CHICAGO — Iba camino a casa después de dejar a mis hijos en el preescolar cuando un policía me llamó para preguntarme si sabía que había una orden de aprehensión pendiente en mi contra.
“No”, contesté.
“No lo sabía”.
Tenía que llamar a mi esposo, pero me temblaban los dedos. No recuerdo si estaba llorando cuando me contestó, solo recuerdo que me decía que no me entendía y que debía calmarme para contarle lo sucedido.
Y lo que sucedió había comenzado un año atrás, en un día fresco de marzo de 2011, después de haber ido a visitar a mis padres en Virginia. Tenía que hacer un mandado antes de nuestro vuelo de regreso a Chicago y mi hijo, que entonces tenía 4 años, no quería bajar del auto.
“Vamos”, le dije.
“¡No, no, no! Aquí te espero”.
Respiré hondo. Sabía lo que tenía que hacer, pero estaba cansada e iba retrasada. En ese momento, no quería lidiar con berrinches y rabietas. Y había algo más: una vocecita que últimamente escuchaba cada vez con mayor frecuencia. “¿Por qué?”. Me preguntaba la vocecita.
¿Por qué era esta una batalla que librar? No me estaba pidiendo ir a patinar en plena carretera; solo quería quedarse sentado en el auto. ¿Por qué no podría dejarlo, solo por esta ocasión?
Si afuera hubiera estado haciendo calor, le habría dicho que no; sabía lo rápido que se sobrecalienta un auto en un día incluso con 15 grados Celsius. Pero estaba fresco y nublado. Yo había vivido en la misma ciudad en la década de los ochenta y había pasado horas esperando en el asiento trasero de la vagoneta de mis padres, con las ventanillas abiertas, leyendo o soñando despierta mientras ellos hacían los mandados. ¿De verdad habían cambiado tanto las cosas desde entonces?
Así que le dije que regresaría enseguida. Bajé un poco las ventanas, puse el seguro para niños en las puertas y activé la alarma. Cuando regresé, cinco minutos después, seguía con su juego y estaba sonriendo. Recogimos a su hermana y nuestras maletas en casa de mis padres y tomamos el vuelo de regreso.
Tardé un rato en darme cuenta de lo que había pasado en el estacionamiento: un extraño me había visto entrar en la tienda, grabó a mi hijo, tomó el número de la placa del auto de mi madre y llamó a emergencias.
Cuando nuestro vuelo aterrizó en Chicago, había un mensaje en mi celular: “Estoy tratando de comunicarme con la señora Kimberly A. Brooks. Necesito hablar con ella respecto al incidente de esta tarde en un estacionamiento”.
Al darme cuenta de lo que había sucedido, me sentí como una mala madre. Como si me hubieran atrapado haciendo algo terrible, aún sin saber qué había sido exactamente o cuál era la lógica de la equivocación. Me sentí, creo, como se siente cualquier mujer cuando alguien critica su crianza: avergonzada.
Pero ¿había cometido un delito? No hay ninguna ley en Virginia en contra de dejar a tu hijo esperando en el auto… Sin embargo, sorprendentemente en diecinueve estados de Estados Unidos sí hay leyes que regulan esta situación. Al parecer la policía lo consideraba abuso infantil o abandono, pues alguien podía haberse robado a mi hijo o haberlo secuestrado mientras yo no estaba.
Cuando traté de explicárselo a mi padre, me dijo: “La última vez que revisé, el delito es el secuestro. Alguien podría entrar en mi casa y dispararme en la cabeza, pero la policía no vendrá a arrestarme por olvidar cerrar la puerta”.
“Creo que no lo ven del mismo modo cuando hay niños involucrados”, le respondí.
“¿Del mismo modo?”, dijo. “¿¡Quieres decir lógicamente!?”.
Contacté a un abogado que dijo que tendría que esperar para ver si la policía me acusaba formalmente de algo o contactaba a la oficina de Servicios para el Menor y la Familia. Así que esperé, atemorizada, hasta la mañana en la que recibí esa segunda llamada y supe que me habían acusado de negligencia en contra de un menor (mi hijo).
Pasé los siguientes meses tratando de dilucidar la mejor estrategia legal y la mejor estrategia para vivir con la humillación de ser acusada de un acto delictivo de crianza negligente. Mi historia podía haber terminado aquí. Esto es lo que la vergüenza nos hace a las mujeres: nos aísla y nos hace sentir que nuestras historias no son realmente historias, sino fallas por alguna idiosincrasia. La única razón por la que mi historia continuó fue porque comencé a buscar a otras madres que hubieran vivido circunstancias similares. Encontré a seis dispuestas a hablar de su experiencia y espero que haya muchas más como nosotras. No era la única que había pagado el precio de la crianza en la era del miedo.
Ahora vivimos en un país en donde se considera anormal, incluso criminal, permitir que los niños estén alejados de la supervisión directa de un adulto, aunque sea durante un segundo.
En las noticias o en las redes sociales leemos acerca de niños que han sido secuestrados, violados o asesinados o acerca de niños olvidados durante horas en autos a una temperatura alta. No pensamos en las probabilidades estadísticas de que eso suceda; las posibilidades de que se presenten dichos sucesos no son comparadas con las de peligros mucho más reales, como el aumento en los índices de diabetes o depresión infantil.
En cuestión estadística, de acuerdo con el escritor Warwick Cairns, tendrías que dejar a un niño solo en un lugar público durante 750.000 años para que lo secuestre un extraño. Y en cuestión estadística es mucho más probable que un niño muera en un accidente automovilístico camino a la tienda que mientras espera en un coche que está estacionado. Pero hemos decidido que dicho razonamiento es irrelevante. Hemos decidido hacer lo que sea con tal de sentirnos a salvo de esos horrores, sin importar lo poco frecuentes que puedan ser.
Y es así como ahora los niños ya no caminan solos a la escuela ni juegan solos en el parque. No esperan en los autos. No toman largas caminatas por el bosque ni andan en bicicleta por las veredas ni construyen fortalezas secretas mientras los adultos estamos adentro trabajando, cocinando o haciendo otras actividades.
Comenzaba a comprender que no importaba si lo que había hecho era peligroso, solo importaba que otros padres lo consideraban así. Cuando se trata de la seguridad de los niños, los sentimientos son hechos.
Así me lo explicó una madre: “No sé si temo por mis hijos o si temo que otras personas sientan miedo y me juzguen por mi falta de temor”. Dicho de otro modo, la evaluación de los riesgos y el juicio moral van de la mano.
De hecho, los investigadores lo han confirmado. Barbara W. Sarnecka, científica cognitiva de la Universidad de California, campus Irvine, y sus colegas les mostraron a algunas personas unas viñetas en las que uno de los padres deja a su hijo desatendido y los participantes debían evaluar cuánto peligro corría el menor. En ocasiones se les decía a los participantes que habían dejado al niño solo, involuntariamente (por ejemplo, que el padre había sido atropellado por un auto). En otras, se les decía que el niño no estaba bajo supervisión para que el padre pudiera trabajar, hacer trabajo de voluntariado, relajarse o encontrarse con algún amante. Los investigadores descubrieron que la evaluación de riesgos de los participantes variaba dependiendo de lo moralmente ofensiva que consideraban la razón del padre para marcharse.
Sarnecka y sus colegas resumieron sus descubrimientos de la siguiente manera: “Las personas no solo creen que dejar a un niño solo es peligroso y por lo tanto inmoral, también creen que es inmoral y por lo tanto peligroso”.
“No se trata de la seguridad”, dijo Sarnecka. “sino de reforzar una norma social”.
Nadie lo sabe mejor que Debra Harrell, una de muchas mujeres con las que conversé acerca de sus experiencias. En 2014, Harrell dejó que su hija de 9 años jugara en el parque mientras ella iba a trabajar a un McDonald’s cercano. Era un barrio seguro en un día de verano y el parque estaba lleno de niños. Nada de esto importó cuando uno de los padres contactó a la policía. Harrell fue acusada de abandono ilegal de un menor y su hija fue llevada a un albergue de acogida durante dos semanas.
Ese mismo año, una mujer de Arizona llamada Shanesha Taylor fue acusada de abuso infantil y sentenciada a dieciocho años de libertad condicional supervisada, todo porque no tenía servicio de guardería y tuvo que dejar a sus dos hijos menores en el auto mientras ella iba a una entrevista de trabajo.
En un país que no ofrece guarderías subsidiadas y no hay permiso de maternidad obligatorio ni garantía de flexibilidad en el trabajo para los padres ni preescolar universal o redes de seguridad mínima para familias vulnerables, convertir en un crimen el hecho de darles independencia a los niños es convertir en un delito el ser pobre.
Sin embargo, la clase media y las madres con recursos tampoco están exentas de este tipo de vigilancia y castigo. Una de esas madres con las que hablé fue acusada de poner en peligro a un menor cuando dejó a su hija de 4 años dormida en el auto durante unos minutos con las ventanas abiertas mientras ella corría a la tienda. Durante su arresto, recuerda que el oficial comentó: “¿Acaso un ama de casa está demasiado ocupada yendo de compras para cuidar de su hija? ¿Su marido sabe cómo la cuida mientras él está allá afuera ganando mucho dinero?”.
Quienes critican a estas mujeres aseguran que no odian a las madres, sino que odian a ese tipo de madres, a las que, por su opulencia o su pobreza, su educación o su ignorancia, su ambición o el desempleo, permiten que sus necesidades comprometan (o parezcan comprometer) las necesidades de sus hijos. Desdeñamos a las pobres madres “flojas”. Desdeñamos a las “distraídas” madres trabajadoras. Desdeñamos a las “egoístas” madres ricas. Desdeñamos a las madres que no tienen otra opción más que trabajar, pero también a las que no tienen que hacerlo y aun así no cumplen con el ideal imposible de la maternidad abnegada. No hay que esforzarse mucho para ver cuál es el común denominador.
Le presenté esta historia de humillación de las madres a Julie Koehler, una de las últimas “malas madres” que entrevisté. Se presentó conmigo con un correo electrónico con el asunto: “¡Yo soy la mala madre del Starbucks!”.
Un día de 2016, Koehler dejó a sus tres hijas esperando en su miniván mientras veían Dora, la exploradora para ir por un café. Pero su versión de los hechos difiere de las otras mujeres porque ella es una abogada de oficio experimentada. “Yo interrogo policías todo el día. No me intimida ninguna placa”, me dijo.
El oficial le preguntó dónde había estado y, cuando ella levantó su vaso, le dijo: “¿Así que abandonó a sus hijas?”.
Ahí fue cuando Koehler se carcajeó. “En Illinois no está en contra de la ley el dejar a tus hijos sin supervisión. Tienes que comprobar que estoy poniendo en riesgo su vida por mi voluntad al entrar por un café al Starbucks, desde donde puedo verlas en todo momento. Buena suerte haciendo que un fiscal estatal apruebe un caso así”.
El oficial no presentó cargos, pero hizo una llamada al Departamento de Servicios para el Menor y la Familia. En consecuencia, Koehler tuvo que proporcionar referencias que dieran fe de su crianza, sus hijas tuvieron que ser valoradas por un médico y la familia tuvo que ser entrevistada en su casa, todo esto antes de que pudieran desestimar el caso.
No hay que olvidar que, como la misma Koehler lo admite, tenía la habilidad de rehusarse a sentirse intimidada como resultado de su profesión y su posición privilegiada como mujer de raza blanca y con recursos. Desde su punto de vista, esto hace aún más importante que otras madres como ella, madres como yo, defiendan su derecho de criar a sus hijos sin que otros las avergüencen, investiguen o persigan.
“Si esto le hubiera sucedido a una persona de raza negra”, dijo, “le habrían disparado en plena calle”. Y agregó: “Pero no importa el color de tu tez, no importa el dinero que tengas o no tengas, no mereces que te acosen por tomar una decisión lógica de crianza”.
Cuando le pedí que les diera un consejo a otras mujeres en esta situación, respondió: “Les aconsejaría preguntarle al oficial qué ley están quebrantando. Les diría que preguntaran por qué y de qué manera el ir a la tienda durante unos minutos significaba abandonar a sus hijos. Les diría que pregunten si están bajo arresto y, si no es así, si pueden irse”.
“Y si no es un oficial de la policía, sino una persona en la calle, que les grita ofensas y les dice que son malas madres, además de amenazar con llamar a la policía y hacer que las autoridades les quiten a sus hijos, les diría que se comporten con mucha calma y que sean muy claras con esa persona. Les diría que saquen su teléfono y comiencen a grabar la interacción. Deberían mantenerse calmadas y seguras: ‘No he hecho nada malo; no he quebrantado la ley; mi hijo está bien. A usted no lo conozco, así que, por favor, aléjese de nosotros. Nos está acosando a mí y a mi hijo. Si no deja de acosarnos, tendré que llamar a la policía’”.
Mientras la escuchaba, pensé que jamás había usado la palabra acoso para describir una situación como esa. Pero ¿por qué no? Cuando una persona intimida, insulta o menosprecia a una mujer en la calle por la forma como va vestida, o en las redes sociales por la forma en la que se expresa, es acoso. Pero cuando intimidan a una madre, la insultan o menosprecian por sus elecciones de crianza, le llamamos preocupación o, a lo mucho, intromisión. Al parecer, a una madre no se le acosa, solo se le corrige.
A estas alturas debes preguntarte: Y ¿qué hay de los padres?
Sarnecka, la científica cognitiva de la Universidad de California, tiene una respuesta a esta pregunta. Su estudio descubrió que los participantes juzgaban menos a los padres. Cuando se les decía que los padres habían dejado al menor solo unos minutos para correr al trabajo, calificaban el nivel de riesgo como equivalente a cuando lo dejaban por circunstancias fuera de su control.
Este descubrimiento hace evidente algo que todos sabemos, pero que se supone que no debemos decir: un padre que se distrae por sus propios intereses y obligaciones en el mundo adulto no es recriminado porque “está siendo un padre”; una madre que hace lo mismo es acusada de fallarles a sus hijos.
Quizá todo esto empieza a cambiar. En marzo, Utah se convirtió en el primer estado de Estados Unidos en tener una ley que defienda a los padres que practican la “crianza en libertad”. Otros estados podrían seguir su ejemplo. Lenore Skenazy, fundadora del movimiento Free-Range Kids (Niños criados en libertad), también es presidenta de Let Grow, una organización sin fines de lucro que ayuda a los padres, profesores y organizaciones a encontrar maneras de fomentar la independencia y resiliencia de los niños. También me enteré de que entre madres parece estarse fraguando un lento contragolpe a la idea de que debemos dejar que nuestras vidas estén gobernadas por el temor al peligro y a la desaprobación.
Yo he experimentado estos temores, cada vez que en una fiesta de cumpleaños he pasado las dos horas junto con otros treinta padres, pero observando detenidamente a nuestros hijos jugar. Sentí temor en el parque cuando, justo en el momento en el que saqué un libro, mi hijo se tropezó y se pegó en la barbilla y una mujer comenzó a gritar: “¿Dónde está la madre de este niño? ¿Hay alguien supervisándolo?”.
Se trataba de la versión cotidiana de la aterradora experiencia de Harrell, quien fue al McDonald’s mientras su hija estaba en el parque. En el video de su interrogatorio, transmitido en vivo en televisión para que lo viera todo el mundo, ella llora mientras un oficial la reprende. “¿Comprende que usted es la responsable del bienestar de esta niña?”, le dice el policía.
Mientras escribo esto, estoy sentada en una banca en un vecindario residencial. Es una hermosa tarde de verano, pero no hay niños jugando en las aceras. Están seguros en el campamento, dentro de sus hogares, amarrados a la sillita del auto, conectados a los aparatos electrónicos, sin disfrutar de lo que la escritora Mona Simpson llamó “el lujo de pasar inadvertido o de que te dejen solo”.
Sarnecka me dijo en una ocasión que, aunque los niños no tienen los mismos derechos que los adultos, sí “tienen algunos derechos, y no solo a la seguridad. Tienen el derecho a la libertad y a cierta independencia”. Tienen derecho, dijo, “a un poco de peligro”. Y yo agregaría que los padres tienen el derecho de proporcionárselos.
Al final tuve suerte. El fiscal accedió a no presentar cargos en mi contra a cambio de cumplir cien horas de servicio comunitario. Mi familia y amigos cercanos me apoyaron. No me incluyeron en el directorio de abandonadores de niños. No perdí mi trabajo. Lo cierto es que ya no me siento tan mal acerca de lo sucedido. En cambio, me preocupan las maneras en que este país parece declararles la guerra a los niños, incluso cuando nosotros insistimos en que nuestra mayor responsabilidad es protegerlos.
Kim Brooks es autora del libro de próxima publicación "Small Animals: Parenthood in the Age of Fear", del cual se adaptó este ensayo.
"La maternidad no es un sacrificio".
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sábado, 8 de septiembre de 2018
jueves, 6 de septiembre de 2018
Florecer sin el amor de una madre
Les revelo un consejo de jardinería de mi suegra: planta narcisos en septiembre y tulipanes en octubre.
El árbol de jade es una planta que necesita sol directo y hay que esperar a que dé señales de que tiene sed para regarla; a este árbol le gustan las condiciones adversas.
El matrimonio une a dos familias; cada una tiene su propia manera de comunicarse, sus propias costumbres y hasta su propia forma de picar cebolla. Unir las diferencias puede ser como tratar de unir a Pangea de nuevo. Y en mi caso se complica aún más, porque tengo un hueco en forma de madre en el corazón.
La historia de mi niñez en el Misuri rural no es sencilla. Mi madre básicamente me abandonó de niña, y pasé de estar en el caos continuo de sus situaciones domésticas a vivir con otras personas, una y otra vez. Mi padre nunca estuvo involucrado.
La carga de mi crianza recayó en mi maravillosa familia extendida: fue repartida entre abuelos, tías, tíos y primos mayores por igual. Sin embargo, nadie puede ocupar el lugar de una madre. La relación madre-hija es una de las relaciones más fundamentales, formativas y complejas de la vida de una mujer. De niña, la anhelaba y manifestaba mi frustración de manera, justamente, muy infantil: siendo demandante, fastidiosa, buscando atención.
Ese anhelo no ha menguado ahora que soy una adulta. Ansío escuchar su voz en una llamada ya entrada la noche o que haya alguien con experiencia para decirme cómo espesar la sopa o quitar una mancha. La gente no anda repartiendo mamás en la calle. No he logrado tener una, ya sea con cabildeos ni complacencias, y todavía algunas veces manifiesto esta necesidad siendo dependiente, fastidiosa y buscando atención. Pobre de mi marido, que tanto batalla.
Si bien la experiencia, Google y mis amigos me han permitido improvisar algunas respuestas, mi herida materna sigue viva. Lloro en las películas sobre madres; lloro cuando veo los avances cinematográficos de las películas sobre madres; lloro si alguien que conozco pelea con su mamá. Lloro incluso cuando pienso en convertirme en madre. ¿Cómo sabría hacerlo sin un ejemplo? Y mientras transcurren mis años de fecundidad.
Luego está mi suegra.
La primera vez que conocí a los padres de mi pareja hace doce años, pasé tres horas intentando encontrar el atuendo más capaz y merecedor de amor que tuviera en mi armario (al final opté por un suéter color rosa pastel y un saco negro). Nos íbamos a encontrar en Manhattan para ir a un restaurante italiano; los padres de mi ahora esposo iban a tomar el tren desde Connecticut.
Tenía tantas preguntas que hacerles: ¿a mi marido siempre le gustó leer?, ¿cuándo supieron que era un dotado para la música?, ¿cómo era de niño? Quería entender los años de su vida que me había perdido; los años que lo moldearon para convertirlo en el maravilloso ser humano que es.
Se movieron en sus asientos como si estuvieran incómodos y contestaron cada una de las preguntas de forma breve: “Sí”. “Como a los 5”. “Era como un niño pequeño”.
Parecían no querer hacerme ninguna pregunta a mí, así que cuando la velada terminó nos despedimos sin que yo los conociera a ellos ni ellos a mí, lo cual me dejó totalmente abatida. Obviamente, me habían odiado.
Después mi marido me pasó un brazo por la espalda y dijo: “Salió fantástico”. No estaba siendo sarcástico.
Cuando tomamos un avión para que él conociera a mi familia por primera vez, mis dos hermanas le hicieron innumerables preguntas sobre su familia y su pasado. “Cuántos hermanos tienes?”. “¿Cómo son tus padres?”. “¿Qué sabor de tarta es tu favorita?”. Yo pensaba, engreída: “Vaya, así se le da la bienvenida a alguien a la familia”.
Sin embargo, minutos después, lo encontré escondido en el patio trasero. “¿Qué pasa?”, pregunté. “Nada”, dijo. “Solo estoy descansando del interrogatorio”.
Todos son hijos de alguien. Hasta mi madre…
Mi marido y yo proveníamos de familias que eran tan culturalmente distintas que al comienzo no sabíamos cómo comportarnos con la familia del otro. La mía es enorme, sureña y sociable, llena de dramatismo y cercanía; la suya es reservada, compuesta por católicos de ascendencia irlandesa de la costa este de Estados Unidos.
Pensé que eran fríos y me prometí a mí misma que encontraría cómo ganármelos. Cada año, durante los últimos doce años, les he escrito a mis suegros una carta de agradecimiento en el cumpleaños de mi esposo, manifestando mi gratitud por la persona que criaron. Ni una sola vez han respondido a esas notas.
Cada vez que los veo, los abrazo fuerte y les digo: “Los quiero”. En una década, nunca me contestaron que me quieren también.
Traté con todas mis fuerzas de no tomármelo personal. El amor demostrativo y verbal sencillamente no era lo suyo. Está bien. Aun así, quería que supieran lo mucho que amaba y valoraba a su hijo. Así que decidí decírselos; una y otra vez.
En algún momento comenzamos a avanzar hacia un punto medio. Empecé a entender que su familia sí mostraba afecto, pero de manera distinta. Ayudan a acomodar a la gente en la mesa; mueven muebles; apoyan las metas de las personas que les importan; demuestran su amor al estar presentes… y llegué a respetar eso.
Poco a poco, luego de muchos años, también comenzaron a expresar ese afecto al responder a mi empecinamiento con un: “También te queremos”. Casi salto de gusto la primera vez que lo dijeron.
Supongo que es posible que no lo dijeran por tantos años porque no me querían antes, pero esa no fue la conclusión a la que llegué. Me parece que es más bien que las muestras de cariño abiertas los hacen sentir incómodos. Sin embargo, después de un tiempo entendieron que yo necesitaba escuchar ese “Te quiero”.
Ahora sueltan la frase con la misma facilidad que tienen las personas que llevan toda la vida diciéndola; lo dicen al llegar y al despedirse, y algunas veces a la mitad de una conversación.
Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo.
Mi suegra es jardinera; conoce el nombre de cada planta y flor, tanto el nombre común como el científico. Me ha equipado por completo con ropa y herramientas de jardinería que no sé usar, con la esperanza de inculcar en mí el mismo entusiasmo. A mí me parece adorable y he de confesar que finjo interés para que tengamos más temas de conversación.
En persona, es estoica, inteligente y cortés. En sus correos electrónicos es efusiva, cálida, entusiasta y expresiva. No estoy segura del motivo de la diferencia. Quizá porque esta forma de comunicación es privada y la hace sentir segura. He decidido que esta versión de ella es la auténtica.
Intercambiamos correos electrónicos extensos descaradamente amorosos con regularidad, llenos de cuestiones tanto mundanas como profundas: “¿Recibiste el catálogo de tulipanes que te mandé?” o “Vi ese mural y supe de inmediato que el paso de los siglos no ha cambiado a los humanos. Seguimos siendo los mismos”.
En persona, hablamos de libros, de escribir y arte, porque son temas seguros y distantes. Sin embargo, pongo mi corazón en sintonía con el suyo y le mando por esa vía mensajes secretos de que la quiero y espero que ella me quiera igual. Dado que las muestras de afecto excesivas todavía no le resultan naturales, hago todo lo posible por hacer como que no me afecta en absoluto.
Muchas veces, no lo logro. Lloro fácilmente; río con la misma facilidad. Digo cosas sin pensar antes en el efecto que podrían tener. Ella me aguanta mucho y este atributo —su paciencia interminable— también es una forma de amor. Me ha dado apoyo, aliento y cariñosos regaños para que deje ir lo innecesario, para que me resista a la mezquindad y para que perdone. Me explica qué necesitan las plantas para sobrevivir y, a veces, ha ejercido una cantidad algo excesiva de presión para que haga lo que ella cree que es mejor para mí. Me he dado cuenta de que así es como podría ser tener una madre.
Si hubiera un coeficiente intelectual que midiera la empatía, estoy segura de que ella obtendría el porcentaje más alto. Sin excepción, le da dinero a cada persona sin casa en las calles que se lo pide porque para ella todos son hijos de alguien. Hasta mi madre… y hasta yo.
Durante toda mi vida, la maternidad se sintió como un terreno vasto e imposible que no debería ni atreverme a recorrer. No obstante, tras más de una década de ver a mi suegra moverse por ese terreno con gracia, siento como si por primera vez tuviera todo lo que necesito. Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo.
Hace unos meses, toda mi familia política se reunió para celebrar el cumpleaños número setenta de mi suegra en un restaurante, con ossobuco y tiramisú. Lloré hasta quedarme dormida esa noche, por miedo de perderla. Luego de todo este tiempo, por fin la encontré.
Al día siguiente, recibí un correo electrónico suyo preguntándome por los narcisos. Le contesté que sí habían florecido y que crecían en dirección a la luz.
Colter Jackson es escritora e ilustradora de la ciudad de Nueva York y está escribiendo una novela.
https://www.nytimes.com/es/2018/05/11/modern-love-mama/
Momentos incómodos: Mi madrastra se presenta como mi mamá. ¿Qué hacer? 22 de julio de 2016
https://www.nytimes.com/es/2016/07/22/mi-madrastra-se-presenta-como-mi-mama-que-puedo-hacer/
El matrimonio une a dos familias; cada una tiene su propia manera de comunicarse, sus propias costumbres y hasta su propia forma de picar cebolla. Unir las diferencias puede ser como tratar de unir a Pangea de nuevo. Y en mi caso se complica aún más, porque tengo un hueco en forma de madre en el corazón.
La historia de mi niñez en el Misuri rural no es sencilla. Mi madre básicamente me abandonó de niña, y pasé de estar en el caos continuo de sus situaciones domésticas a vivir con otras personas, una y otra vez. Mi padre nunca estuvo involucrado.
La carga de mi crianza recayó en mi maravillosa familia extendida: fue repartida entre abuelos, tías, tíos y primos mayores por igual. Sin embargo, nadie puede ocupar el lugar de una madre. La relación madre-hija es una de las relaciones más fundamentales, formativas y complejas de la vida de una mujer. De niña, la anhelaba y manifestaba mi frustración de manera, justamente, muy infantil: siendo demandante, fastidiosa, buscando atención.
Ese anhelo no ha menguado ahora que soy una adulta. Ansío escuchar su voz en una llamada ya entrada la noche o que haya alguien con experiencia para decirme cómo espesar la sopa o quitar una mancha. La gente no anda repartiendo mamás en la calle. No he logrado tener una, ya sea con cabildeos ni complacencias, y todavía algunas veces manifiesto esta necesidad siendo dependiente, fastidiosa y buscando atención. Pobre de mi marido, que tanto batalla.
Si bien la experiencia, Google y mis amigos me han permitido improvisar algunas respuestas, mi herida materna sigue viva. Lloro en las películas sobre madres; lloro cuando veo los avances cinematográficos de las películas sobre madres; lloro si alguien que conozco pelea con su mamá. Lloro incluso cuando pienso en convertirme en madre. ¿Cómo sabría hacerlo sin un ejemplo? Y mientras transcurren mis años de fecundidad.
Luego está mi suegra.
La primera vez que conocí a los padres de mi pareja hace doce años, pasé tres horas intentando encontrar el atuendo más capaz y merecedor de amor que tuviera en mi armario (al final opté por un suéter color rosa pastel y un saco negro). Nos íbamos a encontrar en Manhattan para ir a un restaurante italiano; los padres de mi ahora esposo iban a tomar el tren desde Connecticut.
Tenía tantas preguntas que hacerles: ¿a mi marido siempre le gustó leer?, ¿cuándo supieron que era un dotado para la música?, ¿cómo era de niño? Quería entender los años de su vida que me había perdido; los años que lo moldearon para convertirlo en el maravilloso ser humano que es.
Se movieron en sus asientos como si estuvieran incómodos y contestaron cada una de las preguntas de forma breve: “Sí”. “Como a los 5”. “Era como un niño pequeño”.
Parecían no querer hacerme ninguna pregunta a mí, así que cuando la velada terminó nos despedimos sin que yo los conociera a ellos ni ellos a mí, lo cual me dejó totalmente abatida. Obviamente, me habían odiado.
Después mi marido me pasó un brazo por la espalda y dijo: “Salió fantástico”. No estaba siendo sarcástico.
Cuando tomamos un avión para que él conociera a mi familia por primera vez, mis dos hermanas le hicieron innumerables preguntas sobre su familia y su pasado. “Cuántos hermanos tienes?”. “¿Cómo son tus padres?”. “¿Qué sabor de tarta es tu favorita?”. Yo pensaba, engreída: “Vaya, así se le da la bienvenida a alguien a la familia”.
Sin embargo, minutos después, lo encontré escondido en el patio trasero. “¿Qué pasa?”, pregunté. “Nada”, dijo. “Solo estoy descansando del interrogatorio”.
Todos son hijos de alguien. Hasta mi madre…
Mi marido y yo proveníamos de familias que eran tan culturalmente distintas que al comienzo no sabíamos cómo comportarnos con la familia del otro. La mía es enorme, sureña y sociable, llena de dramatismo y cercanía; la suya es reservada, compuesta por católicos de ascendencia irlandesa de la costa este de Estados Unidos.
Pensé que eran fríos y me prometí a mí misma que encontraría cómo ganármelos. Cada año, durante los últimos doce años, les he escrito a mis suegros una carta de agradecimiento en el cumpleaños de mi esposo, manifestando mi gratitud por la persona que criaron. Ni una sola vez han respondido a esas notas.
Cada vez que los veo, los abrazo fuerte y les digo: “Los quiero”. En una década, nunca me contestaron que me quieren también.
Traté con todas mis fuerzas de no tomármelo personal. El amor demostrativo y verbal sencillamente no era lo suyo. Está bien. Aun así, quería que supieran lo mucho que amaba y valoraba a su hijo. Así que decidí decírselos; una y otra vez.
En algún momento comenzamos a avanzar hacia un punto medio. Empecé a entender que su familia sí mostraba afecto, pero de manera distinta. Ayudan a acomodar a la gente en la mesa; mueven muebles; apoyan las metas de las personas que les importan; demuestran su amor al estar presentes… y llegué a respetar eso.
Poco a poco, luego de muchos años, también comenzaron a expresar ese afecto al responder a mi empecinamiento con un: “También te queremos”. Casi salto de gusto la primera vez que lo dijeron.
Supongo que es posible que no lo dijeran por tantos años porque no me querían antes, pero esa no fue la conclusión a la que llegué. Me parece que es más bien que las muestras de cariño abiertas los hacen sentir incómodos. Sin embargo, después de un tiempo entendieron que yo necesitaba escuchar ese “Te quiero”.
Ahora sueltan la frase con la misma facilidad que tienen las personas que llevan toda la vida diciéndola; lo dicen al llegar y al despedirse, y algunas veces a la mitad de una conversación.
Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo.
Mi suegra es jardinera; conoce el nombre de cada planta y flor, tanto el nombre común como el científico. Me ha equipado por completo con ropa y herramientas de jardinería que no sé usar, con la esperanza de inculcar en mí el mismo entusiasmo. A mí me parece adorable y he de confesar que finjo interés para que tengamos más temas de conversación.
En persona, es estoica, inteligente y cortés. En sus correos electrónicos es efusiva, cálida, entusiasta y expresiva. No estoy segura del motivo de la diferencia. Quizá porque esta forma de comunicación es privada y la hace sentir segura. He decidido que esta versión de ella es la auténtica.
Intercambiamos correos electrónicos extensos descaradamente amorosos con regularidad, llenos de cuestiones tanto mundanas como profundas: “¿Recibiste el catálogo de tulipanes que te mandé?” o “Vi ese mural y supe de inmediato que el paso de los siglos no ha cambiado a los humanos. Seguimos siendo los mismos”.
En persona, hablamos de libros, de escribir y arte, porque son temas seguros y distantes. Sin embargo, pongo mi corazón en sintonía con el suyo y le mando por esa vía mensajes secretos de que la quiero y espero que ella me quiera igual. Dado que las muestras de afecto excesivas todavía no le resultan naturales, hago todo lo posible por hacer como que no me afecta en absoluto.
Muchas veces, no lo logro. Lloro fácilmente; río con la misma facilidad. Digo cosas sin pensar antes en el efecto que podrían tener. Ella me aguanta mucho y este atributo —su paciencia interminable— también es una forma de amor. Me ha dado apoyo, aliento y cariñosos regaños para que deje ir lo innecesario, para que me resista a la mezquindad y para que perdone. Me explica qué necesitan las plantas para sobrevivir y, a veces, ha ejercido una cantidad algo excesiva de presión para que haga lo que ella cree que es mejor para mí. Me he dado cuenta de que así es como podría ser tener una madre.
Si hubiera un coeficiente intelectual que midiera la empatía, estoy segura de que ella obtendría el porcentaje más alto. Sin excepción, le da dinero a cada persona sin casa en las calles que se lo pide porque para ella todos son hijos de alguien. Hasta mi madre… y hasta yo.
Durante toda mi vida, la maternidad se sintió como un terreno vasto e imposible que no debería ni atreverme a recorrer. No obstante, tras más de una década de ver a mi suegra moverse por ese terreno con gracia, siento como si por primera vez tuviera todo lo que necesito. Hay más de una forma de amar en este mundo y ninguna familia tiene una sola manera correcta de hacerlo.
Hace unos meses, toda mi familia política se reunió para celebrar el cumpleaños número setenta de mi suegra en un restaurante, con ossobuco y tiramisú. Lloré hasta quedarme dormida esa noche, por miedo de perderla. Luego de todo este tiempo, por fin la encontré.
Al día siguiente, recibí un correo electrónico suyo preguntándome por los narcisos. Le contesté que sí habían florecido y que crecían en dirección a la luz.
Colter Jackson es escritora e ilustradora de la ciudad de Nueva York y está escribiendo una novela.
https://www.nytimes.com/es/2018/05/11/modern-love-mama/
Momentos incómodos: Mi madrastra se presenta como mi mamá. ¿Qué hacer? 22 de julio de 2016
https://www.nytimes.com/es/2016/07/22/mi-madrastra-se-presenta-como-mi-mama-que-puedo-hacer/
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