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miércoles, 9 de febrero de 2022

_- Zarpazos del azar.

_- Hubo un antes y un después. Cuando el Congreso se liberó, los compañeros ovacionaron a Laína. Él se echó a llorar. | Columna de Rosa Montero. 

La muerte de Francisco Laína el pasado 7 de enero me ha catapultado mentalmente a la terrible noche del golpe del 23 de febrero de 1981. Voy a explicar la situación un poco porque creo que muchos jóvenes apenas saben nada de aquel trauma (normal: ha pasado mucho tiempo). Laína era a la sazón el director de la Seguridad del Estado. Pertenecía a la UCD, el partido de centro de Adolfo Suárez , y cuando el golpista Tejero tomó a tiros el Congreso (con el Gobierno dentro) fue la autoridad civil con más alto rango que había en el exterior . Durante las 18 lentísimas horas que duró el secuestro, Laína fue el presidente del Gobierno en funciones. Tenía 45 años. Poco después, en diciembre de 1982, abandonó la política y llevó una vida rigurosamente privada: ni siquiera sé a qué se dedicó. desapareció del mundo y de mi memoria. Pero la noticia de su muerte me hizo revivir aquellas horas agónicas, sus palabras en televisión, su presencia serena y tranquilizadora. Recuerdo la gratitud que sentí en esos momentos tan amargos ante su entereza. Yo diría que actuó muy bien en unas circunstancias endemoniadas. Preparando este artículo he encontrado una magnífica entrevista que le hizo José Luis Barbería en El País en 2011. Merece la pena leerla y ha aumentado mi admiración por ese hombre discreto.

Amigos periodistas que lo conocían de antes de que se marchara me cuentan que era un buen tipo con claras ambiciones políticas, cosa evidente por su biografía: había sido gobernador civil de León, Las Palmas y Zaragoza. Pero curiosamente, lo dejó todo después de aquella noche interminable. Aún más: después de haberlo hecho genial aquella noche. Eso es lo que me fascina: el quiebro que da su vida. 

Me pregunto que le pudo pasar por la cabeza, en qué pensó, cómo se sintió, qué verdad profunda vio para dar ese giro de 180 grados. ¿O la revelación vino después , tras el aterrizaje en la nueva realidad política? La inmensa mayoría de los individuos vivimos por fortuna existencia vulgares, pero hay unos cuantos a los que el azar pega un zarpazo. Son personas cuyas vicisitudes parecen sacadas de una tragedia griega: de pronto, de forma inesperada, se les viene encima un destino heroico o quizás maldito, un vendaval que exigirá de ellos respuestas sobrehumanas. 

Y supongo que, tras haber estado en el ojo del huracán, no pueden volver a mirar el mundo del mismo modo. 

A veces la arremetida del azar es tan brutal que las vidas se desbaratan para siempre. Pienso, por ejemplo, en Claude Eatherly, piloto de las Fuerzas Aéreas de Estados. Tenía 26 años cuando, el 6 de agosto de 1945, le tocó hacer el vuelo de reconocimiento sobre Hiroshima para escoger el blanco de la bomba atómica. 

Pasó por encima de la población, fijó las coordenadas y le dio luz verde al bombardero Enola Gay. Eatherly creía haber señalado un puente, pero se equivocó un kilómetro y la bomba cayó en mitad de la ciudad. Podría haber sido otro piloto el elegido, pero fue él: podrían haberlo derribado las baterías antiaéreas japonesas, pero sobrevivió; podría no haber confundido el blanco, pero lo hizo. Cosa que por cierto no tuvo la menor importancia: la bomba de Hiroshima generó una ola de calor  de más de 4000 grados C en un radio de de cuatro kilómetros y medio, así que atinar con el puente daba igual. El primer día fallecieron entre 50.000 y 100.000 personas (luego murieron muchas más). 

Cuando Eatherly regresó a Estados Unidos y fue recibido con desfiles y serpentinas, se rompió. Entró a robar en una tienda a punta de pistola y se marchó sin llevarse el dinero; buscaba castigo. Le diagnosticaron una enfermedad mental y fue internado a la fuerza en psiquiátrico. 

Su pacifismo beligerante empeoró las cosas "Para la mayoría mi rebelión contra la guerra es una forma de locura". Hay un curioso libro, El Piloto de Hiroshima, que recoge sus conversaciones con el filósofo vienés Günther Anders. Fue, en fin, un hombre atropellado por un destino. 

Obviamente no fue lo mismo con Francisco Laína, pero para el también hay un antes y un después. Por cierto que Barbería cuenta en la entrevista que cuando se liberó el Congreso, los compañeros de la Comisión de Gobierno ovacionaron a Laína, y que el calmado y sobrio director de Seguridad se echó a llorar. 

viernes, 3 de diciembre de 2021

_- Albert Einstein: los 2 grandes errores científicos que cometió en su carrera

_- Einstein es un ejemplo de espíritu libre y creador que, sin embargo, conservó sus prejuicios.

La investigación científica se basa en la relación entre la realidad de la naturaleza -adquirida mediante observaciones- y una representación de esta realidad, formulada por una teoría en lenguaje matemático.

Cuando todas las consecuencias que se derivan de una teoría se verifican de forma experimental, esta queda validada.

Este enfoque, que se ha aplicado desde hace casi cuatro siglos, ha permitido construir un conjunto coherente de conocimientos.

Pero esos avances se logran gracias a la inteligencia humana que, a pesar de todo, conserva sus creencias y prejuicios, lo cual puede afectar al progreso de la ciencia incluso entre las mentes más privilegiadas.

El primer error
En su obra maestra sobre la teoría general de la relatividad, Albert Einstein escribió la ecuación que describe la evolución del Universo en función del tiempo.

La solución de esta ecuación muestra un universo inestable, en lugar de, como se creía hasta entonces, una enorme esfera de volumen constante en la que se deslizaban las estrellas.

A principios del siglo XX, todo el mundo vivía con la idea bien arraigada de un universo estático en el que el movimiento de los astros se repetía sin descanso.

Es probable que se debiera a las enseñanzas de Aristóteles, que establecía que el firmamento era inmutable, en contraposición con el carácter perecedero de la Tierra.

Esta creencia provocó una anomalía histórica: en el año 1054, los chinos advirtieron una nueva luz en el cielo que no aparece mencionada en ningún documento europeo, y eso que se pudo ver a plena luz del día durante varias semanas.

Se trataba de una supernova, es decir, una estrella moribunda, cuyos restos todavía se pueden observar en la nebulosa del Cangrejo.

La nebulosa del Cangrejo no fue documentada en Europa tras su aparición en 1054.

El pensamiento dominante en Europa impedía aceptar un fenómeno tan contrario a la idea de un cielo inmutable. Una supernova es un acontecimiento muy raro, que solo se puede observar a simple vista una vez cada cien años (la última fue en 1987).

Así que Aristóteles tenía casi razón al afirmar que el cielo era inmutable, al menos a la escala de una vida humana.

Para no contradecir la idea de un universo estático, Einstein introdujo en sus ecuaciones una constante cosmológica que congelaba el estado del universo.

La intuición le falló: en 1929, cuando Edwin Hubble demostró que el universo se expandía, Einstein admitió haber cometido "su mayor error".

La aleatoriedad cuántica
Al mismo tiempo que la teoría de la relatividad, se desarrolló la mecánica cuántica, que describe la física de lo infinitamente pequeño.

Einstein hizo una contribución destacada en ese ámbito, en 1905, con su interpretación del efecto fotoeléctrico como una colisión entre electrones y fotones, es decir, entre partículas infinitesimales portadoras de energía.

En otras palabras, la luz, descrita tradicionalmente como una onda, se comporta como un flujo de partículas.

Fue por este avance, y no por la teoría general de la relatividad, por el que Einstein fue galardonado con el premio Nobel en 1921.

¿Es la luz una onda o una partícula? Einstein respondió "ambas" y cambió la física para siempre
Pero, a pesar de ese vital aporte, se obstinó en rechazar la lección más importante de la mecánica cuántica, que establece que el mundo de las partículas no está sometido al determinismo estricto de la física clásica.

El mundo cuántico es probabilístico, lo que implica que solo somos capaces de predecir una probabilidad de ocurrencia entre un conjunto de sucesos posibles.

A pesar de sus aportes a la física cuántica, Einstein no estuvo dispuesto a aceptar todas sus implicancias teóricas y prácticas.

La obcecación de Einstein deja entrever de nuevo la influencia de la filosofía griega.

Platón enseñaba que el pensamiento debía permanecer ideal, libre de las contingencias de la realidad, lo que es una idea noble pero alejada de los preceptos de la ciencia.

Así como el conocimiento precisa de una concordancia perfecta con todos los hechos predichos, la creencia se funda en una verosimilitud fruto de observaciones parciales.

El propio Einstein estaba convencido de que el pensamiento puro era capaz de abarcar toda la realidad, pero la aleatoriedad cuántica contradice esa hipótesis.

En la práctica, esa aleatoriedad no es plena, pues está regida por el principio de incertidumbre de Heisenberg.

Dicho principio impone un determinismo colectivo a los conjuntos de partículas: un electrón por sí mismo es libre, puesto que no se puede calcular su trayectoria al atravesar una rendija, pero un millón de electrones dibujan una figura de difracción que muestra franjas oscuras y brillantes que sí se pueden predecir.

Einstein también afirmó: "Tú crees en el Dios que juega a los dados y yo creo en la ley y la ordenación total de un mundo que es objetivo".

Einstein no quería admitir ese indeterminismo elemental y lo resumió en un veredicto provocador: "Dios no juega a los dados con el universo".

Propuso la existencia de variables ocultas, de magnitudes por descubrir más allá de la masa, la carga y el espín, que los físicos utilizan para describir las partículas. Pero la experiencia no le dio la razón.

Hay que asumir la existencia de una realidad que transciende nuestra comprensión, que no podemos saber todo del mundo de lo infinitamente pequeño.

Los caprichos fortuitos de la imaginación
En el proceso del método científico existe un paso que no es totalmente objetivo y es el que lleva a la conceptualización de una teoría. Einstein da un ilustre ejemplo del mismo con sus experimentos mentales.

Así afirmó: "La imaginación es más importante que el conocimiento". En efecto, a partir de observaciones dispares, un físico debe imaginar una ley subyacente. A veces, hay que elegir entre varios modelos teóricos posibles, momento en el que la lógica retoma el control.

Por tanto, el progreso de las ideas se nutre de lo que llamamos intuición. Es una especie de salto en el conocimiento que sobrepasa la pura racionalidad. La frontera entre lo objetivo y lo subjetivo deja de ser del todo fija.

Los pensamientos nacen en las neuronas bajo el efecto de impulsos electromagnéticos y, entre ellos, algunos resultan particularmente fecundos, como si provocaran un cortocircuito entre células, obra del azar.

Pero estas intuiciones, estas "flores" del espíritu humano, no son iguales para todas las personas.

Mientras el cerebro de Einstein concibió E=mc² , el de Marcel Proust creó una metáfora admirable. La intuición se manifiesta de forma aleatoria, pero ese azar está moldeado por la experiencia, la cultura y el conocimiento de cada persona.

Los beneficios del azar
No debería sorprendernos que haya una realidad que sobrepase nuestra propia inteligencia.

Sin el azar, nos guían nuestros instintos, nuestras costumbres, todo lo que nos hace predecibles. Nuestras acciones están confinadas de manera casi exclusiva en ese primer nivel de realidad, con sus preocupaciones ordinarias y sus quehaceres obligados.

Pero existe otro nivel en el que el azar manifiesto es la seña de identidad.

Einstein es un ejemplo de espíritu libre y creador que conserva, sin embargo, sus prejuicios.

Su "primer error" puede resumirse en la frase: "Me niego a creer que el Universo tuviera un principio". Pero la experiencia demostró que se equivocaba.

Su sentencia sobre Dios jugando a los dados quiere decir: "Me niego a creer en el azar". Sin embargo, la mecánica cuántica implica una aleatoriedad forzosa.

Cabría preguntarse si habría creído en Dios en un mundo sin azar, lo que reduciría mucho nuestra libertad al vernos confinados en un determinismo absoluto. Einstein se mantiene en su rechazo pues, para él, el cerebro humano debe ser capaz de comprender el Universo.

Con mucha más modestia, Heisenberg le responde que la física se limita a describir las reacciones de la naturaleza en unas circunstancias dadas.

La teoría cuántica demuestra que no podemos alcanzar una comprensión total de lo que nos rodea. En compensación, nos ofrece el azar con sus frustraciones y peligros, pero también con sus beneficios.

El legendario físico es el ejemplo perfecto del ser imaginativo por excelencia. Su negación del azar, por tanto, representa una paradoja, pues es lo que hace posible la intuición, germen del proceso de creación tanto para las ciencias como para las artes.

*François Vannucci es profesor emérito e investigador en física de partículas especializado en neutrinos de la Universidad de París.

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation y está reproducido bajo la licencia Creative Commons.

jueves, 20 de febrero de 2014

Todas esas veces que pude haber muerto

Esas son las ironías de la vida: escapas de las balas y las bombas, te das la vuelta al mundo varias veces y al final siempre te atrapa tu destino

Hace un par de semanas murió Manu Leguineche, periodista magnífico, hombre generoso, maestro en tantas cosas. Fue un gran corresponsal de guerra; se jugó el pellejo en muchas ocasiones, pero la muerte le estaba esperando en su casa, vengativa y pérfida, haciéndole antes sufrir durante largo tiempo: llevaba demasiados años muy enfermo. Esas son las ironías de la vida: escapas de las balas y las bombas, te das la vuelta al mundo varias veces y al final siempre te atrapa tu destino, como en el conocido cuento de Las mil y una noches del criado que, asustado al encontrar a la Muerte en el mercado y ver que le hacía llamativos gestos, sale huyendo de su ciudad y no para hasta llegar a Bagdad; cuando los gestos de la Muerte sólo manifestaban la sorpresa de hallarle en aquel sitio, porque esa misma noche tenía una cita con él en la lejana Bagdad. Tanto correr, tanta agitación para acabar en eso.

Recordé entonces que me encontré con Manu Leguineche en Managua, dos o tres días después de que Somoza huyera del país. Los sandinistas habían ganado la guerra, pero el conflicto bélico todavía coleaba. Había muertos en las calles y por las noches dormíamos debajo de la cama porque por las ventanas podían colarse balas perdidas. Y recordé que entré en el país por tierra, junto con una amiga también periodista, la colombiana Ana Cristina Navarro. La salida de Somoza nos pilló estando en Guatemala y para poder llegar a Managua aprovechamos el coche de un jesuita que supuestamente iba a devolver a sus padres nicaragüenses a una adolescente que había pasado la guerra refugiada en Guatemala. Y digo supuestamente porque, en efecto, la niña venía con nosotros y la depositamos con su familia; pero al regresar a Guatemala, el cura nos confesó que su coche iba cargado de “algo” peligrosísimo (lo más probable es que trajera armas de los sandinistas para la resistencia guatemalteca). Y con este contrabando de alto voltaje habíamos atravesado El Salvador (bajo una sangrienta dictadura militar y en estado de excepción), jugándonos Ana Cristina y yo inocente y estúpidamente la vida, la libertad y desde luego indudables torturas si nos descubrían. Odié a aquel jesuita y todavía le odio.

Este recuerdo avivó otros de otras ocasiones en las que mi vida había estado en peligro. Aquella vez en la que la periodista Sol Fuertes y yo estuvimos a punto de naufragar en el lago Titicaca, entre Bolivia y Perú, y nos pasamos horas en una barca infame con el agua helada hasta las rodillas y achicando con un solo cubo (por cierto que achicar a 4.200 metros de altitud asfixia muchísimo). O aquel viaje en un trenecito, también en Perú, en el Valle Sagrado del Urubamba, colgada de los estribos, porque el tren iba lleno; y ver a tus pies los abismos de las montañas de los Andes, y sentir que las manos con las que te agarrabas frenéticamente a la barra se quedaban entumecidas; y pensar que no ibas a aguantar hasta la próxima parada (obviamente aguanté). O bien ese avión de Iberia en el que el fotógrafo Chema Conesa y yo íbamos a ir a Roma para entrevistar al presidente italiano, Sandro Pertini. El vuelo salía a las 8.30 de la mañana y la noche anterior nos llamamos para atrasar el viaje y embarcar dos horas más tarde (eran épocas opulentas del periodismo y los billetes eran enteros y se podían cambiar sin más problemas). Pues bien, ese avión de Iberia se estrelló en la pista de despegue contra uno de Aviaco; hubo cerca de doscientos muertos y heridos muy graves y abrasados (el avión de Iberia se incendió). O aquella vez que cuatro adolescentes marginales me arrinconaron en un descampado con un coche de lujo obviamente recién robado; me salvó mi perra Trasto, una pastora alemana mestiza que se plantó delante,...

...La vida es un puro azar, un milagro renovado en cada instante. Me pregunto cuánto queda, qué me queda...

Leer más aquí, Rosa Montero, El País Semanal.