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miércoles, 28 de marzo de 2018

DIEZ AÑOS DE LA MUERTE DEL ESCRITOR Y GUIONISTA. El mundo es mucho peor sin Rafael Azcona. El mundo sin un hombre así es, pase lo que pase, un mundo más desgraciado.

Su amigo José Luis García Sánchez, guionista también, director de cine, llamó a los amigos más próximos de  Rafael Azcona unos días después de que el gran escritor nacido en Logroño hubiera abandonado este mundo. “Tenías un gran amigo que se llamaba Rafael Azcona”. Y desde entonces, como diría su colega Roberto Fontanarrosa, el mundo ha andado equivocado, o por lo menos el mundo ha andado mucho peor. El mundo sin un hombre así es, pase lo que pase, un mundo más desgraciado.

No hubo velatorio, no hubo despedida en ningún cementerio; la familia, Susi Youdelman al frente, los dos hijos, la hermana, siguieron al pie de la letra el dictado del gran tímido de nuestra época, el hombre que marcó el humor, el cine y la amistad con un sello del que se hizo una sola muestra, la que él representaba. Habrá parecidos, pero Azcona fue un ser humano inigualable. Así es la vida, a veces hay gente cuyo vacío no se rellena jamás. Y este vacío dura ya diez años y todos los que lo trataron, la familia, los colegas y los amigos, sienten ahora que aquel aviso de José Luis García Sánchez es una marca de la que no se ha borrado ni una letra al cabo de esta década.

No hubo velatorio, pero hubo escalofrío. ¿Cómo será la vida sin Rafael Azcona, cómo será el mundo, nuestro mundo, sin él? En lo que se refiere al mundo que lo rodeaba casi cada semana en el mismo barrio y en el mismo bar, se acabaron paulatinamente las tertulias que él presidía con su sentido común de pocas palabras. Allí presidía conversaciones que solo hallaban horizonte cuando él ponía en orden a aquellos amigos suyos, entre ellos David Trueba, Manuel Vicent, José Luis Cuerda, Ángel Sánchez Harguindey, el citado García Sánchez, Jordi Socias, Manuel Gutiérrez Aragón…, o los que pasaran por allí.

Aunque eran tertulias circunstanciales, en las que había humor o chascarrillo, lo cierto es que de su sustancia se podrían deducir algunas prendas del carácter de Azcona. Era el primero que llegaba; era también el único que prestaba atención a las mujeres invitadas; era el más educado en la atención a los contertulios, y era el más informado de todos aquellos escritores, cineastas o periodistas que siempre le dejaban a él la cabecera. Era el que no decía No la primera vez que escucha una idea o un proyecto; era el que prolongaba con su propia información las dudas que otros expresaban como certezas. Y era el amigo de todo el mundo. Era capaz, por ejemplo, de quitarse sueño o tiempo para buscar versos inencontrables en la época sin Google (hubo esa época) y llevarlos, andando a veces, a la casa de quienes los precisaran para sus propios trabajos.

Azcona era el que decía Sí o Tal Vez a proyectos imposibles en los que desgastaba ganas y energías por las que no facturaba jamás. Y era el que hablaba bien de todo el mundo aunque en el pasado hubiera habido entre él y otros fracturas irreconciliables. Cineastas con los que le fue imposible trabajar, por carácter o por otras circunstancias no desataban de su boca ningún desdén, resquemor alguno. Fue un maestro de la amistad y una muralla contra la intransigencia o el fanatismo. Era el hombre que preguntaba de manera que su curiosidad no fuera ni utilitaria ni ofensiva. Y era una alegría verlo, porque él desprendía ese valor supremo de la simpatía: ser capaz de regalarla.

Además, Azcona desprendía una autoridad tranquila, confortante: sabías que su consejo, aunque fuera apresurado, no lo daba sin haberlo pensado. Por eso, aunque la cabecera de cualquier encuentro se desplazada a donde él estuviera. Era un ser solícito y educado. Un republicano que no alardeaba ni de estar vivo. Además, era el último en irse de aquellas tertulias; en su caso, no poir miedo a lo que fueran a decir de él aquellos compañeros de los mediodías.

Lo conocí porque Fernando Trueba, con el que hizo gran cine y una amistad formidable, me dijo que no era cierto que fuera un hombre inaccesible, encerrado en su castillo de hacer guiones. Lo llamé a su teléfono, me respondió y de ahí en adelante hicimos libros (sus cuentos completos, por ejemplo, su estupenda narrativa breve; ahora, por fortuna, Pepitas de Calabaza está publicando casi toda su obra), hicimos conversaciones (Harguindey dirigió un espléndido encuentro entre él y Vicent, Memorias de sobremesa, búsquenlo) y amistades, encuentros públicos y privados, y en todas partes Azcona el Desaparecido fue Azcona el Esperado. Y a todos dio lecciones, desde la radio, desde la televisión, desde las entrevistas periodísticas y, también, en esas tertulias en las que profesaban su sentido común y su ternura. Eran lecciones tranquilas: nunca pretendió que los demás las aprobaran.

Ese mundo se acabó cuando José Luis García Sánchez hizo aquella comunicación escueta y fatal, ya no está aquí tu amigo Rafael Azcona. Desde entonces han crecido sus libros (gracias a Pepitas de Calabaza, gracias al empeño de Susi, su viuda), su cine ha recibido el aprecio que ya mereció entonces, y ha ido creciendo. A él le daría mucha rabia saber que ahora, entre los jóvenes, es un mito. Él sólo quería ser una persona capaz de recorrer la ciudad de Madrid para encontrarse, al borde del Retiro, a un amigo al que tenía ganas de ver. Era emocionante tratarlo, y hasta el fin fue una suerte imborrable haberlo conocido. El mundo es peor sin él, y esta es una verdad tan grande y horrible como la certeza de que no está.

https://elpais.com/cultura/2018/03/24/actualidad/1521878411_793982.html?rel=lom

sábado, 9 de abril de 2016

Trumbo, historia de los días del miedo. El episodio de la persecución del guionista es quizá el más conocido de esos años terribles de caza de brujas en EE UU


La historia de la Lista Negra y de los Diez de Hollywood, de las persecuciones de afiliados comunistas o hasta simpatizantes de esa ideología desatada en Estados Unidos con la Guerra Fría, los desmanes enloquecidos y crueles del senador McCarthy y compañía, el miedo, las delaciones y traiciones sufridas y cometidas en esa época y circunstancias han sido un tema recurrente en el cine, el teatro y la narrativa norteamericanos. Hace unos pocos años (2005), George Clooney retomó el asunto para su magnífica película Buenas noches, buena suerte, en la que cuenta la historia de un grupo de periodistas capitaneados por el comentarista de la CBS Edward Murrow y su productor Fred Friendly, quienes se atrevieron incluso a desafiar al poderoso senador que se erigió portavoz de la pureza ideológica de la Unión.

Ahora, a finales de 2015, Jay Roach ha filmado y estrenado el filme Trumbo (con guion de John McNamara), que acabo de ver y que me ha dejado cargado con el dolor del desasosiego, con la sensación terrible de la evidencia de lo que pueden lograr los poderes de la manipulación política, la ortodoxia castrante, la estupidez humana y la envidia cuando se disfrazan de causa mayor al servicio de un pueblo o una nación. De cómo pueden, incluso, condicionar la justicia y, más aún, la verdad. De cómo pueden torcer las vidas de las gentes, y deformarlas, incluso acabarlas.

El episodio de la persecución, represión y marginación personal y artística de Dalton Trumbo es quizás el más conocido entre los muchos casos que se vivieron durante esos años terribles de cacería de brujas en la sociedad norte­americana. Y, como bien se sabe, aquella “limpieza ideológica”, acometida en nombre de la seguridad nacional y los valores americanos, tuvo su manifestación más visible (aunque no la única) en la exclusión de creadores en la industria del espectáculo, aunque su punto (climático) álgido -o culminante- recayó en la ejecución de los Rosenberg, acusados de haber pasado a Moscú los secretos del arma nuclear.

Pero es que lo ocurrido en Hollywood y alrededor de la figura de uno de los grandes guionistas del cine norteamericano se mantiene como una historia pertinente porque sigue siendo un testimonio ejemplarmente dramático, revelador y aleccionador de cómo el extremismo, el fanatismo y la práctica de la ortodoxia, sostenidos desde el poder y con el apoyo de la masa manipulada, puede destrozar carreras y vidas, culturas y sociedades con el aplauso colectivo o, cuando menos, con el silencio cómplice y temeroso. También porque Trumbo es la historia del miedo, esa sensación humana de no encontrar salida, de saberse siempre a expensas de los desmanes de grupos de poder (o de los que se erigen como sus vigilantes más combativos) capaces de hacer al individuo sentirse siempre en peligro real o potencial, por completo a expensas de juicios y condenas dolorosas. Y porque representa la historia de una lección más de que, aun cuando se recupere la justicia y se superen los errores (y los horrores), las heridas sufridas por quienes fueron perseguidos, vilipendiados y reprimidos por sus ideas, gustos, creencias nunca son verdaderamente curadas, porque las cicatrices suelen ser indelebles.

Lo más significativo de la película es que los hechos narrados son típicos de una época pero a la vez universales, y la obra de arte, con sus recursos, potencia esa cualidad amplificadora. A través de una experiencia personal, grupal, propia de una época, se nos habla en este filme conmovedor, generador de indignaciones, de esa devastación a la que puede ser sometida la dignidad humana por los fanáticos que se proclaman dueños de la verdad y la pureza ideológica de una sociedad.

La gran enseñanza del filme, gracias a la historia real que cuenta, es la que revela el personaje de Dalton Trumbo en sus discursos finales: todo el sufrimiento provocado, incluso la sangre derramada, no pudieron demostrar que existiera una verdadera culpa, un solo complot urdido por aquellos que resultaron marginados. También, que el paso del tiempo y el fin de las condenas servían para algo tan importante como reparar la verdad, pero no alcanzaban para borrar los dolores de unas vidas maceradas por largos años. Y, en fin, que las posibles rehabilitaciones — como la de Trumbo y sus colegas, como los centenares ocurridos en Moscú, de vivos y, sobre todo, de muertos— nunca pagan el precio de lo sufrido por las víctimas. Porque la historia, que coloca (muchas veces, no siempre) los procesos y los personajes en su sitio, es una necesaria reparación que llega a los libros, pero difícilmente consigue recomponer las heridas del alma humana.

En un tiempo en que la banalidad artística se impone y en la que se prefiere el olvido a la memoria, obras como Trumbo demuestran algo tan sabido pero cada vez menos considerado como es el compromiso del arte con la sociedad, como vehículo para enfrentarnos dramáticamente a la verdad, como bálsamo para la memoria.

http://cultura.elpais.com/cultura/2016/03/22/babelia/1458659994_387112.html
http://www.mundoobrero.es/pl.php?id=5828