Estamos asistiendo en estos últimos tiempos a la proliferación de actuaciones judiciales que parecen motivadas por un indeseable activismo judicial, más que por el respeto al principio de legalidad. Los pronunciamientos contrarios a la ley de amnistía por asociaciones de jueces y fiscales que extienden sus críticas al Poder Legislativo y Ejecutivo y a la persona de su presidente provoca en la ciudadanía un sentimiento de desconfianza en la neutralidad, imparcialidad y en el necesario alejamiento de los jueces de las contiendas políticas.
Ante la insólita decisión de un juez admitiendo a trámite un panfleto jurídico redactado por un profesional de las denuncias infundadas, conviene recordar que las normas de Naciones Unidas sobre los principios básicos de la conducta judicial (Reglas de Bangalore) establecen que las decisiones sin fundamento de los miembros del sistema judicial socavan el principio de legalidad y afectan a la confianza pública en el sistema judicial. Los jueces, sigue diciendo, son responsables de su conducta frente a las instituciones correspondientes establecidas para mantener los estándares judiciales. Dichas instituciones son independientes e imparciales y tienen como objetivo complementar y no derogar las normas legales y de conducta existentes que vinculan a los jueces.
Cualquier estudiante de nuestras numerosas Facultades de Derecho sabe que nuestro sistema procesal tiene una peculiaridad que no existe en otros países como la institución de la acción popular. Está refrendada por la Constitución, por lo que nada hay que objetar sobre su legalidad, pero creo que ha llegado el momento de reflexionar sobre sus luces y sus sombras. En todo caso, la utilización de las posibilidades legales para activar una decisión judicial de investigar a una persona tiene que ajustarse estrictamente a las previsiones legales. El juez que toma esta decisión debe ser consciente de la responsabilidad que asume.
Las actividades profesionales que se imputan a la esposa del presidente del Gobierno eran conocidas y han sido difundidas a través de diversos medios de comunicación desde hace bastante tiempo. Su valoración política pertenece al grado de profesionalidad y sentido de la ética periodística de cada uno de los opinantes. Ante la proliferación de informaciones, ningún juez había tomado la decisión de proceder de oficio como le permite nuestra ley procesal cuando existe materia delictiva.
Estamos asistiendo en estos últimos tiempos a la proliferación de actuaciones judiciales que parecen motivadas por un indeseable activismo judicial, más que por el respeto al principio de legalidad
Hoy, el juez que recibe denuncias de personas físicas o jurídicas que no han sido ofendidas o perjudicadas directamente por un delito público solo puede tomarlas en consideración si se ejercitan en forma de acción popular por medio de querella. La simple denuncia de hechos públicos y conocidos en este caso por toda la opinión pública sin que se haya producido reacción judicial alguna no tiene cabida en nuestro sistema legal. Una vez que recibe el escrito de querella tiene la obligación de rechazarla si la estima totalmente infundada o los hechos que se incriminan no son constitutivos de delito.
En este caso, los sicofantes (así se denominaba en la Grecia antigua a los profesionales de la presentación de querellas infundadas), han utilizado la vía fraudulenta el artículo 262 de la Ley de Enjuiciamiento criminal que impone la obligación de denunciar a los que por razón de sus cargos, profesiones u oficios tuvieren noticia de algún delito público. No hace falta profundizar excesivamente en los razonamientos para entender que el legislador se refiere a delitos cometidos en el seno de entidades, públicas o privadas, que son conocidos por las personas que en ellas desempeñan sus funciones. Esta clamorosa falta de legitimación ha sido soslayada por el juez de instrucción demostrando, por lo menos, una ignorancia inexcusable de los principios básicos de nuestro sistema procesal. En consecuencia, el Auto de incoación de diligencias de investigación está viciado por una nulidad radical. Por si esto no fuera suficiente, nunca se debe admitir una querella o denuncia apoyada exclusivamente en recortes de periódicos u otros medios de información.
Es difícil encontrar más despropósitos en una resolución judicial sobre todo si a lo ya expuesto añadimos una inaudita y sorprendente declaración del secreto de las actuaciones que según el artículo 302 sólo podrá acordarse cuando se trate de evitar un riesgo grave para la vida, libertad o integridad física de otras personas o sea necesaria para prevenir una situación que pueda comprometer de forma grave el resultado de la investigación, debiendo alzarse tan pronto como desaparezca la justificación, en este caso inexistente.
No hace falta pasar por una Facultad de Derecho para llegar a la conclusión de la absoluta innecesaridad de la medida, cuando los propios promotores de esta anomalía judicial reconocen que las pruebas de la existencia de los imaginarios delitos se basan en pretendidos documentos y algunos hechos notorios que nadie discute. Es urgente recomponer el orden jurídico quebrantado por una decisión judicial carente de justificación y que trasmite a la opinión pública la sensación de que se está actuando por motivos ajenos a los principios de legalidad e imparcialidad que legitiman las actuaciones de las personas que desempeñan funciones judiciales. Un juez, además, debe extremar su rigor jurídico cuando es consciente de que su decisión puede influir, como así ha sido, sobre la estabilidad democrática y política de nuestra sociedad.
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José Antonio Martín Pallin. Abogado. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra). Ha sido Fiscal y Magistrado del Tribunal Supremo.