino la de siempre y bien sujeta al rigor presupuestario. Pero esa vieja normalidad no es posible, precisamente porque se está actuando para combatir la crisis. Demandar rigor presupuestario implica consecuencias presentes que deberían ser explicadas: cada euro que se dé a las empresas españolas, por una u otra vía, va a tener un coste muy elevado en el futuro cercano, ya que provocará que aumente nuestra deuda, y la factura que nos van a pasar los mercados puede ser demasiado elevada. Si se fuera consecuente con la intención de mantener un presupuesto equilibrado cuyo objetivo fuese reducir la deuda, la acción lógica sería no ofrecer ningún tipo de ayuda que implicase coste económico. No estoy seguro de que esa sea la opción preferida por quienes abogan por la frugalidad.
Además, esa visión austera ha estado ligado a un concepto, «riesgo moral», que se hizo muy popular en la anterior crisis: no era pertinente prestar dinero a Estados que se habían endeudado irresponsablemente y no habían realizado las reformas adecuadas en los buenos tiempos, pero que pretendían en las recesiones que otros les ayudasen. Dado que habían incurrido en una actitud irresponsable, debían pagar las consecuencias. Es una actitud que vemos cómo se repite hoy, y en Europa está muy instalada en los países del norte. Pero si esta perspectiva fuera la correcta, tendría sentido aplicarla íntegramente, y esta crisis sería un buen momento. Desde el punto de vista del equilibrio presupuestario, no tendría sentido que los Estados gastasen grandes cantidades de dinero en ayudar o rescatar a muchas grandes empresas que están en dificultades, ya que se endeudaron para ofrecer enormes cantidades a sus accionistas a través de dividendos y recompras de acciones.
Que hubieran hecho los deberes
Esa es la causa principal, con la ligazón que la une al sector financiero, de esta crisis, por lo que supondría un tremendo riesgo moral aliviar sus cuentas: las compañías que han sido mal gestionadas, gastaron irresponsablemente y no pensaron en guardar para tiempos difíciles, no tendrían que ser recompensadas con ayudas públicas. Por los mismos motivos, si los Estados del norte no quieren dar ni un euro a los del sur, tampoco deberían hacerlo con las empresas que llevan su bandera: que hubieran hecho los deberes.
Si no se hace de este modo, estaríamos inyectando dinero a las empresas más grandes para que ajustasen sus cuentas de resultados, para que después la factura de la deuda se distribuya entre los ciudadanos. Pero eso no sería austeridad, sino trasladar los resultados de una mala gestión privada a las arcas públicas. Desde el punto de vista de la economía ortodoxa, algo así sería intolerable.
Lo curioso no es que Garamendi o los países del norte insistan en la austeridad sin tener en cuenta la contradicción de solicitarla en estos instantes, sino que sea un lugar común entre la gran mayoría de nuestros expertos económicos. El gobernador del Banco de España, Hernández de Cos, ha defendido el gasto público que ha impulsado el Gobierno para hacer frente a la pandemia, pero también ha señalado que habría que trazar rápidamente una estrategia para reducir los niveles de déficit y deuda públicos generados por la crisis. Ha alertado, además, de que deberían existir cautelas frente a medidas como la renta mínima, ya que ha provocado en otros países «trampas de pobreza» que pueden desincentivar la búsqueda de empleo. Quizá le falte algo de coherencia a sus declaraciones, porque, en ese caso, también sería conveniente acercarse con mucha cautela a las ayudas públicas a las empresas que ha concedido el Gobierno: podrían generar «trampas de riqueza», ya que al acudir el Estado a su rescate, se desincentivaría a los propietarios y directivos de las empresas para que las gestionasen bien, las hicieran rentables y guardasen para los malos tiempos.
En momentos de crisis como el presente suele hablarse de regreso al keynesianismo, a esa presencia estatal imprescindible para ayudar a que los problemas se solucionen. Todo el mundo coincide en la necesidad de la acción institucional, aunque en los grados, duración y dirección de la misma suele haber divergencias. El sector empresarial, por ejemplo, es absolutamente partidario de ella, pero siempre que tenga lugar como paréntesis selectivo.
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miércoles, 13 de enero de 2021
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