Jean Dumont, (1923-2001) editor francés y autor hispanista, publicó este libro con el título [original] de La vraie Controverse de Valladolid. Premier débat des droits de l’homme, Centurion, 1995. En castellano lo editó Ediciones Encuentro, 2009.
El autor revisita esta Controversia de Valladolid en la óptica, anunciada de entrada, de una rehabilitación de Juan Ginès de Sepulveda, el antagonista de Bartolomé de Las Casas. Irritado por la película de Roland Joffé, The Mission (1986), y la novela de Jean-Claude Carrière, aparecida en 1992, y adaptada con éxito al teatro el año siguiente,[1] J. Dumont nos propone la «verdadera» interpretación de la Controversia.
En los dos primeros capítulos, J. Dumont recuerda, con absoluto derecho, que ni el «descubrimiento de América» ni la «conquista» que le siguió de inmediato fueron premeditadas ni queridas por la corona de España: como es bien sabido, Colón partió a la busca de una ruta hacia China e India y se encontró un nuevo mundo, ¡y eso sí que fue una verdadera sorpresa!
J. Dumont recuerda una vez más que la «conquista» fue obra de los descubridores, que se transformaron en conquistadores, y luego en colonizadores, por propia iniciativa particular, ¡sin que tuviera conocimiento la monarquía de ello! Subraya de nuevo que la «conquista» una vez empezada, interesó poco a la sociedad española (pág. 24 et ss.): las cifras de los candidatos a partir hacia el Nuevo Mundo son muy reducidas, a lo largo de todo el siglo XVI, y el conocimiento de lo que sucedía al otro lado del océano se limitaba a los estrechos círculos de la Corte real y de su administración, de algunas universidades y, en raras ocasiones, de las Cortes.
J. Dumont insiste en la elección personal que hizo Colón de esclavizar a los «indios», esta denominación nacida de la ignorancia inicial de la empresa y dada a esos pueblos no conocidos. Para justificar su aventura y hacerla perdurar, Colón buscaba riquezas en metales preciosos, pero al no encontrarlos, pensó en organizar la captura de indios y su trata hacia España, para que fueran reducidos a esclavitud y competir así con los cautivos africanos.[2] En 1495, Colón envía un primer cargamento de 400 esclavos indios, pero ¡la Reina Isabel los rechaza! ¡Exige la devolución de esos cautivos, libres, a sus lugares de origen! Sin embargo, Colón vuelve a intentarlo en 1499 e Isabel le castiga entonces: le prohibe la trata de indios bajo pena de muerte y le destituye como virrey. ¡El nuevo continente no llevará el nombre del esclavista Colón!
Pero sobre el terreno son los colonos los que prosiguen la esclavitud de los indios. La Reina Isabel reitera la prohibición en 1501, legislando sobre los indios, convertidos en súbditos naturales de la corona de España. Para ello crea la encomienda en 1503, concebida como institución de protección de los indios: el encomendero es un español encargado de proteger a los encomendados, esos pueblos indios, que son propietarios exclusivos de sus tierras.
Pero, sobre el terreno, los colonos esclavistas transforman la encomienda imponiendo el repartimiento, que va a permitir servirse de la mano de obra en beneficio del amo para toda clase de trabajos. Abusos, violencias, represiones, se desarrollan una serie de crímenes odiosos y suscita un enorme movimiento de indignación y de voluntad de informar a la corona de España para que les ponga fin. Esta sublevación profunda de las conciencias se amplía en la primera mitad del siglo XVI, atraviesa las órdenes religiosas en el Nuevo Mundo, pasa a la acción con denuncias de lo que está allí naciendo, propone proyectos de respuestas y llega a la misma España. Los indignados activos cruzan el océano, van y vienen. Son cada vez más numerosos cuando se trata de informar directamente a la corona de España.
Este movimiento es lo que J. Dumont denomina «crisis de conciencia», que él quiere reducir a una dimensión estrictamente religiosa. A buen seguro, existe ésta, pero la pregunta nueva que se plantea ¡dista de limitarse a la de la conversión de estos pueblos indios! Se trata de la capacidad de la corona de España de controlar a esos aventureros de la conquista y de la colonización esclavista que son los colonos, que han introducido una violencia de tipo nuevo, la del advenimiento de una dominación que se revela un día tras otro de una inhumanidad muy específica y cuyo objetivo consiste precisamente en imponerla a la corona de España lo mismo que a la política de la Iglesia. ¡Bien que se trata de una lucha por el control de los poderes temporal y religioso, algo que J. Dumont se niega a ver!
J. Dumont presenta a Las Casas de manera en principio negativa, concentrando las calumnias contra él dirigidas, tanto en vida como después de su muerte, y hay en ello, a día de hoy, algunas montañas...Veamos más de cerca los procedimientos de J. Dumont.
Las Casas, en la denuncia de los crímenes cometidos por la conquista y la colonización y su defensa de los derechos de los pueblos indios, es a los ojos de J. Dumont un «revoltoso, inútil e impotente», un «enemigo de España», responsable de lo que presenta como «crisis de conciencia», pero también de la leyenda negra. Este «dominico extremista» añadiría «virulencia» a «la exageración» de sus propósitos. Poco le importa a J. Dumont que la expresión leyenda negra de España apareciera a finales del siglo XIX en un contexto histórico diferente, y formulada por intelectuales ilustrados, criticando una acumulación de prejuicios, que reducían la historia de España sólo a las corrientes obscurantistas.[3] Pero J. Dumont tiene una explicación para los excesos que atribuye a Las Casas y que opone a Sepúlveda:
«La persona, la carrera y el pensamiento de Sepúlveda parecen oponerse en todo a Las Casas. Es un cristiano viejo, realmente autóctono de España, mientras que Las Casas, como afirman cada vez más sus biógrafos y analistas, nace en una familia de judíos conversos. Esto produce en Sepúlveda una tranquila y firme afirmación nacional. En Las Casas produce, por el contrario, una inquietud permanente y una puesta en tela de juicio de la contribución española a América, vista como una de esas persecuciones contra los hombres distintos, a causa de su raza y de su religión, que los judíos son conscientes de haber sufrido y de seguir sufriendo» (cap. IV, p. 150).
La «raza judía»: esta invención de los antisemitas de finales del siglo XIX, ha llegado hasta J. Dumont, que no duda en extenderla al pasado: armado de esta «irrefutable» explicación, el lector debe comprender mejor cómo y por qué Las Casas es un «revoltoso» y, llegado a esta cumbre, ¡no hay nada más que añadir! Pues para J. Dumont no hay ni conocimiento ni ciencia históricos, solamente panegiristas y detractores … (véase, por ejemplo, p. 85 y ss., p. 138).
En el retrato de encargo que hace de Las Casas (p. 138-149), el punto central sigue siendo la «raza». Habríamos creído hasta ahora que Las Casas había criticado y rechazado la barbarie de la conquista y la destrucción de las Indias occidentales, pues bien, ¡no! J. Dumont afirma por el contrario que fue un colonizador e incluso un corrupto. ¿Pensábamos que Las Casas había sido un notable etnógrafo de la vida de los pueblos indios? Se trata de otro error y J. Dumont asegura que desconocía [4] las lenguas indias, ¡pero es inexacto! ¡Las Casas aprendió la lengua de los taínos de La Española y de Cuba, donde permaneció largo tiempo!
Todos estos aspectos de la vida de Las Casas han salido poco a poco a la luz a medida que se producían reediciones de sus obras, particularmente abundantes desde finales del siglo XVIII a la ocasión de la Revolución de Santo Domingo/Haití, seguida del ciclo de independencias de las colonias españolas de América, a lo largo del siglo XIX y desde entonces. Cuanto más veían la luz estas publicaciones, más se reducían las calumnias contra Las Casas, fundadas en la ignorancia de las fuentes, pero es verdad que J. Dumont no espera gran cosa del conocimiento de los hechos ni de la paciente crítica de las fuentes ni de las investigaciones y debates, tiene su talismán que le cuenta el lenguaje secreto del «racismo» y que le basta. Se deleita en ello de nuevo en su ataque final contra Las Casas, retomando la vieja calumnia sobre la introducción de cautivos africanos en el Nuevo Mundo:
«Pero no hay duda ninguna de que fue uno de los promotores de la introducción de esclavos negros en América, al menos hasta 1550. (…) En Las Casas hay también un desprecio básico por los negros, un racismo hacia ellos ingenuo pero explícito» (p. 141-42).
Se conocía ya ese primer motivo de calumnias, que insinúa que Las Casas habría sido el iniciador de la introducción de esclavos africanos en América, utilizado por Corneille De Pauw[5] en el siglo XVIII, pero Dumont lo completa con el «racismo», que él juzga natural y eterno ¡y que aqueja, pues, a cualquiera, incluido Las Casas!
Las investigaciones sobre Las Casas han sacado a la luz una «historia», la de la conquista y la colonización y la de su toma de conciencia progresiva de lo que allí estaba naciendo. Las Casas provenía de medios dominantes españoles, su padre fue gobernador de La Española y él mismo recibió, muy joven, una primera encomienda, y luego una segunda durante su estancia en Cuba. Es lo que los historiadores de Las Casas han llamado su «primera conversión», seguida de una segunda y de tomas de conciencia sucesivas en relación a hechos nuevos de la colonización, como la revisión de sus primera propuestas de respuesta, todo eso forma un proceso complejo, sin duda alguna, ¡pero accesible a un cerebro humano! J. Dumont no quiere tenerlo en cuenta. Es posible, en efecto, no decir más que una parte de las cosas, como: Las Casas ha recibido encomiendas, y concluir de ello que se trataba de un encomendero como otro cualquiera. Es exacto, pero sólo en parte, puesto que renunció y entregó sus encomiendas cuando tomó conciencia, entre 1512 y 1514, de los malos tratos infligidos a los indios, lo que le determinó a volver a la corte de España para informar de los crímenes que se cometían en su nombre. Entonces, ¿por qué J. Dumont recorta la historia de esta manera? Añade que Las Casas tenía una visión colonialista, y es verdad que en una época había creído posible una «buena colonización» y llegó incluso a convencer a la corona de España y recibió los medios para lanzar su expedición, en la costa de Paria, en 1520. Pero fue un desastre y los «buenos colonos» que había reclutado se volvieron en contra de su proyecto para sacar provecho de la trata de cautivos indios. Las Casas llevó a cabo entonces un largo retiro en el convento de los domínicos de La Española para reflexionar y tomó conciencia de que era ilusoria una «colonización buena» y que era la conquista y la colonización mismas lo que había que impedir, pues en esa época pensaba todavía que la cosa era reversible.
Si J. Dumont quiere contar la historia, ¡debe presentarla completa! Lo mismo vale para la calumnia de un Las Casas introductor de la trata negrera. A este respecto, la fuente de esta cuestión proviene del mismo Las Casas, que lo contó en detalle en su Historia de las Indias, cómo había imaginado aliviar temporalmente a los esclavos indios con ayuda de esclavos africanos. Pero iluminado por las realidades de la esclavitud, cuyo desarrollo relata desde sus comienzos en la isla de La Española, la condenó de modo general, ya se impusiera a los indios, a los africanos o a cualquier otro, pues, al librar su lucha, había adquirido una concepción universal del derecho de libertad propio de todos los individuos del género humano.[6]
Ahora bien, una conciencia así es producto igualmente de un proceso histórico. Y es precisamente esta conciencia crítica y su historia la que rechaza J. Dumont y toda una corriente de calumniadores de Las Casas. En cuanto al tema de un Las Casas iniciador de la introducción de la trata de africanos en el Nuevo Mundo, se revela inconsistente, puesto que ¡existía antes incluso de que llegara Las Casas!
El segundo motivo de un Las Casas que separa la condena de la esclavitud de los indios y la de los africanos es de otro orden. Cuando lo empleó De Pauw, arrojaba dudas sobre las capacidades intelectuales de Las Casas, acusándole de no haber entendido de inmediato la unidad del género humano. Ahora bien, De Pauw ignoraba la fuente de la Historia de las Indias, no publicada todavía en esa época, y mal proceso le incoaba a Las Casas, pues si él, De Pauw, podía emplear el arma de un derecho universal, ¡se lo debía también al esfuerzo de Las Casas, de Vitoria y de sus amigos!
Pero existe otra corriente de calumniadores: si Las Casas no es capaz de pensar la unidad del género humano y la igualdad de derechos, es que la cosa sería sencillamente imposible, y J. Dumont es de estos. Y aunque esto disguste a nuestro autor, la idea de unidad del género humano, cuyos miembros nacen y permanecen todos libres e iguales en derechos, se ha convertido hoy en la de todos los amigos de la humanidad, y ¡bien que corresponde a Las Casas y sus amigos haber tomado conciencia y arrojado luz sobre ello al librar esta batalla!
La interpretación que hace J. Dumont de las Leyes Nuevas de 1542 se apoya en una historia una vez más mutilada. En efecto, Las Casas volvió a España en 1540, con la intención de convencer a Carlos V de que tomara medidas generales para prohibir nuevas conquistas y suprimir la esclavitud de los indios. El rey, que había escogido a Las Casas como consejero, promulgó las Leyes Nuevas en 1542, con el consentimiento de las Cortes de Castilla, que intentaban «poner remedio a las crueldades que se cometían en las Indias». Con esta legislación, Las Casas había logrado uno de sus objetivos: persuadir a la corona de España sobre estas cuestiones de fondo. ¡Se apreciará que había conseguido la primera abolición de la esclavitud en la América colonizada! Pero su victoria se transformó inmediatamente en fracaso, claramente expresado por los colonos esclavistas, que maldijeron a Las Casas «de México a Perú»! Enviado a Chiapas como obispo para aplicar allí esas leyes, Las Casas se vio acosado por la revuelta de los colonos esclavistas, que escribieron al rey pidiéndole que enviara «religiosos que se ocuparan de la conversión de los indígenas y no de escribir novedades»[7]. Este nuevo motivo se dirigía también a la Iglesia para que comprendiera la necesidad de enviar religiosos formados para obedecer a la dominación de los colonos esclavistas en el Nuevo Mundo y será, en efecto, una verdadera lucha la que habrá de librar para conseguir ganar el caso.
Con el fracaso de las Leyes Nuevas experimentó un giro la historia del Nuevo Mundo. Carlos V, vencido por la rebelión de los colonos, no se atrevió a imponer las Leyes Nuevas y prefirió suprimirlas en 1545. La Iglesia se había manifestado en 1537, en la persona del Papa Paulo III, que siguió las críticas de Las Casas y sus amigos y publicó la bula Intersublimis deus, que sostenía que a los indios «no se les debe privar de su libertad ni del goce de sus bienes» y «no deben ser reducidos a la servidumbre»[8]. Pero Paulo III murió en 1549 y sus sucesores guardaron silencio: el derecho divino se negaba a tomar partido sobre las cuestiones de la conquista, la colonización, la esclavitud de los vencidos y otros crímenes contra los derechos de la humanidad.
J. Dumont ha hecho notar el giro histórico de la victoria del partido de los colonos esclavistas a su manera: ridiculiza las Leyes Nuevas de 1542, «ese desastre», ¡como si no se debieran más que a Las Casas solito! Reduce su contenido a la supresión de la encomienda, sin más explicaciones. Evoca después largamente el apogeo de esta misma encomienda en el Nuevo Mundo a partir de 1550, como una nueva inspiración finalmente desembarazada de ese cascarrabias de Las Casas, ¡y ahora defendida incluso por religiosos! Escribe: «Es un fénix que renace de sus cenizas, gloriosa resucitada. No hay sobre ella (la encomienda) la menor crisis de conciencia, especialmente entre los religiosos» (cap. III, p. 114). Pero J. Dumont no precisa en qué forma se realiza este «renacimiento» de la encomienda: ¿según la previsto al inicio por la reina Isabel o la que le dieron los colonos esclavistas en el curso de los años transcurridos?
Llegamos finalmente a la Controversia de Valladolid, pero el lector quedará decepcionado, pues, en la versión de J. Dumont, no se trata de un debate entre dos puntos de vista que difieren y se enfrentan, sino de un combate muy desigual, ¡pues ridiculiza a Las Casas y remacha sin descanso la gloria de Sepúlveda!
Sin embargo, la documentación es abundante y permite, a día de hoy, acceder al desarrollo de los argumentos de cada uno, así como a los resúmenes originales de las sesiones, pero J. Dumont no evoca la posición de fondo de Las Casas, que yo recuerdo así: conquista y colonización son crímenes contra los derechos personales y colectivos de los pueblos en cuestión y la corona de España tiene el deber de restituirles lo que se les confiscó y protegerles contra la prosecución de esos crímenes. Las Casas había intentado él mismo con algunos amigos una experiencia de ese tipo en Vera Paz[9]. Pero J. Dumont se niega a decir esas cosas ¡y se limita a calificar la posición de Las Casas «de extremismo»! ¡Queda un poco escaso! Emprende una apología de Sepúlveda por su justificación de la conquista, de la colonización y de la sumisión de los vencidos a la soberanía de la corona de España. Siendo bárbaras las costumbres de los indios– y Dumont insiste en la sodomía, el canibalismo, los sacrificios humanos - la corona de España está facultada para «civilizarlos» convirtiéndolos. Dumont presenta a Sepúlveda como un «moderado», he aquí un ejemplo:
«Por lo demás, Sepúlveda se mostró relativamente moderado por lo que respecta a los indios. Evitó tratarlos de simples «animales» (…) prefirió el calificativo de «bárbaros», más abierto al perfeccionamiento» (p. 205).
«Bárbaros» en el sentido aristotélico del término, lo que implica una inferioridad que justifica que sean «esclavos por naturaleza». En ese caso, «moderado» significa para J. Dumont que Sepúlveda no propone ni violencia ciega ni esclavitud generalizada ni exterminio, sino más bien poner a estos pueblos bajo una tutela «que daría progresivamente más libertad a los indios, a medida que se fueran civilizando y cristianizando » (p. 208). La moderación consistiría aquí en la adquisición de «libertad por la dominación»: ¡tenemos aquí sin duda una idea en forma de oxímoron al gusto del relativismo actual!
¡No hacía falta esperar a J. Dumont para saber que Sepúlveda había justificado conquistas, colonización, sumisión y sometimiento de los vencidos! Pero el autor quiere hacerlo inspirador de la política imperial de la corona de España y no duda en aproximarlo a la política de protección de la libertad y derechos de las sociedades indias, proclamada por la reina Isabel, ¡lo que lleva a muchas confusiones! Empezando por ésta: ¿adopta Sepúlveda la defensa de la corona de España y de su política de protección de los indios? ¿O bien adopta la defensa de los intereses de los colonos esclavistas, que niegan precisamente las limitaciones a su poder que les imponen las leyes de la Corona? Esos colonos se quejaban también ante las autoridades eclesiásticas de la independencia de espíritu de algunos religiosos y reclamaban un clero más sumiso a sus propios intereses.
Las Casas había visto muy bien estas líneas de fuerza: en 1554, por ejemplo, Felipe II tenía grandes necesidades financieras para hacer la guerra y el partido de los colonos esclavistas de México le propuso, oportunamente, una gran suma de dinero a cambio de la legalización de la encomienda. Felipe no se atrevió a aceptar. Los colonos, esta vez peruanos, insistieron. Las Casas y sus amigos quisieron entonces impedir la corrupción de la corona por parte del partido colonial y organizaron una colecta de fondos que se proponían entregar al rey si suprimía la encomienda! Felipe II, humillado, no se atrevió a tomar una decisión, una vez más, y no se atreverá en vida. Se podrá añadir al activo de Las Casas haber iniciado la historia de evitar los intentos de corrupción de la corona de España por parte del partido colonial…
¿Por qué no quiere ver J. Dumont estos envites? Esa negativa le lleva a acercar a Sepúlveda a Las Casas, lo que no resulta muy sostenible, y revela confusión sobre la cuestión de los derechos humanos. Que Las Casas y Vitoria hayan sido los inventores de los derechos universales de la humanidad contra las políticas de conquistas y de expolio de los pueblos, gracias a la experiencia del «descubrimiento de América – destrucción de las Indias», [10] lo reconocen hasta los adversarios más feroces de la idea de derechos del hombre, pero intentar, en el cambio del siglo XX, presentar a un teórico del imperialismo como Juan Ginés de Sepúlveda, como defensor de los derechos humanos, eso sí que denota fantasía.
Si esta fantasía y la tesis racista constituyen la aportación de J. Dumont a las montañas de calumnias ya existentes contra Las Casas, en lo que toca al resto se instala en las cimas que se deben a Ramón Menéndez Pidal, empezando por un Las Casas presentado como caso patológico, lo cual atañe a la psicopatología y no a la Historia, y herético. Ahora bien, pese a las tentativas de Sepúlveda, durante la Controversia, de lograr un proceso inquisitorial contra él, hay que reconocer que la Iglesia misma no lo emprendió jamás» Y Marcel Bataillon, siguiendo a numerosos historiadores, hace notar que ninguna fuente presenta a Las Casas como un loco.
Es innegable que J. Dumont se inspira principalmente en Menéndez Pidal[11] y retoma su justificación central de la encomienda, pero también la insinuación de una divergencia entre Las Casas y Vitoria acerca de un eventual abandono del Nuevo Mundo por parte de Carlos V. Pero ¡no se encuentra ningún rastro de esta divergencia en Vitoria ni en Las Casas! Por contra, es necesario recordar a este respecto que numerosos historiadores respondieron al libro de Menéndez Pidal[12] y, en particular, Marcel Bataillon. Este último ha encontrado las fuentes y el autor, conocido hasta entonces como Anónimo de Yucay, que dejó un memorial, publicado en 1848, a cuyas tesis antilascasianas recurrió en buena medida Menéndez Pidal.
M. Bataillon ha sacado a la luz los siguientes elementos: en 1571, tras la muerte de Las Casas, Francisco de Toledo, virrey del Perú, guardó la memoria de su confesor, Ruíz del Portillo, que compartía su propio punto de vista sobre «la tiranía de los incas», con el propósito de refutar a Las Casas, que había adoptado la defensa de las culturas de los indios. Este texto dio lugar en los años 30 a nuevos estudios sobre la supuesta divergencia entre Las Casas, Vitoria y Carlos V, partiendo de la memoria de Ruíz del Portillo[13].
Las autojustificaciones del partido colonial comenzaron en el siglo XVI y han nutrido corrientes que han hinchado, deformado y añadido motivos con el fin de construir un Las Casas que ya no es denunciante infatigable de los crímenes cometidos por «la destrucción de las Indias», sino que se transforma ahora en ¡«enemigo de España»! Sin embargo, la historia de España no podría reducirse a ésta, unilateral, del partido colonial esclavista…
Notas:
[1] La película de Roland Joffé evoca los últimos años de la historia de las «Reducciones » fundadas por los jesuitas a partir de 1610 con los indios guaraníes en el Paraguay, y su destrucción total promovida por iniciativa de colonos portugueses y españoles que recibieron apoyo de sus gobiernos respectivos al término de una guerra que duró de 1758 a 1768.
[2] La trata de indios del Nuevo Mundo costaba más barata que la trata negrera, pues había que contar con los intermediarios de los reinos africanos, que controlaron las condiciones del mercado hasta principios del siglo XIX, mientras que en el Nuevo Mundo los conquistadores podían ser organizadores directos de esta nueva trata.
http://www.sinpermiso.info/textos/jean-dumont-el-amanecer-de-los-derechos-del-hombre-la-controversia-de-valladolid
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martes, 30 de mayo de 2017
Jean Dumont: el amanecer de los derechos del hombre (la Controversia de Valladolid) Florence Gauthier 07/05/2017.
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