El filósofo alemán Wolfram Eilenberger afirmaba en una entrevista reciente publicada en EL PAÍS que no estaba de acuerdo con la idea de recuperar al niño que llevamos dentro. En su opinión, lo importante es abandonar la infancia manteniendo vivas las preguntas de los niños. La pedagoga y maestra María Couso (Vigo, 37 años) da una vuelta de tuerca a la máxima de Eilenberger en su primer libro Cerebro, infancia y juego (Destino), publicado en enero: se trata de abandonar la infancia manteniendo vivas las ganas de jugar de los niños.
“La infancia es un periodo genético, así que no está en nuestras manos controlar cuándo viene y cuándo se va, pero sí deberíamos mantener determinadas ideas y actividades que son propias de esta etapa vital”, explica Couso por teléfono. “El objetivo es ser capaces de mezclar y encontrar el equilibrio entre los procesos propios de los adultos y los procesos y actividades propios de los niños”, añade la también creadora del proyecto PlayFunLearning, cuyo objetivo es aprender jugando y nace de la necesidad de divulgar contenido pedagógico de calidad compartiendo tips que ayuden a mejorar las prácticas educativas tanto dentro como fuera del aula. En tiempos de pantallas, la pedagoga, que cuenta con más de 80.000 seguidores en Instagram, reivindica el potencial de los juegos de mesa como herramienta para el desarrollo de muchas de las funciones más importantes del cerebro.
Los adolescentes ignoran la voz de su madre a partir de los 13 años, según un estudio PREGUNTA. “El hombre no deja de jugar porque se vuelve viejo. Se vuelve viejo porque deja de jugar”, decía el dramaturgo irlandés George Bernard Shaw. ¿Por qué dejamos de jugar?
RESPUESTA. Porque siempre tendemos a observar el juego como algo propio de la infancia y, por tanto, lo oponemos a todo aquello que entendemos por crecer y madurar. Y en muchos casos, también oponemos los términos trabajar o estudiar a jugar. Lamentablemente, casi nadie en su cabeza dibuja la figura de un niño jugando más allá de los ocho o nueve años. Tendemos a presionar a la infancia para que abandone ese ámbito del juego.
P. ¿Ejercemos esa presión cada vez antes?
R. Sí. A principios del siglo XXI pensábamos que el desarrollo del cerebro se concluía a los 17-18 años. Hoy la evidencia internacional aceptada señala que el término del desarrollo cerebral se produce en torno a los 25 años, pero ya hay investigaciones realizadas en Estados Unidos durante el año 2020 que muestran que podríamos tener un desarrollo cerebral más tardío, cercano a los 34 años. En contraposición a esta evidencia, tendemos a hacer crecer muy rápido a los niños. En Occidente, por ejemplo, cada vez estamos entrando de forma más temprana en la adolescencia, lo que significa que estamos acortando la infancia.
P. Si cada vez alejamos antes a los niños del juego, ¿corremos el riesgo de crear una generación de niños viejos?
R. Totalmente. Cada vez más las pantallas están invadiendo nuestras vidas. Creemos que ver un vídeo en YouTube o jugar a un videojuego es tiempo de ocio y de calidad, cuando en realidad un videojuego no se puede comparar con jugar al aire libre, pero tampoco con un juego de mesa en el que estás presente, constantemente interaccionando con otros, compartiendo el momento, tocando, oliendo a los demás… Todo esto es muy importante. Los niños necesitan moverse, estar activos, porque eso tiene una gran implicación en el desarrollo del cerebro. De hecho, la construcción del cerebro nace del movimiento. Uno aprende mejor cuando se mueve, por eso es tan relevante que desde la más tierna infancia respetemos los tiempos de ocio y, sobre todo, de juego.
P. ¿Qué pueden aportar concretamente los juegos de mesa al desarrollo de los niños?
R. Los juegos de mesa, para empezar, son un canal maravilloso de socialización en entornos familiares. Son una forma estupenda de acercar familias, de acercar generaciones y, al mismo tiempo, desarrollar toda una serie de habilidades cognitivas, desde procesos de atención hasta el control de impulsos, pasando por el desarrollo de lenguaje a nivel oral, de estructuración, de narrativa, etcétera. Además, el juego también nos ayuda a desarrollar y entrenar una función cognitiva muy importante: la memoria de trabajo. Un juego de mesa es una herramienta con la que puedes poner en marcha al mismo tiempo y en un corto periodo de tiempo todas las habilidades cognitivas necesarias para tu día a día.
P. Partiendo de esta base, ¿diría que es un recurso infrautilizado?
R. Totalmente. Sí que es verdad que desde hace un par de años hay una introducción bastante interesante de los juegos a nivel educativo, pero falta todavía mucha concienciación sobre el poder y las habilidades cognitivas que trabajan los juegos de mesa. Muchos docentes siguen creyendo que se pierde el tiempo jugando, cuando es justo lo contrario. Y es que no solo se pueden trabajar todas esas habilidades cognitivas que he citado antes y que para muchos docentes son invisibles, sino que, además, los juegos pueden servir como recurso de implementación de temas a nivel curricular.
P. Lleva muchos años trabajando con niños con problemas de atención. ¿Pueden ser los juegos de mesa una herramienta para trabajar esa capacidad?
R. Totalmente. Uno no nace atento, uno se hace atento. Esa es la clave. Como decía antes, cada vez a más temprana edad se están introduciendo las pantallas en la vida de los niños, unas pantallas que ofrecen un nivel de sobreestimulación que ningún cerebro en la infancia puede soportar, así que estamos alterando la vía de desarrollo atencional. Los juegos de mesa, en ese sentido, son un potente canal de mejora de esas rutas atencionales a las que no estamos favoreciendo nada con una temprana y abusiva utilización de las pantallas.
P. Define los juegos de mesa como una herramienta emocional sin límite generadora de emociones agradables.
R. Así es.
P. Mis hijos, sin embargo, el 90% de las veces que jugábamos a juegos de mesa acaban discutiendo o enfadados.
R. (Risas) Es que a nadie nos gusta perder, pero a los niños todavía menos. Pero cuando pasa esto, no vale con esconder el juego porque genera conflicto, porque de esta forma lo único que estamos haciendo es dejando de entrenar a los hijos en la gestión de esa frustración y de las emociones que les despierta. Por tanto, no se trata tanto de evitar este tipo de juegos, sino de medir el tiempo de exposición a los mismos para que puedan ir de alguna manera entrenando esa capacidad de frustración, algo que en última instancia les permitirá disfrutar del proceso de juego sin necesidad de que ellos sean los ganadores.
P. ¿Pueden ser también los juegos cooperativos una solución para entrenar esa frustración?
R. La gente desconoce que, antes de los cinco años, el cerebro humano no puede sentir ningún tipo de expectativa o de placer cuando no conoce lo que va a pasar. Es decir, necesitamos saber siempre de antemano lo que va a pasar para poder disfrutarlo, por eso los niños antes de cinco años hacen tareas en bucle o piden leer una y otra vez los mismos cuentos. Se aferran a lo que conocen, a la certidumbre. Cuando algo se trastoca e implica una flexibilidad cognitiva es cuando empieza a aparecer la frustración, que tiene que ser trabajada. Por eso los juegos de niños muy pequeños, entre los dos y los cinco años, mayoritariamente tienen un carácter colaborativo, para ir entrenando en grupo, como parte de la familia, esa posibilidad de ganar o perder.