El profesor Wolfgang Streeck (Lengerich, 1946) pasó más de tres décadas estudiando las relaciones entre capital y trabajo en las sociedades capitalistas. Sociólogo formado en la Alemania escindida por el Muro, desarrolló gran parte de su carrera en Estados Unidos, en las universidades de Columbia y Wisconsin-Madison, antes de asumir la dirección del Max Planck Institute, centro del que es director emérito.
Wolfgang Streeck nunca fue muy partidario de la teoría de los sistemas y análisis cuantitativo que triunfó en Estados Unidos a partir de los setenta —"las publicaciones académicas se convirtieron en un tostón"— y fue un pionero en la puesta en marcha de un programa de sociología económica. Pero en 2008, ante una crisis económica que describe como una experiencia casi mortal, fue cuando comprendió que la continuidad de las sociedades y de las oportunidades de la gente en el campo laboral dependían más que nunca del sistema global financiero: "Para entender las dinámicas de la sociedad moderna y la vida de la gente tienes que comprender el desarrollo y el papel de las finanzas globales como la condición dominante, había que integrar la política del sector financiero en la teoría macro de desarrollo social". En eso anda empeñado, como demuestran sus artículos en New Left Review. Invitado en abril por el Centro de Estudios del Museo Reina Sofía y el MACBA a impartir sendos seminarios en Madrid y Barcelona, Streeck disertó sobre las crisis del capitalismo, la vacuidad de la política y la construcción europea.
Pregunta. Los sindicatos han sido una parte esencial de su área de estudio. ¿Estaban ahí los elementos para anticipar su actual pérdida de influencia?
Respuesta. Las predicciones son muy difíciles de hacer. A finales de los sesenta hubo una ola de agitación obrera, incluso en el bloque soviético. A partir de ese momento, los sindicatos tuvieron una fuerza creciente: la única manera de calmar ese malestar sin que subiera el desempleo era admitir tasas más altas de inflación, una especie de fuerza pacificadora. Pero esa medicina tenía contraprestaciones muy serias. La decisión de acabar con esto la tomó en 1979 Paul Volcker como presidente de la Reserva Federal con Carter.
P. ¿Qué pasó?
R. Cuando yo era un estudiante se decía como una obviedad que un 5% de desempleo en una democracia era algo imposible, la gente haría saltar por los aires el sistema. El experimento político fue decidir jugársela. El desempleo subió al 20% en EE UU en los primeros ochenta, industrias enteras se borraron del mapa. Ahora incluso se han aprobado leyes para dificultar la organización sindical en Estados Unidos, el mismo país que en los años treinta introdujo legislación para promover esto, porque, siguiendo el modelo keynesiano, pensaban que unos sindicatos fuertes podrían redistribuir la riqueza, producir demanda agregada y crecimiento económico.
P. Señala tres tendencias que se retroalimentan: el aumento de la desigualdad, la caída del crecimiento y la impresión de moneda y de deuda, algo que considera insostenible. ¿A qué conduce esto?
R. A una situación impredecible de crisis potencial, de interrupciones emergentes o colapsos con una intensificación de conflictos entre países y clases sociales, y al declive del nivel y la esperanza de vida de una parte cada vez más grande de la población. El colapso del capitalismo es posible, lo ocurrido en 2008 podría repetirse pero a mayor escala, con muchos bancos cayendo al mismo tiempo. No digo que vaya a suceder, pero podemos estar seguros de una tendencia: el aumento del número de personas que quedan en los márgenes.
P. ¿Las sociedades avanzadas se acercan al Tercer Mundo?
R. Hay países considerados sociedades capitalistas altamente desarrolladas que presentan similitudes preocupantes con los llamados países del Tercer Mundo. Más y más gente depende de recursos privados para vivir bien. Luego, los países del Tercer Mundo están bajo mucho estrés y en un proceso rápido de deterioro: la clase media y las burocracias han perdido la esperanza. La promesa de desarrollo parece haberse roto totalmente.
P. Apunta que la falta de una alternativa al capitalismo produce una clase política interesada, un descenso de la participación electoral, más partidos y una inestabilidad persistente. Pero, tradicionalmente, la teoría política consideraba la baja participación como un síntoma de madurez en democracia.
R. Bueno, sobre esto no había consenso, pero la teoría era que la gente estaba tan satisfecha que no iba a votar. Yo me fijo en tendencias, y en la OCDE hay un descenso en la participación que coincide con otras curvas como el aumento de la desigualdad, la congelación salarial o las reformas del Estado de bienestar. Cabría pensar que la gente insatisfecha irá a votar, pero no. Es algo asimétrico: quienes recurrentemente se abstienen son quienes están en la base de la distribución de la riqueza. Ahora, sin embargo, estos ciudadanos que habían renunciado a la política están volviendo. En todas partes vemos un ascenso de los llamados partidos populistas.
P. ¿Qué implicaciones tiene esto?
R. Esa curva empieza a subir, pero a costa de la estabilidad política y de los partidos del centro que están cayendo; hay una mayor dificultad para formar Gobiernos porque los nuevos partidos tienen que entrar en el sistema y los viejos no se fían. Los conflictos inherentes en las sociedades empiezan a ascender y a subir al sistema político, después de 20 años de ver cómo quedaban fuera del discurso político oficial.
P. ¿Otras tendencias también cambian?
R. Las económicas se refuerzan de tal manera que algo muy gordo tendría que pasar para que alteraran su curso. Es como si el sistema tuviera muchas enfermedades al mismo tiempo, cada una de las cuales podría tratarse y curarse, pero no todas al mismo tiempo. Por ejemplo, el dramático aumento de la desigualdad se refuerza con esta gente que dispone de una increíble cantidad de herramientas y recursos para defender su riqueza.
P. La filantropía, especialmente en EE UU, es el mecanismo que muchos encuentran para compensar. ¿Qué opina?
R. El motivo por el que la esfera pública no puede hacer ciertas cosas por sí misma es porque no puede cargar impositivamente a los ricos; entonces estos se gravan a sí mismos, por supuesto de manera menor, y lo combinan con una gran operación de relaciones públicas. Es algo humillante para las sociedades democráticas depender de la buena voluntad de unos pocos. Es como una refeudalización.
P. ¿Qué piensa de la revolución tecnológica que promete otorgar más poder a la gente y plantea otro tipo de economías?
R. Es un tema muy amplio. A finales de los setenta, cuando estudié la industria automovilística, vi los primeros robots entrando en fábricas. Pensamos que significaría muchísimo desempleo, y así ocurrió en EE UU y en Reino Unido, pero no en Alemania o Japón, donde se diversificaron los productos que necesitaban de una mano de obra muy sofisticada. Las industrias se expandieron a un ritmo tan fuerte que el efecto del ahorro de trabajo quedó anulado por el volumen.
P. ¿Y ahora?
R. Hoy tenemos un problema parecido con el auge de la inteligencia artificial, estas máquinas que pueden programarse a sí mismas e incluso crear otras. Esto ataca a la clase media, es decir, a la gente que ha trabajado duro en la escuela y en la universidad para tener un empleo. El estadounidense Randall Collins, por ejemplo, predice que para mediados de este siglo la inteligencia artificial habrá causado un nivel de desempleo de al menos un 50% entre la clase media en todas las sociedades.
P. Se ha mostrado muy crítico con el euro y habla de un cambio en la estructura monetaria. ¿Una vuelta a las monedas nacionales?
R. En esta vida no hay vuelta atrás, pero algún tipo de restauración de la soberanía monetaria en los países que están quedando atrás es inevitable. Debemos empezar a pensar seriamente en un sistema monetario de dos niveles. Es una elección entre cirugía sin anestesia o con algún sedante. Y si quieres hacer una vivisección en Grecia ves que no tienen suficiente poder para resistir y está a punto de convertirse en un país del Tercer Mundo.
P. Escribe que el capitalismo no va a desaparecer por decreto, nadie va a salir a anunciar su caída, y habla más bien de una mutación.
R. Mi hipótesis es que atravesaremos un largo periodo de transición, en el que no sabemos hacia dónde vamos. Es un mundo de incertidumbre, desorden, desorientación, en el que todo tipo de cosas pueden pasar en cualquier momento. Nadie sabe cómo salir del problema, solo vemos que crece. No se trata solo de las desigualdades y las finanzas haciendo cortes por todas partes, es que también afrontamos límites en términos de medio ambiente y políticas energéticas, así como el ataque de las periferias. Todo simultáneamente.
P. ¿La desaparición del comunismo le está buscando la ruina al capitalismo, que ya no tiene competencia?
R. Desde el siglo XIX existía la presunción de que el capitalismo era estabilizado por sus enemigos, que forzaban crisis transformativas. El capitalismo hoy es muy distinto del de entonces, pero lo que tienen en común es el maridaje de la promesa de progreso social con la interminable acumulación de capital capaz de crecer por sí mismo, sin límite. La unión de estas dos cosas, la promesa de progreso y la acumulación de capital en manos privadas, es la cuestión crítica: ¿cuánto puede durar? Podría decirse que la acumulación de más y más capital no puede ser descrita como progreso, toca un límite. Y si el dinamismo capitalista empieza a tocar techo, entonces llegamos a la crisis.
P. ¿Qué diría hoy Max Weber?
R. Diría: “Karl y yo teníamos razón”. Si nos fijamos en los orígenes de la sociología y la teoría social, se consideraba que sus trabajos eran antagónicos, pero hoy parecen extremadamente similares.
http://economia.elpais.com/economia/2016/05/20/actualidad/1463743486_753066.html
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viernes, 10 de junio de 2016
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