El problema es la desprotección que sienten hoy día la mayoría de los mortales en las sociedades desarrolladas frente a las abrumadoras fuerzas que la política no parece controlar.
El historiador británico Anthony Beevor, autor de importantes obras sobre la II Guerra Mundial, rechaza hacer comparaciones entre el momento que atraviesa hoy la sociedad europea y la situación en los años treinta del siglo XX. Salvo en una cosa: “El público está tan desinformado hoy día respecto a los peligros que encara la zona euro como lo estaban los ciudadanos británicos y franceses en 1938, durante la crisis checa”.
Beevor no cree que las guerras se eviten con una mayor integración económica, sino con mayor democracia. La pregunta que se hace es, pues, otra: “¿Llevará un dramático aumento del déficit democrático [la centralización del poder económico y político sin prácticamente rendición de cuentas] a un malestar e, incluso, a un conflicto, mientras Europa se desgarra?”.
En una época en la que los ciudadanos tienen más información que nunca, gracias a los sistemas de comunicación digital, sorprende la queja de Beevor. Pero no es el único en resaltarla, ni Europa el único escenario de ese malestar civil. Paul Volker, expresidente de la Reserva Federal, insiste en que la sociedad no hace frente a un problema de equilibrio financiero, sino a una cuestión más fundamental: un problema de gobernanza efectiva. El problema es el desamparo que sienten hoy día la mayoría de los mortales en sociedades desarrolladas frente a abrumadoras fuerzas que la política no parece controlar.
Hasta ahora, ese descontrol se justificaba ante los ciudadanos por la mejora de su nivel de vida. Eso se ha acabado. Ahora, la desigualdad aumenta, sin compensación alguna para la mayoría de la población, y el desorden, incrementado exponencialmente por la globalización, provoca una sensación de desvalimiento que está llegando a niveles desconocidos.
Algunas voces en Europa insisten en la urgencia de combatir ese descontrol y de exhibir pronto medidas efectivas que demuestren la reacción de la democracia y de la política ante esas fuerzas abrumadoras que, en palabras de James S. Henry, del Tax Justice Network, se han convertido en “el lado oscuro de la globalización”.
Henry es un especialista en paraísos fiscales y en las maniobras de ocultación de los grandes conglomerados y se pregunta si se ha llegado hasta el punto de tener que pensar que las entidades demasiado grandes son deshonestas: “Too big to be honest”. La proporción de fraude y de malas conductas ha crecido brutalmente con la globalización, hasta el extremo de que el agujero negro que representan los paraísos fiscales afecta ya a la presión fiscal y a las políticas económicas que sufren los ciudadanos normales.
En abril de 2009, el G-20 anunció que la “era del secreto bancario se ha acabado”, pero, por el momento, no se han tomado medidas para conseguir ese resultado. En teoría, la solución seria bastante simple, explicaba esta semana la BBC: bastaría con que todos los Gobiernos estuvieran obligados por ley a informar a los países de origen sobre el dinero que tienen los ciudadanos extranjeros.
La Unión Europea está dando pasos en ese camino, pero todavía no ha logrado superar las presiones de quienes sacan beneficios de ese sistema. Como tampoco consigue acabar con el “Too big to be honest”. Esta semana, la Comisión ha impuesto una gran multa a varios productores de tubos catódicos, entre ellos Philips, Samsung, LG o Toshiba, por conspirar para fijar precios. No parece que ese tipo de multas disuada a los grandes de seguir siendo deshonestos.
Según el diario alemán Der Tagesspiegel, se han descubierto carteles en la venta de café, productos para lavavajillas, cemento, pantallas de plasma, DVD, cristales, camiones de bomberos… El diario mantiene que una gran compañía química alemana ha sido perseguida entre 1990 y 2005 nada menos que en 26 ocasiones por formar parte de operaciones para estafar a los consumidores. Su equivalente francés lleva otras 18 denuncias. La razón es simple: compensa. La única manera de evitarlo sería llevar a los ejecutivos de esas empresas a la cárcel. Pero no parece que ese proyecto esté en marcha. Se comprende la peligrosa impresión de desamparo de la que habla Volker.
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sábado, 8 de diciembre de 2012
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