Los demás países de Europa miran con sorpresa a los que piden libertad a gritos pensando que se han equivocado de país. Es porque no saben que los españoles cuando decimos amor lo que queremos decir es sexo.
Lo decía Manuel Jabois en su crónica del debate parlamentario del martes para este periódico: “Se desliza una idea para almas sensibles que empieza a prender en las calles de España: nos quieren encerrados para imponer una dictadura de facto (…) un argumento altamente contagioso que amenaza con extenderse con el mismo objetivo de siempre: devolvednos no la libertad, que nunca la han perdido, sino el poder”. Es decir, que cuando la gente grita “¡libertad!” desde los balcones o en las manifestaciones que últimamente se producen en algunas ciudades españolas trasgrediendo el estado de alarma en vigor lo que está diciendo realmente es “¡devolvednos el poder, que es nuestro!”. Solo de esta manera se explica que gritar “¡libertad!” no le cueste a nadie su detención, cosa que sucedería si verdaderamente no la hubiera, como más de uno y más de dos aún pueden atestiguar en este país. Otro que podría hacerlo, el comisario franquista Billy el Niño, desgraciadamente ya no está entre nosotros para confirmarlo.
La dictadura de Sánchez-Iglesias deja, pues, mucho que desear. En los demás países de Europa, de hecho, la consideran una democracia y miran con sorpresa a los que piden libertad a gritos pensando que se han equivocado de país o que han bebido. Es porque no saben que los españoles cuando decimos amor lo que queremos decir es sexo.
Este verano, los extranjeros vendrán en mucho menor número a nuestras playas, pero no porque no haya libertad en España, sino por miedo al contagio de una enfermedad que sigue amenazándonos a todos y que aconseja que permanezcamos en nuestros países. En ninguno de los de Europa sé de nadie que grite pidiendo libertad por ello. Solo en España, que siempre tiene que ser diferente, por lo que se ve. Cuando había una dictadura de verdad, los extranjeros se sorprendían de que aquí poca gente se quejara de ella (no era cierto, muchos lo hacían, pero en voz baja: había que tener cuidado) y ahora se sorprenden de que en el país que muchos consideran el más liberal de Europa por su avanzada legislación social haya gente que pide libertad a gritos.
¿Cómo explicarles que lo que piden realmente los que lo hacen, que no son tantos, no nos engañemos (eso sí, hacen mucho ruido), no es libertad, sino el poder que han perdido en las elecciones; un poder que consideran suyo por definición? La única forma que se me ocurre es explicarles la historia de España, esa historia que cuenta que cada vez que la izquierda ha llegado al poder la derecha se ha levantado en armas (1936) o a gritos (“¡váyase, señor González!”, “¡Zapatero, vete con tu abuelo!”, “¡Sánchez okupa!”), lo que demuestra su mal perder democrático. Aunque los extranjeros posiblemente lo entiendan mejor mostrándoles la película de Manuel Gómez Pereira cuyo título, ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, dice más del carácter de los españoles que 100 tratados de sociología. Luego que cambien amor por libertad y sexo por poder y tendrán una visión perfecta de lo que verdaderamente mueve a todos esos manifestantes que, envueltos en banderas españolas como si les pertenecieran en exclusividad también, piden la dimisión de un Gobierno que ha sido el elegido por los españoles en las urnas hace tan solo seis meses. Seis meses de bronca incesante, antes y después del estado de alarma aprobado en el Parlamento por mayoría.
https://elpais.com/opinion/2020-05-22/por-que-lo-llaman-libertad-cuando-quieren-decir-poder.html
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lunes, 25 de mayo de 2020
jueves, 21 de mayo de 2020
Desmemoria. El Estado democrático les ampara, pero su aprecio por la democracia está supeditado a que los suyos ganen, o no, las elecciones
La historia de España es como la morcilla de mi tierra, escribió el poeta Ángel González, se hacen las dos con sangre, se repiten. Las protestas del madrileño distrito de Salamanca, ajenas hasta ahora a la sangre, estremecen como repetición. Ya sé que son todos pijos, ya sé que son sólo cien, ya sé que parecen un chiste, pero no tienen gracia. Un extranjero creería que protestan por el confinamiento y se equivocaría.
Aunque gritan “libertad”, la libertad les trae sin cuidado. Sus padres jamás la echaron de menos mientras vivieron en una dictadura. Sus abuelos, que financiaron y patrocinaron esa dictadura, se enriquecieron gracias a ella.
Sus descendientes se manifiestan ahora contra un Gobierno que no sienten como propio, aunque sea el que legítimamente rige el destino de la nación, y se envuelven en la bandera nacional como si bastara para identificarles, porque creen que no representa a nadie más que a ellos.
El Estado democrático les ampara, pero su aprecio por la democracia está supeditado a que los suyos ganen, o no, las elecciones. Cuando es que no, ni siquiera el razonable deseo de preservar la salud, propia y ajena, en plena pandemia, logra refrenar sus ansias de recuperar el botín de sus mayores. Aunque no lo sepan, son una muestra de la fragilidad congénita de la democracia española, el afán por pasar página sin haberla leído previamente con tal de tener la fiesta en paz, que caracterizó el espíritu de la Transición.
La falta de análisis, de crítica, de ruptura efectiva con el franquismo les persuadió de que no tenían nada de lo que avergonzarse y ahí están, gritando que la calle es suya. La memoria no tiene que ver con el pasado, sino con el presente, pero la desmemoria logra que pasado y presente se confundan.
Aunque gritan “libertad”, la libertad les trae sin cuidado. Sus padres jamás la echaron de menos mientras vivieron en una dictadura. Sus abuelos, que financiaron y patrocinaron esa dictadura, se enriquecieron gracias a ella.
Sus descendientes se manifiestan ahora contra un Gobierno que no sienten como propio, aunque sea el que legítimamente rige el destino de la nación, y se envuelven en la bandera nacional como si bastara para identificarles, porque creen que no representa a nadie más que a ellos.
El Estado democrático les ampara, pero su aprecio por la democracia está supeditado a que los suyos ganen, o no, las elecciones. Cuando es que no, ni siquiera el razonable deseo de preservar la salud, propia y ajena, en plena pandemia, logra refrenar sus ansias de recuperar el botín de sus mayores. Aunque no lo sepan, son una muestra de la fragilidad congénita de la democracia española, el afán por pasar página sin haberla leído previamente con tal de tener la fiesta en paz, que caracterizó el espíritu de la Transición.
La falta de análisis, de crítica, de ruptura efectiva con el franquismo les persuadió de que no tenían nada de lo que avergonzarse y ahí están, gritando que la calle es suya. La memoria no tiene que ver con el pasado, sino con el presente, pero la desmemoria logra que pasado y presente se confundan.
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