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viernes, 5 de septiembre de 2025

A saber dónde nos espera la Muerte


Un avión accidentado en el Estado de Gujarat, en la India, en junio pasado.

No creo en los milagros ni en la magia, pero a veces pasan cosas que parecen fosfatinar las probabilidades estadísticas y desafiar todos los límites de lo posible. Como la suerte descomunal de ese británico de 40 años que resultó ser el único superviviente de la catástrofe del avión indio. Fallecieron las 241 personas que volaban junto a él y Ramesh salió caminando, como un zombi, con heridas leves. Se diría que lo salvó el destino, como si la existencia nos ocultara inexorables leyes que no conocemos. Es como ese célebre cuento de Las mil y una noches; el criado de un rico mercader se topa con la Muerte en el mercado de Bagdad, y ésta le hace gestos amedrentadores. Aterrado, el hombre corre a ver a su amo y le pide un caballo para escapar; me iré a Ispahán, le dice, que es la ciudad más lejana a la que puedo llegar al galope. Por la tarde, el mercader ve pasar a la Muerte, y le pregunta: ¿por qué has amenazado esta mañana a mi criado? Y la Ladrona de Dulzuras contesta: ¿Amenazarlo yo? No, era sólo un gesto de sorpresa al encontrarlo aquí, porque tengo una cita con él esta noche en Ispahán. Pues eso. Está claro que Ramesh tiene una cita en otro momento y otro lugar.

De hecho, todos tenemos esa cita en algún punto del globo y en alguna fecha, aunque la inmensa mayoría de los humanos se las apañan para vivir como si fueran eternos. No obstante, los sucesos tan inexplicables y aparentemente milagrosos como el del pasajero del asiento 11A nos afectan de una manera especial porque hablan de una insólita habilidad para escapar a la parca, un logro imposible e impensable y, por ello, muy consolador. En los tiempos antiguos morir era algo tan fácil, tan temprano y habitual, que la capacidad de sobrevivir era considerada en sí una virtud admirable, aunque los personajes defendieran su vida por medio de infamias. Ulises, el del Caballo de Troya, era en realidad un tipejo inmundo, manipulador y siniestro, un psicópata capaz de plantar pruebas falsas para hacer que lapidaran hasta la muerte a un noble guerrero y así quedarse él con toda la gloria. Y Simbad el Marino, que no tiene nada que ver con el de Disney, se salvó tras ser atrapado en una cueva a base de asesinar y robar a todos los pobres desgraciados que fueron encerrados después de él. Pero en la antigüedad los vieron como héroes por su empeño en seguir respirando a toda costa. Un horror, ese mundo de despiadados supervivientes. Una hazaña para mí incomprensible, porque no creo que merezca la pena vivir a cualquier precio.

Pero volvamos a la maravillosa maravilla del pasajero 11A. Hace muchos años entrevisté a Jaime Paz Zamora, que fue presidente de Bolivia de 1989 a 1993. En 1980, con 41 años, sufrió un accidente aéreo quizá causado por un atentado. Fue también el único que sobrevivió; sus cuatro acompañantes y el piloto murieron abrasados. Paz Zamora estaba sentado al lado de la puerta y salió por su pie, envuelto en llamas; un indígena que estaba en el campo le cubrió con su poncho, apagando el fuego. Cuando nos vimos, una década más tarde, seguía mostrando en su rostro y sus manos las horrendas marcas de las quemaduras, que lo dejaron muy desfigurado. De aquella entrevista sólo recuerdo la fascinación que me produjo poder hablar con el único superviviente de la caída de un avión, un accidente que nos parece el colmo de lo fatal. Ahora, tras la portentosa salvación de Ramesh, he buscado en internet supervivientes únicos a catástrofes aéreas y para mi pasmo absoluto he encontrado una lista en Wikipedia con 34 casos (incluido Ramesh pero no Paz Zamora, o sea que debe de haber más), varios de ellos en grandes accidentes de compañías como Pan Am o Varig. Se diría, por lo tanto, que esta flipante excepcionalidad no es tan excepcional, después de todo.

Y déjame añadir algo. El 7 de diciembre de 1983, a las 9.50, colisionaron en el aeropuerto de Barajas, Madrid, un vuelo de Iberia con destino a Roma y uno de Aviaco que iba a Santander. Hubo 93 muertos y 42 heridos. En el avión de Iberia había dos asientos vacíos: el del fotógrafo de EL PAÍS Chema Conesa y el mío. Íbamos a Roma a entrevistar al presidente Sandro Pertini, pero la enfermedad de una amiga mía me hizo llamar a Chema la noche anterior, apenas 10 horas antes de despegar, y pedirle que cambiáramos el vuelo por otro algo más tarde. En fin, a saber dónde me esperará la Muerte, pero gracias. 

miércoles, 5 de julio de 2017

_- LO ETERNO

_- Acaba de fallecer un amigo íntimo, el escritor mexicano Antonio Sarabia. Se ha ido de golpe. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo se fue Antonio.
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En una carta de pésame a la familia Besso, Albert Einstein incluyó su ahora famosa cita "Ahora que se ha apartado de este extraño mundo un poco por delante de mí. Aquello no significa nada. La gente como nosotros, quiénes creen en la física, saben que la distinción entre el pasado, el presente y el futuro es sólo una ilusión obstinadamente persistente."

VERÁN, LLEGA un momento en la vida en que se te empieza a morir la gente alrededor. Sí, desde luego, la parca nos acecha en cualquier rincón; como dice Fernando de Rojas en La Celestina, nunca se es lo suficientemente viejo como para no vivir un día más ni lo suficientemente joven como para no morir mañana. Así que a mí, como a cualquier humano, ya me había tocado atravesar unas cuantas pérdidas. Pero lo que digo es que llega un momento en el que se empiezan a morir muchos a la vez. Demasiados. Gente de tu edad o algo mayor que tú, pero que ha formado parte de tu vida. En ocasiones han sido amigos muy queridos; otras veces se trata de simples conocidos, pero añejos. El bosque humano de tu existencia comienza a ser talado. Esta es otra de las malditas consecuencias de envejecer, un proceso que no tiene ni pizca de gracia, más allá del alivio de saber que aún no estás en el suelo convertido en leña.

Justamente acaba de fallecer uno de esos amigos íntimos, el escritor mexicano Antonio Sarabia, que vivía en Lisboa desde hacía años. Se ha ido de golpe, apareció cadáver una mañana, una salida de escena estupenda para el protagonista, pero sobrecogedora para los demás. Visto y no visto: en tan sólo un parpadeo, allá se fue Antonio con todas sus vivencias, sus recuerdos, sus deseos, sus amores y sus disgustos, sus sueños y su talento, que era mucho. La muerte es increíble, impensable. Venimos a este mundo con un yo inmenso que lo llena todo, somos para nosotros mismos lo más importante que sucede en el universo, y de pronto se apaga la luz y ya no queda nada de todas esas ansias colosales de vivir. Fue precisamente Antonio Sarabia quien me hizo conocer estos bellísimos versos de Salvatore Quasimodo: “Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra / atravesado por un rayo de sol: / y de pronto anochece”.

Bueno, sí perdura algo durante cierto tiempo: el nostálgico recuerdo de la gente que te quería. Pero ellos a su vez también morirán. En el caso de Antonio queda además su obra, que es magnífica y mucho menos conocida de lo que debería. Como su última novela publicada, Los dos Espejos, que trata precisamente de un hombre, el doctor Espejo, que es asesinado, y que se pasa la mitad del libro siendo un fantasma. O como la que sacará la editorial Malpaso el próximo otoño, No tienes perdón de Dios, genial y deliciosa. Aun así, la posteridad es esquiva, arbitraria. Autores formidables terminan arrumbados en estanterías nunca visitadas de bibliotecas remotas. Salvo escasísimas y azarosas excepciones, el destino de todos es el olvido.

Pero justamente ese estar abocados a la nada convierte la vida en algo precioso y único. Qué gran triunfo es una vida bien vivida. Y creo que esas vidas bellas quedan de algún modo resonando en la estela de la humanidad. Aunque no nos acordemos de quienes las vivieron, su efecto perdura. Y en esto mi amigo Sarabia fue también ejemplar. Era un hombre guasón y muy gracioso, pero en lo importante de la vida era estoico, riguroso, impecable. Con ese rigor se aplicaba a la escritura. Y al cuidado de su gente querida. Y a sobrellevar los mordiscos del destino con impávida entereza. Con el tiempo, Antonio fue creciendo ante mis ojos. En los últimos años le vi alcanzar la altura de un gigante. Era una de las personas más valientes que he conocido; valiente de verdad, sin los aspavientos del temerario. Valiente de sostenerle la mirada a la muerte y al deterioro. En el último chat de WhatsApp que nos intercambiamos, pocos días antes de irse, estuvimos comentando las tropelías de unos cuantos malvados; yo le dije que por desgracia los malos ganaban casi siempre, y él me contestó: “No siempre, linda, y sus pequeñas victorias sólo impresionan a los más tontos que ellos. Las verdaderas victorias ni siquiera son públicas”. Consiguió ser un sabio y su gran victoria privada fue hacer de su vida una obra de arte. En su novela Los dos Espejos, el fantasma del doctor logra resolver su propio asesinato y comprender lo que ha sido su existencia. Una vez alcanzado el conocimiento, comienza a disolverse en la nada. Y sus últimas palabras, con las que acaba el libro, son: “Qué maravilla: por fin, lo eterno”.

http://elpaissemanal.elpais.com/columna/rosa-montero-lo-eterno/

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