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viernes, 20 de enero de 2023

Una pregunta sencilla que es demasiado difícil de responder. La pérdida de un ser querido puede complicar las matemáticas familiares.

Cuando mi hijo estaba en tercer grado, fui a su escuela par ver un concierto antes del Día de Acción de Gracias. Encontré una silla plegable al lado de otro de los padres, un hombre que reía a la menor provocación. Hablamos de cosas sin importancia y buscamos con la mirada entre las cabezas frente a nosotros para encontrar a nuestros hijos, tímidos e incómodos, sobre el escenario. En algún momento le pregunté: “¿Tienes más o es tu único hijo?”.

Una pregunta sencilla.
Hizo una pausa. Hubo un silencio incómodo que la mayoría de la gente no habría notado. Sin embargo, crecí en una familia que sufrió pérdidas y sabía lo que me contaría a continuación: una historia triste, una tragedia. La de su familia era esta: había otro hijo, un bebé, que había muerto años antes, tan solo días después de nacer.

“Nunca sé cómo responder esa pregunta”, dijo. “¿Digo sí o no? ¿Digo que tengo un hijo o que alguna vez tuve dos?”.

Mi padre solía tener el mismo problema con ese tipo de conteos. Recuerdo la última vez que lidió con eso cuando, casi a sus 85 años, a seis meses de su muerte, una enfermera nueva le preguntó cuántos hijos tenía.

Sheryl, mi hermana, había muerto hacía casi cincuenta años, a los 7, cuando yo tenía 3. Pero mi padre aún se sentía en conflicto, haciendo cálculos, tratando de darles sentido a los números.

“¿Digo que tengo dos hijas o que tuve tres?”, me preguntó una vez. “Están tú y Linda. Pero también estaba Sheryl. Aunque ya no esté con nosotros, existió. Debo contarla, ¿no?”.

Mi padre no solo la contaba, sino que siguió obsesionado con su recuerdo toda la vida. La narrativa que compartía casi compulsivamente —en las bodas, en los aviones y en eventos sociales, con casi cualquiera que lo escuchara— era cómo su primera hija había muerto a los 7 años debido a la osteopetrosis, una enfermedad genética ósea poco común por la que los huesos generalmente se vuelven densos y pueden fracturarse fácilmente. En casos severos como el de Sheryl, puede ser mortal.

Cuando mi padre pensaba en nuestra familia, siempre veía a tres hijas. Quería que todos se imaginaran a las tres. Pero como alguien demasiado joven para recordar más que las películas caseras de un viaje al centro donde vivía nuestra hermana, yo tenía una versión ligeramente distinta. Cuando me preguntaban cuántos hermanos tenía, siempre respondía: “Tengo una hermana y también tuve otra hermana que murió”.

Es una explicación imperfecta, una que provoca lo que parece compasión inmerecida, lo cual me incomoda, como si tratara de tener crédito por algo que no hice. Para aclarar su confusión y la mía, agrego: “Pero murió cuando tenía 3, así que en realidad no la conocí”.

Me parecía que había sido una pérdida de mis padres, no mía. Por eso no contaba a Sheryl: jamás me sentí con derecho a contarla.

Yo tenía mi propia manera de practicar las matemáticas de la familia. Había tres retratos de bebés en blanco y negro en el muro de las escaleras para subir a las habitaciones donde solo dos niñas dormían. En el comedor, a la hora de la cena, solo éramos cuatro, no cinco. A diferencia de mi padre, cuando pensaba en nuestra familia, veía dos hermanas que estaban bajo la sombra de la tercera: la estatua de mármol de una niña perpetua, un recuerdo fosilizado.

No contar a Sheryl implicaba que no debía enfrentar la resta que habría sido necesaria, nuestro tres menos uno: que Linda en realidad era la hija de en medio, no la mayor; que si Sheryl hubiera nacido sana y siguiera con vida, mi hijo habría tenido dos tías. Esto era extraño, porque normalmente soy una persona muy curiosa, pero con Sheryl jamás me pregunté a qué universidad habría ido, qué tipo de trabajo habría elegido, si se habría casado y tenido hijos. Ni una sola vez me he imaginado el sonido de su voz, cómo sería físicamente ahora o cómo habría sido mi familia —sobre todo mis padres, siempre de luto— si hubiéramos sido cinco y no cuatro.

Pensé que ya no tendría que pensar en el asunto de contar cuando comencé mi propia familia, pero la historia a veces se repite. La prueba: mi esposo tiene una hija de su primer matrimonio, a la cual tuvo que dejar atrás en otra ciudad tras su divorcio. Cuando nos conocimos, su hija tenía 7, la edad de Sheryl cuando murió. No pasé por alto la ironía de conocer a un hombre que extrañaba a su hija pequeña; sabía cómo era el luto (duelo) a largo plazo.

En esos primeros días, y en los años después del nacimiento de Ben, nuestro hijo, volábamos al otro lado del país para verla. A veces ella venía para celebrar el Día de Acción de Gracias o la Pascua; en varias ocasiones la vimos en Nueva York antes de que se fuera a otro lado. Unas cuantas visitas —algunas festividades, fines de semana, comidas, horas que contar, si hubiera sabido hacerlo— eran las cifras de nuestra relación a larga distancia.

La ausencia puede ser una presencia constante, y poco después Ben también se obsesionó con las matemáticas familiares. Veía las fotos que le había tomado a su media hermana cargándolo cuando era recién nacido: él con un mameluco con teñido psicodélico y ella con una camiseta a juego. Observaba las fotografías que les habíamos tomado a ambos en la casa de campo de sus primos unos cuantos veranos después.

No quería ser hijo único. Quería tener una hermana y ser un hermano. Quería ser parte de una gran familia. También estaba confundido: en la escuela cuando hacían árboles genealógicos, jamás sabía qué hacer ni cuántas hojas dibujaría o recortaría y colgaría en las ramas. Más de una vez a lo largo de los años ha dicho: “Cuando alguien me pregunta si tengo hermanos, ¿estoy mintiendo si digo que tengo una hermana?”.

“Claro que tienes una hermana”, le decía yo. “Aunque rara vez la veas y a veces sientas que no existe”.

Yo le decía que la contara, y a la vez me lo decía a mí misma.

Para cuando tenía 8 años, el vacío de la ausencia de ella lo definió, pues casi todos sus amigos que habían sido hijos únicos ahora eran hermanos mayores de niños pequeños y él estaba desesperadamente solo. Tener otro bebé era una imposibilidad biológica para mí, así que escuchamos el consejo de nuestros amigos y el terapeuta y le compramos una perrita.

Lady, una sheltie muy humana, cambió nuestra ecuación familiar de tres a cuatro. Como nuestra nueva compañera, se sentaba en el asiento trasero con Ben, pedía desayunar y cenar y, de cachorra, a veces necesitaba que la recogiéramos de la guardería. Cuando se enfermaron primero mi madre y luego mi padre, ambos de cánceres fulminantes y letales, me acompañó durante mis días más oscuros. Ahora, más de diez años después de que llegó a nuestras vidas, cuando me preguntan cuántos somos en nuestra familia, respondo que mi esposo y yo tenemos un hijo y una sheltie.

Supongo que eso significa que hay tres y somos cinco, aunque una sea alguien a quien rara vez vemos y la otra sea una perra, pero ya no pienso en números. Me cansé de contar, de tratar de hacer los cálculos cuando se trata de ecuaciones complejas de muerte y distanciamiento, ya sea que dejes de contar a alguien cuando muere o sigas contándolo para siempre.

Después de todos estos años, he llegado a entender que los detalles de los números y las sumas no tienen sentido. No se trata de si somos cuatro o cinco, si contamos a Sheryl o no. Y no se trata de si somos tres, cuatro o cinco, dependiendo de si contamos a nuestra hermana/hija perdida y al perro.

Todos cuentan, sin importar cuánto tiempo estuvieron aquí o qué tan bien los conocimos antes de que se fueran o cómo y por qué se fueron. Las sombras que dejan, los vacíos que sentimos, todo cuenta. Son tan importantes como los que se quedan, como nuestros dos niños pequeños aquel Día de Acción de Gracias hace más de una década, que estuvieron ahí frente a nosotros.

Este año, mientras escribo esto, me preparo para celebrar mi primer Día de Acción de Gracias sin Ben, quien visitará a su novia en Chicago.

Nuestra reservación para la cena, en el restaurante de un hotel cercano, donde celebramos por última vez con mi papá, será para tres —mi esposo, yo y un amigo cercano—, pero sentiré que somos cuatro cuando, entre platos, le envíe un mensaje de texto a Ben diciéndole que lo amo y que agradezco este día, esta familia y esta vida sin números.

A la hora de poner la mesa éramos cinco], de José Luis Peixoto, incluido en su libro A Criança em Ruínas,

A la hora de poner la mesa, éramos cinco:
mi padre, mi madre, mis hermanas
y yo. después, mi hermana mayor
se casó. después, mi hermana pequeña
se casó. después, mi padre murió. hoy,
a la hora de poner la mesa, somos cinco,
menos mi hermana mayor que está
en su casa, menos mi hermana
pequeña que está en su casa, menos mi
padre, menos mi madre viuda. Cada uno
de ellos es un lugar vacío en esta mesa en la que
como solo. pero estarán siempre aquí.
a la hora de poner la mesa, seremos siempre cinco.
mientras uno de nosotros esté vivo, seremos
siempre cinco.

Na hora de pôr a mesa, éramos cinco: o meu pai, a minha mãe, as minhas irmãs e eu. depois, a minha irmã mais velha casou-se. depois, a minha irmã mais nova casou-se. depois, o meu pai morreu. hoje, na hora de pôr a mesa, somos cinco, menos a minha irmã mais velha que está na casa dela, menos a minha irmã mais nova que está na casa dela, menos o meu pai, menos a minha mãe viuva. cada um deles é um lugar vazio nesta mesa onde como sozinho. mas irão estar sempre aqui. na hora de pôr a mesa, seremos sempre cinco. enquanto um de nós estiver vivo, seremos sempre cinco.

viernes, 1 de abril de 2022

_- ¿Cuánto tiempo debe durar el duelo? La psiquiatría ofrece una respuesta.

_- La edición más reciente del DSM5, también llamado la “biblia de la psiquiatría” incluye un diagnóstico nuevo y controvertido: el trastorno de duelo prolongado.

Hace unos días, luego de más de una década de discusiones, la entidad psiquiátrica más importante en Estados Unidos añadió un trastorno nuevo a su manual de diagnósticos: el duelo prolongado.

La decisión marca el fin de un largo debate dentro del campo de la salud mental, y hace que los investigadores y médicos consideren el duelo intenso como objeto de tratamiento médico. Esto sucede en un momento en que muchos estadounidenses se sienten abrumados por la pérdida.

El nuevo diagnóstico, el trastorno de duelo prolongado, se pensó para describir a una porción reducida de la población que está incapacitada, sufriendo y rumiando un año después de una pérdida, y se encuentra incapaz de retomar sus actividades.

Su inclusión en el Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales significa que los médicos pueden ahora facturar a las compañías de seguros por tratar a las personas con esta enfermedad.

Es muy probable que surja un flujo de subvenciones dirigidas a la investigación de tratamientos para esta patología—la naltraxona, un medicamento utilizado para tratar la adicción, está actualmente en fase de ensayo clínico para terapia de duelo— y ponga en marcha una carrera para que la Administración de Alimentos y Medicamentos (FDA) apruebe fármacos.

Desde los años noventa, varios investigadores han dicho que las formas intensas de duelo deberían clasificarse como una enfermedad mental, pues afirman que dado que la sociedad suele aceptar el sufrimiento de los afligidos como algo natural, no se les dirige a un tratamiento que pudiera ayudarlos.

Esperan que un diagnóstico ayude a los médicos a curar a la parte de la población que, a lo largo de la historia, se ha retraído en el aislamiento luego de una pérdida terrible.

“Eran los viudos y viudas que vistieron de negro el resto de su vida, que se apartaban del contacto social y vivían el resto de su vida en memoria del cónyuge que habían perdido”, explicó Paul S. Appelbaum, presidente del comité directivo que supervisa las revisiones de la quinta edición del Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales.

“Eran los padres que nunca lo superaron, y así hablábamos de ellos. En términos coloquiales diríamos que nunca superaron la muerte de su hijo”.

En todo este tiempo, los críticos de la idea han alegado enérgicamente contra la categorización del duelo como un trastorno mental, afirmando que dicha designación corre el riesgo de hacer patológico un aspecto fundamental de la experiencia humana.

Advierten que habrá falsos positivos, es decir, personas en duelo a las que los médicos les dicen que tienen enfermedades mentales cuando en realidad están superando, lenta pero naturalmente, sus pérdidas.

Y temen que el duelo sea visto como un mercado en crecimiento por las empresas farmacéuticas que intentarán convencer al público de que necesita un tratamiento médico para salir del duelo.

“No estoy en absoluto de acuerdo con que el duelo sea una enfermedad mental”, afirma Joanne Cacciatore, profesora asociada de trabajo social en la Universidad Estatal de Arizona, que ha publicado mucho sobre el duelo y que dirige Selah Carefarm, un centro de acogida para personas en duelo.

“Cuando alguien que es un experto, entre comillas, nos dice que estamos desordenados y nos sentimos muy vulnerables y abrumados, ya no confiamos en nosotros mismos ni en nuestras emociones”, dijo Cacciatore. “Para mí, eso es una medida increíblemente peligrosa y miope”.

Image “No estoy en absoluto de acuerdo con que el duelo sea una enfermedad mental”, dijo Joanne Cacciatore, profesora asociada de trabajo social en la Universidad Estatal de Arizona, que dirige un centro de acogida para personas en duelo. “No estoy en absoluto de acuerdo con que el duelo sea una enfermedad mental”, dijo Joanne Cacciatore, profesora asociada de trabajo social en la Universidad Estatal de Arizona, que dirige un centro de acogida para personas en duelo.Credit...Adriana Zehbrauskas para The New York Times ‘No nos preocupamos por el duelo’

Los orígenes del nuevo diagnóstico pueden remontarse a los noventa, cuando Holly Prigerson, investigadora en salud pública psiquiátrica, estudiaba a un grupo de pacientes de edad avanzada para reunir datos sobre la eficacia de los tratamientos contra la depresión.

Se percató de algo extraño: en muchos casos, los pacientes respondían bien a los medicamentos antidepresivos, pero su duelo, cuando se medía con un inventario estándar de preguntas, no presentaba alteraciones y permanecía alto sin cambio alguno. Cuando le señaló esto a los psiquiatras del equipo, ellos mostraron poco interés.

“El duelo es normal”, recuerda que le dijeron. “Somos psiquiatras, no nos preocupamos por el duelo. Nos preocupamos por la depresión y la ansiedad”. Su respuesta: “Bueno, ¿cómo saben que eso no es un problema?”.

Prigerson se puso a reunir datos. Concluyó que muchos de los síntomas del duelo intenso, como “la nostalgia, la añoranza y el anhelo”, eran distintos de la depresión y predecían malos resultados, como la presión arterial alta y las ideas suicidas.

Su investigación demostró que, para la mayoría de las personas, los síntomas del duelo alcanzan su punto máximo en los seis meses posteriores a la muerte. Un grupo de personas atípicas —calcula que es el cuatro por ciento de los afligidos — se queda “atascado y abatido”, dice, y sigue con problemas de humor, funcionamiento y sueño a largo plazo.

“Ya no vas a tener otra alma gemela y estás malgastando tus días”, expresó.

En 2010, cuando la Asociación Estadounidense de Psiquiatría propuso ampliar la definición de depresión para incluir a las personas en duelo, provocó una reacción violenta, reforzando una crítica más amplia de que los profesionales de la salud mental estaban sobrediagnosticando y sobremedicando a los pacientes.

“Hay que entender que los médicos quieren diagnósticos para poder categorizar a las personas que llegan a su consultorio y poder cobrar” a las aseguradoras, opinó Jerome Wakefield, profesor de trabajo social en la Universidad de Nueva York. “Eso supone una presión enorme” sobre el Manual de Diagnóstico y Estadística de los Trastornos Mentales.

No obstante, los investigadores siguieron trabajando en el duelo, viéndolo cada vez más como algo diferente a la depresión y más relacionado con los trastornos del estrés, parecido al trastorno de estrés postraumático. Entre ellos se encontraba M. Katherine Shear, profesora de psiquiatría de la Universidad de Columbia, que desarrolló un programa de psicoterapia de 16 semanas que se basa en gran medida en las técnicas de exposición utilizadas para las víctimas de trauma.

Para 2016, los datos de los ensayos clínicos demostraron que la terapia de Shear daba buenos resultados en los pacientes que sufrían un duelo intenso, y superaba a los antidepresivos y otras terapias contra la depresión. Esos resultados reforzaron el argumento de incluir el nuevo diagnóstico en el manual, dijo Appelbaum, presidente del comité encargado de las revisiones del manual.

En 2019, Appelbaum convocó a un grupo que incluía a Shear, de Columbia, y a Prigerson, ahora profesora del Weill Cornell Medical College, para consensuar unos criterios que distinguieran el duelo normal del trastorno.

La pregunta más delicada de todas era esta: ¿qué tanto podría considerarse prolongado?

Aunque ambos equipos sentían que podían identificar el trastorno en las personas seis meses después de la pérdida, la Asociación Estadounidense de Psiquiatría “rogó e imploró” para que se definiera el trastorno en términos más conservadores —un año tras el fallecimiento— a fin de evitar una reacción negativa por parte del público, comentó Prigerson.

“Debo decir que fueron muy inteligentes al considerar la política al respecto”, dijo. La preocupación era que el público “se iba a indignar, porque todos sienten un poco de dolor, aunque sea por su abuela a los seis meses de fallecida, todavía la extrañan”, indicó. “Parece como si hicieras del amor una patología”.

Si se toma el año como el término, consideró, el criterio seguramente será aplicable para más o menos el cuatro por ciento de las personas que han perdido a un ser querido.

El diagnóstico nuevo, publicado la semana pasada en la edición actualizada del manual, supone un gran avance para quienes llevan años sosteniendo que las personas con un duelo intenso necesitan un tratamiento adaptado.

“Es como el bar mitzvah de los diagnósticos”, dijo Kenneth S. Kendler, profesor de psiquiatría de la Virginia Commonwealth University que ha desempeñado un papel importante en las tres últimas ediciones del manual de diagnóstico.

“Es una especie de bendición oficial en el mundo”, dijo. “Es como si estuviéramos en el comité planetario de la Sociedad Astronómica Estadounidense decidiendo qué es un planeta o no: este está dentro, y a Plutón lo sacamos”.

Si el diagnóstico pasa a ser de uso común, es probable que popularice el tratamiento de Shear y también dé lugar a una serie de otros nuevos, como tratamientos farmacológicos e intervenciones en línea.

Shear dijo que era difícil predecir qué tratamientos surgirían.

“No tengo ni idea, porque no sé cuándo fue la última vez que hubo un diagnóstico realmente novedoso”, dijo.

Y añadió: “Sinceramente, estoy realmente a favor de cualquier cosa que ayude a la gente”.

Image M. Katherine Shear, profesora de psiquiatría de la Universidad de Columbia y directora fundadora del Centro de Duelo Prolongado, lleva estudiando esta condición desde 1995.Credit...Yana Paskova para The New York Times

Un ciclo de dolor
Amy Cuzzola-Kern, de 54 años, dijo que el tratamiento de Shear la había ayudado a salir de un ciclo terrible.

Tres años antes, su hermano había fallecido inesperadamente de un infarto mientras dormía. Cuzzola-Kern se encontró reviviendo obsesivamente los días y las horas que precedieron a su muerte, preguntándose si debería haber notado que se encontraba mal o haberle insistido para que vaya a la sala de urgencias.

Ella se había retirado de la vida en sociedad y tenía problemas para dormir toda la noche. Aunque había empezado a tomar antidepresivos y había acudido a dos terapeutas, nada parecía funcionar.

“Me encontraba en un estado tal de negación: no puede ser, esto es un sueño”, dijo. “Sentía que vivía en una realidad suspendida”.

Entró al programa de 16 sesiones de Shear, llamado terapia de trastorno de duelo prolongado. En las sesiones con un terapeuta, Cuzzola-Kern narraba su recuerdo del día en que se enteró de que su hermano había muerto, un proceso doloroso pero que la ayudó a eliminar el horror de la memoria. Al final, dijo, había aceptado el hecho de su muerte.

El diagnóstico, afirmó, solo importaba porque era la vía de acceso al tratamiento adecuado.

“¿Me siento avergonzada o apenada? ¿Me siento como una persona enferma? No. Solo necesitaba ayuda profesional”, declaró.

Sin embargo, otras personas entrevistadas dijeron que desconfiaban de cualquier expectativa de que el duelo debería concluir en un periodo específico de tiempo.

“Nunca pondríamos un marco de tiempo en torno a cuándo alguien debería o no debería sentir que ha salido adelante”, dijo Catrina Clemens, que supervisa el departamento de servicios a las víctimas de Madres contra la Conducción en Estado de Ebriedad, que ofrece servicios a los familiares y amigos en duelo. La organización anima a los afligidos a buscar atención de salud mental, pero no interviene en el diagnóstico, dijo un portavoz.

Filipp Brunshteyn, cuya hija de 3 años murió tras un accidente automovilístico en 2016, dijo que las personas en duelo podrían tener una regresión por el mensaje de que su respuesta es disfuncional.

“Cualquier cosa que insertemos en este trayecto que diga, ‘eso no es normal’, podría causar más daño que bien”, dijo. “Ya estás tratando con alguien muy vulnerable, y necesita validación”.

Establecer un año como punto para el diagnóstico es “arbitrario y algo cruel”, dijo Ann Hood, cuyas memorias, Comfort: A Journey Through Grief, relatan la muerte de su hija de 5 años a causa de una infección por estreptococos. Su propia experiencia, dijo, estuvo “llena de picos y valles y sorpresas”.

La primera vez que Hood entró en la habitación de su hija Grace después de su muerte, vio un par de mallas de ballet tiradas en el suelo donde la niña las había dejado caer. Gritó. “No el tipo de grito que proviene del miedo”, escribió más tarde, “sino el que proviene de la pena más profunda imaginable”.

Cerró la puerta de golpe, dejó la habitación sin tocar y acabó apagando la calefacción de esa parte de la casa. Al cumplirse un año, un amigo bienintencionado le dijo que era hora de limpiar la habitación —“nada peor que un santuario”, le dijo—, pero ella lo ignoró.

Una mañana, tres años después de la muerte de Grace, Hood se despertó y volvió a la habitación. Ordenó la ropa y los juguetes de su hija en cubos de plástico, vació la cómoda y el armario y alineó sus zapatitos en lo alto de la escalera.

Al día de hoy, no está segura de cómo llegó de un punto a otro. “De repente, miras hacia arriba y han pasado unos cuantos años, y estás de nuevo en el mundo”.

Ellen Barry cubre salud mental. Ha sido jefa del buró del Times en Boston, corresponsal internacional jefa en Londres y jefa de los burós en Moscú y Nueva Delhi. Fue parte de un equipo que ganó el premio Pulitzer al Reportaje Internacional en 2011. @EllenBarryNYT

NYT

viernes, 1 de mayo de 2020

El duelo: pautas para sobrellevar el fallecimiento de un ser querido. Es un proceso natural y sano que ayuda a aceptar la pérdida y no se limita exclusivamente a la muerte sino que se hace extensiva a cualquier otra circunstancia

Hace unos días tuve el privilegio, junto con unos cuantos colegas de profesión, de ver y escuchar en un Live de Instagram a dos de mis referentes profesionales: José Luis Marín y Begoña Aznárez, presidente y vicepresidenta, respectivamente, de la Sociedad Española de Medicina Psicosomática y Psicoterapia, a la que tengo el gusto de pertenecer. En este psicocafé nos hablaron de las fases del duelo y hoy me gustaría dedicar mi artículo a hablar sobre las etapas por las que transitamos cada vez que perdemos algo. Y qué mejor momento que ahora para reflexionar en relación con lo que hemos o estamos perdiendo.

La tristeza tiene muy mala fama en nuestra sociedad. Es una pena, nunca mejor dicho. Desde que son bien pequeñitos, no dejamos a nuestros hijos que sientan, experimenten y gestionen su tristeza. Esto es más acusado en los niños, y no tanto en las niñas, porque como decía Miguel Bosé en su famosa canción “los niños no lloran, tienen que pelear”. Directamente les extirpamos su tristeza, no les permitimos que la expresen. Sin ir más lejos, no hay más que ver cómo es el personaje de Tristeza en la famosa película de “Del revés” (Inside Out): baja, fea, gordita y con gafas. ¿Y cómo es Alegría? Todo lo contrario. Dada la sociedad en la que vivimos, la inhibición a la que estamos acostumbrados de las emociones desagradables y los “estereotipos emocionales” se hace muy difícil aceptar y elaborar las constantes pérdidas que experimentamos en el día a día. A esto lo llamamos duelo.

El duelo es un proceso natural y sano que nos ayuda a aceptar la pérdida que hemos sufrido. Dicha pérdida no se limita exclusivamente a la muerte de un ser querido sino que se hace extensiva a cualquier otra circunstancia: podemos perder un objeto, un valor como la libertad o la intimidad, hemos sido abandonados, una ruptura sentimental, un despido laboral o, hasta incluso, mudarnos de casa o de ciudad. Todas estas situaciones implican un cambio y todo cambio implica un duelo, seamos conscientes o no y en mayor o en menor medida. Si paramos a reflexionar por unos instantes, nos daremos cuenta de que a lo largo de un “día estándar” hemos perdido algo. Cada vez que elegimos algo, también perdemos otras alternativas. Es ineludible. Esa pérdida necesita de un proceso y es muy sano que seamos conscientes de qué elegimos y, consecuentemente, qué rechazamos. Ahora bien, para que yo pueda perder algo, previamente debo tenerlo. Todos hemos jugado en alguna ocasión al cucú-tras con algún bebé. Cuando “desaparecemos” de la visión del bebé porque nos tapamos con las manos, el chiquitín experimenta el miedo y la tristeza porque nos “hemos ido”. Se ha visto que los niños que crecen en orfanatos no comprenden el cucú-tras ni sienten ninguna emoción desagradable ante dicho juego. ¿El motivo? ¿Cómo van a tener miedo o sentir tristeza por perder a alguien si nunca tuvieron a nadie? Por eso es importante tener en cuenta que para poder perder tenemos previamente que tener.

Existen un total de cuatro grandes etapas o fases por las que debemos transitar para que elaboremos de manera adaptativa y sana una pérdida (duelo sano). La no superación de cada una de ellas implica que nos quedemos enquistados en una fase concreta (duelo patológico). Veámoslas de una manera concreta:

1) Fase de shock: en esta fase inicial acabamos de sufrir o enterarnos de la pérdida. Bowlby la denominaba fase de aturdimiento. Todos hemos tenido la sensación como de estar en una nube, como si no te estuviera pasando. Hay mucha confusión y desconcierto. Es importante que nos permitamos a nosotros mismos y a nuestros hijos sentirnos aturdidos o noqueados ante lo que acaba de ocurrir. Debemos legitimar la emoción siempre.

2) Fase de negación: una vez superado el primer impacto, viene una etapa en la que vamos a negar lo que nos está ocurriendo o sus consecuencias. Por ejemplo, nuestro hijo se niega a aceptar que ha fallecido su abuelo, no se lo quiere creer. Tampoco acepta las consecuencias de su muerte: ya no podrá ir a los partidos de fútbol con él ni a merendar por las tardes a su casa. Su cerebro le invita a aceptar la realidad y adaptarse a la nueva situación pero aparece repentinamente la rabia y el sentimiento de injusticia que la impide aceptar la pérdida de la “batalla”. Muchas de las personas que se quedan enquistadas en esta segunda fase, como bien explica Begoña Aznárez, hacen “como si” no ocurriera nada, por lo tanto, no aceptan la pérdida o el cambio.

3) Fase de tristeza: cuando dejamos de negar lo ocurrido y aceptamos la pérdida, entramos en contacto con la tristeza. En esta fase pensamos mucho en lo ocurrido, puede aparecer la culpa por lo que no hicimos o lo que debimos hacer y buscamos un sentido profundo a lo acontecido. Decíamos antes que la sociedad y la mayoría de nuestras familias no nos van a poner fácil el poder expresar la tristeza y llorar. En nuestros entornos nos dicen lo que debemos hacer para dejar de estar tristes y para animarnos, pero no es esto lo que necesitamos. Necesitamos que nos permitan estar tristes y llorar la pérdida para poder seguir avanzando en nuestro duelo. La gran mayoría de las personas se quedan estancadas en esta fase.

4) Fase de crecimiento: al llegar a este punto es que hemos sido capaces de convertir la experiencia en aprendizaje. Hemos perdido algo, pero también hemos ganado aprendizajes, fortalecimientos o capacidad de resiliencia. Además, estamos en disposición de elaborar una narrativa de manera consciente y darle un sentido a lo que nos ha ocurrido. Consiste en aprender de lo acontecido y ser una mejor versión de nosotros mismos. Solamente podemos crecer y aprender si hemos pasado suficientemente bien por estas cuatro fases. Decía el gran José Ortega y Gasset que no somos culpables de lo que nos ha ocurrido pero sí que somos responsables de salir de dicha situación.

En conclusión, la función de la tristeza consiste en retirarnos, aceptar la pérdida y reflexionar sobre lo ocurrido. Si somos capaces de pasar de la culpa y la rabia al crecimiento personal y al aprendizaje, iremos por el buen camino. Es hora de que cada uno de nosotros haga el duelo por la dramática situación que estamos viviendo. Tengamos en cuenta que una vez que este confinamiento se acabe, tendremos que hacer de nuevo otro duelo por “volver a la normalidad”. Y es que estamos constantemente haciendo duelos; otra cosa es que no seamos conscientes de ello. No quiero acabar este artículo sin agradecer a Begoña y José Luis todo lo que aportan al mundo de la psicoterapia y a la comprensión del ser humano.

RAFA GUERRERO ES PSICÓLOGO Y DOCTOR EN EDUCACIÓN. DIRECTOR DE DARWIN PSICÓLOGOS. MIEMBRO DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA DE MEDICINA PSICOSOMÁTICA Y PSICOTERAPIA. AUTOR DE LOS LIBROS “EDUCACIÓN EMOCIONAL Y APEGO. PAUTAS PRÁCTICAS PARA GESTIONAR LAS EMOCIONES EN CASA Y EN EL AULA” (2018), “CUENTOS PARA EL DESARROLLO EMOCIONAL DESDE LA TEORÍA DEL APEGO” (2019) Y “CÓMO ESTIMULAR EL CEREBRO DEL NIÑO” (2020).

https://elpais.com/elpais/2020/04/19/mamas_papas/1587285477_815583.html?rel=str_articulo#1588094607828

La muerte de un hijo, seis pasos para transitar el camino del duelo.

Duelo: cómo abordar con los niños la pérdida de un ser querido