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viernes, 20 de enero de 2023

Una pregunta sencilla que es demasiado difícil de responder. La pérdida de un ser querido puede complicar las matemáticas familiares.

Cuando mi hijo estaba en tercer grado, fui a su escuela par ver un concierto antes del Día de Acción de Gracias. Encontré una silla plegable al lado de otro de los padres, un hombre que reía a la menor provocación. Hablamos de cosas sin importancia y buscamos con la mirada entre las cabezas frente a nosotros para encontrar a nuestros hijos, tímidos e incómodos, sobre el escenario. En algún momento le pregunté: “¿Tienes más o es tu único hijo?”.

Una pregunta sencilla.
Hizo una pausa. Hubo un silencio incómodo que la mayoría de la gente no habría notado. Sin embargo, crecí en una familia que sufrió pérdidas y sabía lo que me contaría a continuación: una historia triste, una tragedia. La de su familia era esta: había otro hijo, un bebé, que había muerto años antes, tan solo días después de nacer.

“Nunca sé cómo responder esa pregunta”, dijo. “¿Digo sí o no? ¿Digo que tengo un hijo o que alguna vez tuve dos?”.

Mi padre solía tener el mismo problema con ese tipo de conteos. Recuerdo la última vez que lidió con eso cuando, casi a sus 85 años, a seis meses de su muerte, una enfermera nueva le preguntó cuántos hijos tenía.

Sheryl, mi hermana, había muerto hacía casi cincuenta años, a los 7, cuando yo tenía 3. Pero mi padre aún se sentía en conflicto, haciendo cálculos, tratando de darles sentido a los números.

“¿Digo que tengo dos hijas o que tuve tres?”, me preguntó una vez. “Están tú y Linda. Pero también estaba Sheryl. Aunque ya no esté con nosotros, existió. Debo contarla, ¿no?”.

Mi padre no solo la contaba, sino que siguió obsesionado con su recuerdo toda la vida. La narrativa que compartía casi compulsivamente —en las bodas, en los aviones y en eventos sociales, con casi cualquiera que lo escuchara— era cómo su primera hija había muerto a los 7 años debido a la osteopetrosis, una enfermedad genética ósea poco común por la que los huesos generalmente se vuelven densos y pueden fracturarse fácilmente. En casos severos como el de Sheryl, puede ser mortal.

Cuando mi padre pensaba en nuestra familia, siempre veía a tres hijas. Quería que todos se imaginaran a las tres. Pero como alguien demasiado joven para recordar más que las películas caseras de un viaje al centro donde vivía nuestra hermana, yo tenía una versión ligeramente distinta. Cuando me preguntaban cuántos hermanos tenía, siempre respondía: “Tengo una hermana y también tuve otra hermana que murió”.

Es una explicación imperfecta, una que provoca lo que parece compasión inmerecida, lo cual me incomoda, como si tratara de tener crédito por algo que no hice. Para aclarar su confusión y la mía, agrego: “Pero murió cuando tenía 3, así que en realidad no la conocí”.

Me parecía que había sido una pérdida de mis padres, no mía. Por eso no contaba a Sheryl: jamás me sentí con derecho a contarla.

Yo tenía mi propia manera de practicar las matemáticas de la familia. Había tres retratos de bebés en blanco y negro en el muro de las escaleras para subir a las habitaciones donde solo dos niñas dormían. En el comedor, a la hora de la cena, solo éramos cuatro, no cinco. A diferencia de mi padre, cuando pensaba en nuestra familia, veía dos hermanas que estaban bajo la sombra de la tercera: la estatua de mármol de una niña perpetua, un recuerdo fosilizado.

No contar a Sheryl implicaba que no debía enfrentar la resta que habría sido necesaria, nuestro tres menos uno: que Linda en realidad era la hija de en medio, no la mayor; que si Sheryl hubiera nacido sana y siguiera con vida, mi hijo habría tenido dos tías. Esto era extraño, porque normalmente soy una persona muy curiosa, pero con Sheryl jamás me pregunté a qué universidad habría ido, qué tipo de trabajo habría elegido, si se habría casado y tenido hijos. Ni una sola vez me he imaginado el sonido de su voz, cómo sería físicamente ahora o cómo habría sido mi familia —sobre todo mis padres, siempre de luto— si hubiéramos sido cinco y no cuatro.

Pensé que ya no tendría que pensar en el asunto de contar cuando comencé mi propia familia, pero la historia a veces se repite. La prueba: mi esposo tiene una hija de su primer matrimonio, a la cual tuvo que dejar atrás en otra ciudad tras su divorcio. Cuando nos conocimos, su hija tenía 7, la edad de Sheryl cuando murió. No pasé por alto la ironía de conocer a un hombre que extrañaba a su hija pequeña; sabía cómo era el luto (duelo) a largo plazo.

En esos primeros días, y en los años después del nacimiento de Ben, nuestro hijo, volábamos al otro lado del país para verla. A veces ella venía para celebrar el Día de Acción de Gracias o la Pascua; en varias ocasiones la vimos en Nueva York antes de que se fuera a otro lado. Unas cuantas visitas —algunas festividades, fines de semana, comidas, horas que contar, si hubiera sabido hacerlo— eran las cifras de nuestra relación a larga distancia.

La ausencia puede ser una presencia constante, y poco después Ben también se obsesionó con las matemáticas familiares. Veía las fotos que le había tomado a su media hermana cargándolo cuando era recién nacido: él con un mameluco con teñido psicodélico y ella con una camiseta a juego. Observaba las fotografías que les habíamos tomado a ambos en la casa de campo de sus primos unos cuantos veranos después.

No quería ser hijo único. Quería tener una hermana y ser un hermano. Quería ser parte de una gran familia. También estaba confundido: en la escuela cuando hacían árboles genealógicos, jamás sabía qué hacer ni cuántas hojas dibujaría o recortaría y colgaría en las ramas. Más de una vez a lo largo de los años ha dicho: “Cuando alguien me pregunta si tengo hermanos, ¿estoy mintiendo si digo que tengo una hermana?”.

“Claro que tienes una hermana”, le decía yo. “Aunque rara vez la veas y a veces sientas que no existe”.

Yo le decía que la contara, y a la vez me lo decía a mí misma.

Para cuando tenía 8 años, el vacío de la ausencia de ella lo definió, pues casi todos sus amigos que habían sido hijos únicos ahora eran hermanos mayores de niños pequeños y él estaba desesperadamente solo. Tener otro bebé era una imposibilidad biológica para mí, así que escuchamos el consejo de nuestros amigos y el terapeuta y le compramos una perrita.

Lady, una sheltie muy humana, cambió nuestra ecuación familiar de tres a cuatro. Como nuestra nueva compañera, se sentaba en el asiento trasero con Ben, pedía desayunar y cenar y, de cachorra, a veces necesitaba que la recogiéramos de la guardería. Cuando se enfermaron primero mi madre y luego mi padre, ambos de cánceres fulminantes y letales, me acompañó durante mis días más oscuros. Ahora, más de diez años después de que llegó a nuestras vidas, cuando me preguntan cuántos somos en nuestra familia, respondo que mi esposo y yo tenemos un hijo y una sheltie.

Supongo que eso significa que hay tres y somos cinco, aunque una sea alguien a quien rara vez vemos y la otra sea una perra, pero ya no pienso en números. Me cansé de contar, de tratar de hacer los cálculos cuando se trata de ecuaciones complejas de muerte y distanciamiento, ya sea que dejes de contar a alguien cuando muere o sigas contándolo para siempre.

Después de todos estos años, he llegado a entender que los detalles de los números y las sumas no tienen sentido. No se trata de si somos cuatro o cinco, si contamos a Sheryl o no. Y no se trata de si somos tres, cuatro o cinco, dependiendo de si contamos a nuestra hermana/hija perdida y al perro.

Todos cuentan, sin importar cuánto tiempo estuvieron aquí o qué tan bien los conocimos antes de que se fueran o cómo y por qué se fueron. Las sombras que dejan, los vacíos que sentimos, todo cuenta. Son tan importantes como los que se quedan, como nuestros dos niños pequeños aquel Día de Acción de Gracias hace más de una década, que estuvieron ahí frente a nosotros.

Este año, mientras escribo esto, me preparo para celebrar mi primer Día de Acción de Gracias sin Ben, quien visitará a su novia en Chicago.

Nuestra reservación para la cena, en el restaurante de un hotel cercano, donde celebramos por última vez con mi papá, será para tres —mi esposo, yo y un amigo cercano—, pero sentiré que somos cuatro cuando, entre platos, le envíe un mensaje de texto a Ben diciéndole que lo amo y que agradezco este día, esta familia y esta vida sin números.

A la hora de poner la mesa éramos cinco], de José Luis Peixoto, incluido en su libro A Criança em Ruínas,

A la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas
y yo. después, mi hermana mayor
se casó. después, mi hermana pequeña
se casó. después, mi padre murió. hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está
en su casa, menos mi hermana
pequeña que está en su casa, menos mi
padre, menos mi madre viuda. Cada uno
de ellos es un lugar vacío en esta mesa en la que
como solo. pero estarán siempre aquí.
a la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco.
mientras uno de nosotros esté vivo, seremos
siempre cinco.

Na hora de pôr a mesa, éramos cinco: o meu pai, a minha mãe, as minhas irmãs e eu. depois, a minha irmã mais velha casou-se. depois, a minha irmã mais nova casou-se. depois, o meu pai morreu. hoje, na hora de pôr a mesa, somos cinco, menos a minha irmã mais velha que está na casa dela, menos a minha irmã mais nova que está na casa dela, menos o meu pai, menos a minha mãe viuva. cada um deles é um lugar vazio nesta mesa onde como sozinho. mas irão estar sempre aqui. na hora de pôr a mesa, seremos sempre cinco. enquanto um de nós estiver vivo, seremos sempre cinco.

viernes, 1 de mayo de 2020

El duelo: pautas para sobrellevar el fallecimiento de un ser querido. Es un proceso natural y sano que ayuda a aceptar la pérdida y no se limita exclusivamente a la muerte sino que se hace extensiva a cualquier otra circunstancia

Hace unos días tuve el privilegio, junto con unos cuantos colegas de profesión, de ver y escuchar en un Live de Instagram a dos de mis referentes profesionales: José Luis Marín y Begoña Aznárez, presidente y vicepresidenta, respectivamente, de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, a la que tengo el gusto de pertenecer. En este psicocafé nos hablaron de las fases del duelo y hoy me gustaría dedicar mi artículo a hablar sobre las etapas por las que transitamos cada vez que perdemos algo. Y qué mejor momento que ahora para reflexionar en relación con lo que hemos o estamos perdiendo.

La tristeza tiene muy mala fama en nuestra sociedad. Es una pena, nunca mejor dicho. Desde que son bien pequeñitos, no dejamos a nuestros hijos que sientan, experimenten y gestionen su tristeza. Esto es más acusado en los niños, y no tanto en las niñas, porque como decía Miguel Bosé en su famosa canción “los niños no lloran, tienen que pelear”. Directamente les extirpamos su tristeza, no les permitimos que la expresen. Sin ir más lejos, no hay más que ver cómo es el personaje de Tristeza en la famosa película de “Del revés” (Inside Out): baja, fea, gordita y con gafas. ¿Y cómo es Alegría? Todo lo contrario. Dada la sociedad en la que vivimos, la inhibición a la que estamos acostumbrados de las emociones desagradables y los “estereotipos emocionales” se hace muy difícil aceptar y elaborar las constantes pérdidas que experimentamos en el día a día. A esto lo llamamos duelo.

El duelo es un proceso natural y sano que nos ayuda a aceptar la pérdida que hemos sufrido. Dicha pérdida no se limita exclusivamente a la muerte de un ser querido sino que se hace extensiva a cualquier otra circunstancia: podemos perder un objeto, un valor como la libertad o la intimidad, hemos sido abandonados, una ruptura sentimental, un despido laboral o, hasta incluso, mudarnos de casa o de ciudad. Todas estas situaciones implican un cambio y todo cambio implica un duelo, seamos conscientes o no y en mayor o en menor medida. Si paramos a reflexionar por unos instantes, nos daremos cuenta de que a lo largo de un “día estándar” hemos perdido algo. Cada vez que elegimos algo, también perdemos otras alternativas. Es ineludible. Esa pérdida necesita de un proceso y es muy sano que seamos conscientes de qué elegimos y, consecuentemente, qué rechazamos. Ahora bien, para que yo pueda perder algo, previamente debo tenerlo. Todos hemos jugado en alguna ocasión al cucú-tras con algún bebé. Cuando “desaparecemos” de la visión del bebé porque nos tapamos con las manos, el chiquitín experimenta el miedo y la tristeza porque nos “hemos ido”. Se ha visto que los niños que crecen en orfanatos no comprenden el cucú-tras ni sienten ninguna emoción desagradable ante dicho juego. ¿El motivo? ¿Cómo van a tener miedo o sentir tristeza por perder a alguien si nunca tuvieron a nadie? Por eso es importante tener en cuenta que para poder perder tenemos previamente que tener.

Existen un total de cuatro grandes etapas o fases por las que debemos transitar para que elaboremos de manera adaptativa y sana una pérdida (duelo sano). La no superación de cada una de ellas implica que nos quedemos enquistados en una fase concreta (duelo patológico). Veámoslas de una manera concreta:

1) Fase de shock: en esta fase inicial acabamos de sufrir o enterarnos de la pérdida. Bowlby la denominaba fase de aturdimiento. Todos hemos tenido la sensación como de estar en una nube, como si no te estuviera pasando. Hay mucha confusión y desconcierto. Es importante que nos permitamos a nosotros mismos y a nuestros hijos sentirnos aturdidos o noqueados ante lo que acaba de ocurrir. Debemos legitimar la emoción siempre.

2) Fase de negación: una vez superado el primer impacto, viene una etapa en la que vamos a negar lo que nos está ocurriendo o sus consecuencias. Por ejemplo, nuestro hijo se niega a aceptar que ha fallecido su abuelo, no se lo quiere creer. Tampoco acepta las consecuencias de su muerte: ya no podrá ir a los partidos de fútbol con él ni a merendar por las tardes a su casa. Su cerebro le invita a aceptar la realidad y adaptarse a la nueva situación pero aparece repentinamente la rabia y el sentimiento de injusticia que la impide aceptar la pérdida de la “batalla”. Muchas de las personas que se quedan enquistadas en esta segunda fase, como bien explica Begoña Aznárez, hacen “como si” no ocurriera nada, por lo tanto, no aceptan la pérdida o el cambio.

3) Fase de tristeza: cuando dejamos de negar lo ocurrido y aceptamos la pérdida, entramos en contacto con la tristeza. En esta fase pensamos mucho en lo ocurrido, puede aparecer la culpa por lo que no hicimos o lo que debimos hacer y buscamos un sentido profundo a lo acontecido. Decíamos antes que la sociedad y la mayoría de nuestras familias no nos van a poner fácil el poder expresar la tristeza y llorar. En nuestros entornos nos dicen lo que debemos hacer para dejar de estar tristes y para animarnos, pero no es esto lo que necesitamos. Necesitamos que nos permitan estar tristes y llorar la pérdida para poder seguir avanzando en nuestro duelo. La gran mayoría de las personas se quedan estancadas en esta fase.

4) Fase de crecimiento: al llegar a este punto es que hemos sido capaces de convertir la experiencia en aprendizaje. Hemos perdido algo, pero también hemos ganado aprendizajes, fortalecimientos o capacidad de resiliencia. Además, estamos en disposición de elaborar una narrativa de manera consciente y darle un sentido a lo que nos ha ocurrido. Consiste en aprender de lo acontecido y ser una mejor versión de nosotros mismos. Solamente podemos crecer y aprender si hemos pasado suficientemente bien por estas cuatro fases. Decía el gran José Ortega y Gasset que no somos culpables de lo que nos ha ocurrido pero sí que somos responsables de salir de dicha situación.

En conclusión, la función de la tristeza consiste en retirarnos, aceptar la pérdida y reflexionar sobre lo ocurrido. Si somos capaces de pasar de la culpa y la rabia al crecimiento personal y al aprendizaje, iremos por el buen camino. Es hora de que cada uno de nosotros haga el duelo por la dramática situación que estamos viviendo. Tengamos en cuenta que una vez que este confinamiento se acabe, tendremos que hacer de nuevo otro duelo por “volver a la normalidad”. Y es que estamos constantemente haciendo duelos; otra cosa es que no seamos conscientes de ello. No quiero acabar este artículo sin agradecer a Begoña y José Luis todo lo que aportan al mundo de la psicoterapia y a la comprensión del ser humano.

RAFA GUERRERO ES PSICÓLOGO Y DOCTOR EN EDUCACIÓN. DIRECTOR DE DARWIN PSICÓLOGOS. MIEMBRO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE MEDICINA PSICOSOMÁTICA Y PSICOTERAPIA. AUTOR DE LOS LIBROS “EDUCACIÓN EMOCIONAL Y APEGO. PAUTAS PRÁCTICAS PARA GESTIONAR LAS EMOCIONES EN CASA Y EN EL AULA” (2018), “CUENTOS PARA EL DESARROLLO EMOCIONAL DESDE LA TEORÍA DEL APEGO” (2019) Y “CÓMO ESTIMULAR EL CEREBRO DEL NIÑO” (2020).

https://elpais.com/elpais/2020/04/19/mamas_papas/1587285477_815583.html?rel=str_articulo#1588094607828

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