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martes, 19 de octubre de 2021

_- Ilegalizar el fascismo. Una Constitución militante como la italiana impide la defensa pública de movimientos neofascistas

_- Las sociedades democráticas tienen dificultades para gestionar los brotes de carácter fascista o neofascista porque a menudo se nutren de la colisión entre el derecho a la libertad de expresión y el derecho igualmente legítimo de la sociedad a protegerse contra movimientos de raíz totalitaria, intolerante y violenta: su objetivo último es sabotear el marco legal democrático. Movimientos de esta naturaleza están volviendo a demostrar su función disruptiva en algunos países occidentales. En buena medida están aprovechando el descontento, la incertidumbre y las dificultades económicas derivadas de la pandemia, a veces escudándose o mezclándose con movimientos antivacuna. El último y preocupante ejemplo se produjo el sábado pasado en Roma. Una manifestación convocada contra la obligatoriedad del pasaporte covid en los centros de trabajo se convirtió en el intento de toma tumultuaria de la sede de la presidencia del Gobierno y el posterior saqueo de la Confederación General Italiana del Trabajo (CGIL), el principal sindicato italiano. La policía ha demostrado la responsabilidad del principal convocante de la marcha, el partido neofascista Forza Nuova, cuya ilegalización se sopesa ahora.

La sombra del fascismo regresa a Italia
La disposición transitoria final 12 de la Constitución italiana (que es militante, al contrario que la española) prohíbe la reconstrucción del Partido Fascista, la formación fundada por Benito Mussolini en 1921 y cuyo destructivo legado figura entre las páginas más negras de la historia de Europa. No se trata solo de una solemne declaración de intenciones para cortar con el pasado fascista, sino de un instrumento de defensa de la democracia que, desde la instauración de la República en 1946, ha demostrado su utilidad. Esa disposición sitúa fuera de la legalidad a todo partido que use la violencia, o la amenaza de violencia, como método político, y excluye igualmente las manifestaciones exteriores de carácter fascista. Eso es lo que ocurrió el pasado fin de semana.

La democracia italiana ha frenado en el pasado otros conatos de resurrección y nostalgia del fascismo. Lo hizo en 1973 con Ordine Nuovo y en 1976 con Avanguardia Nazionale. Casi medio siglo después, vuelve a estar sobre la mesa la disolución de una organización protagonista de numerosas agresiones racistas, actos vandálicos, antisemitismo, ataques contra sedes de periódicos y campañas homófobas, entre otros delitos. Varios militantes han sido procesados de forma individual, pero las pruebas acumuladas desde que la formación neofascista inició su actividad en 1997 evidencian una estrategia de acción incompatible con la pluralidad democrática protegida por la Constitución. Su enmascaramiento entre sectores de la población descontentos con las medidas preventivas contra la pandemia no ha de ser excusa para capitalizar una ideología antidemocrática que encuentra cualquier brecha para regresar a la luz pública, y no solo en Italia.