La revista de la Asociación Estadounidense del Corazón publicaba hace unos días un artículo en el que estimaba los beneficios de cumplir las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud (OMS) en el consumo de sal. Solo en Australia, donde se llevó a cabo el estudio, reducir en un 30% la ingesta de sodio que se toma con la sal de aquí a 2025 evitaría 1.700 muertes prematuras cada año y 7.000 diagnósticos de enfermedad cardiaca, renal y de cáncer de estómago. Otro análisis de 2021, publicado en la revista Circulation, calculaba que alcanzar los objetivos de la Iniciativa para la Reducción de la Sal y el Azúcar en EE UU, que requiere un descenso del 20% de los alimentos envasados y un 40% en las bebidas azucaradas, supondría una reducción de 490.000 muertes por enfermedad cardiovascular y 750.000 casos de diabetes a lo largo de varias décadas.
Los beneficios de la reducción de azúcar, sal, grasa y alimentos ultraprocesados en general serían claros y muchas transformaciones sociales muestran lo que se pueden conseguir con políticas públicas decididas. La mejora de las carreteras y los vehículos, unida a las campañas de concienciación y el fomento del uso de medidas de seguridad como el cinturón, hicieron posible reducir en un 80% la mortalidad en carretera en España en 30 años. Si los daños de una mala alimentación son igual de diáfanos, ¿sería posible alcanzar los objetivos que prevén los estudios obligando a la gente a comer bien?
Manuel Franco, epidemiólogo de la Universidad de Alcalá y profesor de la Universidad Johns Hopkins (EE UU), destaca que este tipo de cambios en la reducción de la sal o del azúcar tienen que ser poblacionales. “Debe producirse en el entorno, que no tenga que tomar yo la decisión de elegir entre un alimento con mucha sal y uno con poca cada vez que voy a comer, porque eso no va a funcionar. La gente, y sobre todo la que tiene menos recursos, tiene poco tiempo para cocinar y para elegir comida sana, así que es necesario que haya unas políticas que hagan que la decisión ya esté tomada”, explica.
El éxito de esas medidas poblacionales lo estudió Franco junto a varios colaboradores en una experiencia histórica drástica. Tras la caída de la Unión Soviética, en 1991, EE UU endureció el embargo contra Cuba y aquella combinación de desgracias provocó una intensa crisis económica en la isla conocida como el Periodo Especial. Los cubanos pasaron de consumir 3.000 calorías diarias a unas 2.200 y la escasez de combustibles los obligó a caminar a todos lados o a utilizar la bicicleta. En un estudio publicado en la revista British Medical Journal, Franco mostró que aquel cambio radical de estilo de vida, que los isleños recuerdan como un periodo desgraciado, produjo beneficios para su salud. La combinación de dieta y ejercicio provocó una pérdida generalizada de cinco kilos por persona en todo el país que mejoró muchos indicadores importantes de salud. El análisis de la salud de los cubanos entre 1980 y 2010 mostró que esa bajada de peso dejaría en la mitad las muertes por diabetes, en un tercio las causadas por enfermedad coronaria y reduciría los casos de ictus.
Pese a los resultados positivos de aquel experimento involuntario, es improbable que ninguna sociedad apoyase un Gobierno que la sometiese a un periodo especial, por mucho que le prometiese mejoras para la salud, ni que ningún Gobierno se atreviese a plantear ese proyecto. Además, según apunta el nutricionista Juan Revenga, “existe una industria muy potente alrededor de estos productos que perjudican nuestra salud, de la que dependen muchos empleos, y que existe porque se compran los productos y se compran porque nos gustan”.
En los últimos años, impulsados por una conciencia social y política sobre el impacto de la alimentación sobre la salud, se han tomado algunas medidas que han reducido el consumo de elementos como la sal o el azúcar que, junto con la grasa, hacen tan atractivos los alimentos procesados. La Asociación Española de Bebidas Refrescantes (ANFABRA) ha prometido una reducción acumulada del 53% en el contenido de azúcar de sus productos entre 2020 y 2025. El Gobierno puso el año pasado un límite a la cantidad de sal en el pan que, se estima, reducirá en un 20% el consumo medio de los españoles de este ingrediente, que es algo superior a los nueve gramos diarios. Incluso con la reducción, la cantidad quedaría por encima de los entre dos y cinco gramos diarios que recomienda la OMS.
Respecto al azúcar, en 2021, el Gobierno incrementó el IVA de las bebidas azucaradas y edulcoradas del 10% al 21%. Un análisis de los efectos de la medida del Centro de Políticas Económicas de ESADE mostró que, aunque no tuvo repercusión en los hogares de ingresos medios y altos, supuso una reducción del consumo de 11 litros de bebidas azucaradas por hogar, un 13%, entre el tercio de hogares con menor nivel económico, y un 10,5% menos en el consumo de aperitivos. El valor de los impuestos para cambiar comportamientos ha mostrado también su utilidad con el tabaco, con ejemplos como Colombia, donde tras triplicar la tasa por cada cajetilla se produjo un descenso del consumo del 34%.
Beatriz Blasco Marzal, directora general de Anfabra, considera que la autorregulación “ha mostrado que se puede avanzar” sin quedarse en “medidas parciales”, como califica los impuestos a las bebidas refrescantes. Blasco asegura que en su sector, que supone un 2,1% de la ingesta calórica de los españoles, están “comprometidos con la reducción del consumo de azúcar en la población”, y recuerda que las bebidas con poco o nada de azúcar ya supone el 60% de su negocio. Además, menciona otras medidas tomadas por la industria por iniciativa propia que, al menos en parte, reconocen que sus productos no son completamente saludables. “Nosotros tenemos el compromiso de no dirigir publicidad de nuestros productos a menores de 13 años, no vender ningún tipo de refresco en centros de educación primaria y solo bebidas bajas en calorías o sin calorías en los de secundaria”, señala.
Ramón Ortega, profesor de Bioética, Antropología de la Salud y Comunicación humana, ha explorado otras técnicas para condicionar los comportamientos de grupos de personas respecto a la alimentación sin coartar su libertad, calificadas como paternalismo libertario. “El paternalismo está muy presente en nuestras vidas. Un caso es el cinturón de seguridad, que nos obligan a usar por nuestro bien, pero sin dejarnos la libertad de elegir, o la prohibición de ciertas sustancias como la heroína”, explica Ortega. El paternalismo libertario estaría en un punto intermedio que consistiría en explotar los sesgos cognitivos de la población para que incrementar la probabilidad de que la gente tome una decisión que se considera beneficiosa para ellos sin obligarles directamente.
“Un ejemplo es lo que se hizo en los comedores de Google. Allí, para reducir el consumo de refrescos y de otras bebidas azucaradas disponibles en sus máquinas dispensadoras, las colocaron en un lugar menos visible que el agua”, cuenta Ortega. “Con esa medida lograron que se aumentase en un 47% el consumo de agua”, añade. Otros ejemplos de estos empujones por nuestro bien, descritos por Ortega en un artículo reciente en The Conversation, son ofrecer por defecto carne y pescado con ensalada en los comedores de los colegios, pero dando también la posibilidad de pedir patatas fritas, o, como se hizo en Argentina, retirar los saleros de las mesas de los restaurantes y que sea el cliente quien lo pida si quiere.
El investigador de la Universidad Nebrija reconoce que estos empujones “se hacen desde una cierta manipulación, sin buscar la aceptación de una medida de forma racional”. Sin embargo, considera que es una alternativa a medidas más restrictivas de salud pública cuando la salud de la comunidad se considera un objetivo superior a la autonomía del individuo. Además, recuerda que desde la industria alimentaria también se utilizan esos sesgos cognitivos para orientar nuestro comportamiento, “como cuando se colocan alimentos básicos como la carne o el pescado al fondo del supermercado para hacernos pasar antes por delante de otros productos como los dulces o las patatas fritas”.
Cuando se plantea la posibilidad de alejar de los ciudadanos las tentaciones en forma de alimentos poco saludables, se apela con frecuencia a la libertad de elección de los consumidores y de las empresas para ofrecer sus productos. Sin embargo, la libertad ya está condicionada. La gran cantidad de azúcar, sal y grasas en los alimentos procesados, con frecuencia en combinaciones que no se encuentran en la naturaleza, producen intensos efectos en nuestro cerebro que hacen que después una comida sin mucha sal no nos sepa a nada o que el agua nos resulte anodina frente a las bebidas con sabor a azúcar. Algunos investigadores como Ashley Gearhardt, de la Universidad de Míchigan (EE UU) y Johannes Hebebrand, de la de Duisburgo-Essen (Alemania) han analizado la capacidad adictiva de algunos alimentos.
Gearhardt plantea que ciertos productos, como la pizza, las patatas fritas o las hamburguesas, comparten algunas características con sustancias adictivas que hacen difícil controlar su ingesta, aunque sepamos que no nos hacen bien. Entre otras cosas, la industria de la alimentación ha modificado alimentos que se encuentran en la naturaleza para que tengan una absorción más rápida y generen una sensación de placer más intensa, de un modo similar a lo que sucede con la hoja de coca cuando se procesa para producir cocaína. Hebebrand, que discrepa sobre el término adicción a la comida, considera que el consumo excesivo de determinados productos se debe a su omnipresencia en lugares como los supermercados y a la gran variedad, que mantiene el interés de los consumidores por esos productos poco saludables.
Manuel Franco cree que volver a disfrutar de alimentos con menos sal y azúcar y menos procesados será un camino largo: “No nos vamos a convertir todos en flexitarianos de la noche a la mañana, ni vamos a disfrutar de repente con el pan sin sal, ni vamos a poder dedicar tres horas al día a comprar y cocinar, porque eso requeriría un cambio brutal en la economía y la sociedad”. Además, la industria, que en algunos casos ha manipulado la ciencia, como hizo la del tabaco para tapar sus efectos nocivos, “no solo es muy potente, sino que nos da de comer”, prosigue Franco. “Podemos vivir sin tabaco, pero no sin industria alimentaria, así que hay que convivir mientras vamos impulsando cambios”, reconoce. Revenga, que cuestiona incluso el valor de medidas como la reducción de sal en los procesados, “porque pueden dar la sensación de que es seguro consumir un producto que sigue siendo insano”, cree que uno de los pasos importantes para cambiar a nivel social es “que se empiece a enseñar en la escuela lo que sabían tan bien nuestras madres: a comprar y a cocinar, que ya nadie sabe”.