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lunes, 25 de mayo de 2020

¿Por qué lo llaman libertad cuando quieren decir poder?

Los demás países de Europa miran con sorpresa a los que piden libertad a gritos pensando que se han equivocado de país. Es porque no saben que los españoles cuando decimos amor lo que queremos decir es sexo.

Lo decía Manuel Jabois en su crónica del debate parlamentario del martes para este periódico: “Se desliza una idea para almas sensibles que empieza a prender en las calles de España: nos quieren encerrados para imponer una dictadura de facto (…) un argumento altamente contagioso que amenaza con extenderse con el mismo objetivo de siempre: devolvednos no la libertad, que nunca la han perdido, sino el poder”. Es decir, que cuando la gente grita “¡libertad!” desde los balcones o en las manifestaciones que últimamente se producen en algunas ciudades españolas trasgrediendo el estado de alarma en vigor lo que está diciendo realmente es “¡devolvednos el poder, que es nuestro!”. Solo de esta manera se explica que gritar “¡libertad!” no le cueste a nadie su detención, cosa que sucedería si verdaderamente no la hubiera, como más de uno y más de dos aún pueden atestiguar en este país. Otro que podría hacerlo, el comisario franquista Billy el Niño, desgraciadamente ya no está entre nosotros para confirmarlo.

La dictadura de Sánchez-Iglesias deja, pues, mucho que desear. En los demás países de Europa, de hecho, la consideran una democracia y miran con sorpresa a los que piden libertad a gritos pensando que se han equivocado de país o que han bebido. Es porque no saben que los españoles cuando decimos amor lo que queremos decir es sexo.

Este verano, los extranjeros vendrán en mucho menor número a nuestras playas, pero no porque no haya libertad en España, sino por miedo al contagio de una enfermedad que sigue amenazándonos a todos y que aconseja que permanezcamos en nuestros países. En ninguno de los de Europa sé de nadie que grite pidiendo libertad por ello. Solo en España, que siempre tiene que ser diferente, por lo que se ve. Cuando había una dictadura de verdad, los extranjeros se sorprendían de que aquí poca gente se quejara de ella (no era cierto, muchos lo hacían, pero en voz baja: había que tener cuidado) y ahora se sorprenden de que en el país que muchos consideran el más liberal de Europa por su avanzada legislación social haya gente que pide libertad a gritos.

¿Cómo explicarles que lo que piden realmente los que lo hacen, que no son tantos, no nos engañemos (eso sí, hacen mucho ruido), no es libertad, sino el poder que han perdido en las elecciones; un poder que consideran suyo por definición? La única forma que se me ocurre es explicarles la historia de España, esa historia que cuenta que cada vez que la izquierda ha llegado al poder la derecha se ha levantado en armas (1936) o a gritos (“¡váyase, señor González!”, “¡Zapatero, vete con tu abuelo!”, “¡Sánchez okupa!”), lo que demuestra su mal perder democrático. Aunque los extranjeros posiblemente lo entiendan mejor mostrándoles la película de Manuel Gómez Pereira cuyo título, ¿Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo?, dice más del carácter de los españoles que 100 tratados de sociología. Luego que cambien amor por libertad y sexo por poder y tendrán una visión perfecta de lo que verdaderamente mueve a todos esos manifestantes que, envueltos en banderas españolas como si les pertenecieran en exclusividad también, piden la dimisión de un Gobierno que ha sido el elegido por los españoles en las urnas hace tan solo seis meses. Seis meses de bronca incesante, antes y después del estado de alarma aprobado en el Parlamento por mayoría.

https://elpais.com/opinion/2020-05-22/por-que-lo-llaman-libertad-cuando-quieren-decir-poder.html

jueves, 7 de septiembre de 2017

Ruinas. Cuando una aldea desaparece, desaparece parte de nuestro país; cuando una lengua o tribu desaparecen desaparece parte de la humanidad entera.

A partir de los años cincuenta, cuando comenzó en España el éxodo del campo a la ciudad, cientos de pueblos han desaparecido o se han convertido en fantasmas al modo de la Comala de la novela Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo. Se calcula que en nuestro país son ya más de 3.000 los núcleos deshabitados del todo y que en los próximos años otros tantos lo serán también.

Nuestro particular modelo de desarrollo, aquel llamado desarrollismo que en el franquismo favoreció la industrialización de cuatro o cinco regiones olvidando al resto, condenó a varias de ellas, sobre todo a las de la meseta, a la despoblación. La gente huía hacia las ciudades, en especial hacia las más favorecidas por el régimen, curiosamente entre ellas algunas de las que más se quejan de él, que era donde había trabajo, y así miles de aldeas de Aragón, de las dos Castillas, de Extremadura, de León, del interior de Galicia y de Andalucía fueron quedando deshabitadas, desapareciendo incluso muchas de ellas. El espectáculo de sus ruinas tomadas por la maleza está al alcance de todos.

Durante mucho tiempo, no obstante, el fenómeno solo le interesó a los originarios de esos lugares y a cuatro o cinco románticos para los que las aldeas abandonadas constituían toda una metáfora de la vida. Han tenido que pasar bastantes años para que una serie de libros junto con la agudización del proceso de despoblación de la España interior hayan logrado que los periódicos españoles le presten cierta atención, no mucha. EL PAÍS, por ejemplo, le ha encargado a Sergio del Molino, autor, aparte de un libro de referencia sobre el fenómeno, de un término, la España vacía, que ha hecho fortuna mediática, la redacción de una serie de reportajes que está publicando este mes de agosto que ponen el foco sobre esa tragedia después de décadas ignorándola por completo. Bien está que se haga si no es una moda más y, sobre todo, si sirve para ayudar a hacer visible un problema que afecta a todos los españoles, no solo a quienes lo sufren directamente. Porque cuando una aldea desaparece, desaparece parte de nuestro país como cuando una lengua o tribu desaparecen, desaparece parte de la humanidad entera. Lo dijo Rulfo por boca de su protagonista: “Hay un camino que va para Contla y otro que viene de allá”.

Que, como con la memoria histórica, se haya llegado tarde a interesar a los españoles por el problema de la despoblación no debe impedirnos alegrarnos de que por fin se esté consiguiendo, siquiera sea por desagravio a los perjudicados por ella, puesto que para remediarlo harían falta mucho más que reportajes y artículos como este.

https://elpais.com/elpais/2017/08/23/opinion/1503510751_496531.html

lunes, 31 de julio de 2017

Árboles. La gente se ha ido concienciando ya de la necesidad de proteger la fauna en peligro pero no tanto de hacer lo mismo con nuestros bosques

Mientras que, como cada verano, el fuego convierte en cenizas parte de la masa forestal de un país que no está sobrado de árboles, una nueva enfermedad acaba de hacer su aparición en la península Ibérica amenazando con diezmar diversas especies, los almendros y olivos entre ellas, como antes sucedió con las palmeras, que hoy aparecen decapitadas por miles en nuestros paseos marítimos y jardines, y antes aún con los olmos, que desaparecieron en su totalidad por culpa de la grafiosis, incluido aquél al que el portugués Miguel Torga dedicó uno de sus más bellos poemas: “Na terra onde nascí há um só poeta / Os meus versos sâo folhas dos seus ramos…” (En la tierra donde nací sólo hay un poeta / Mis versos son hojas de sus ramas). La nueva enfermedad arboricida tiene un nombre pintoresco, xylella fastidiosa, pero de gracioso poco. Los agricultores y responsables de Agricultura de Alicante, que es donde se ha detectado el brote, están muy preocupados por cómo pueda afectar a sus diversas especies de árboles y los de Andalucía más: en la región de Apulia, en Italia, que es de donde procede el brote, tuvieron que arrancar más de dos millones de olivos por culpa de la enfermedad.

La afectación sucesiva de especies arbóreas por diferentes plagas y enfermedades preocupa a los agricultores pero no parece quitarle el sueño al resto de la población, la urbana en especial, para gran parte de la cual los árboles son sólo adornos o, en el mejor de los casos, una compañía agradable cuando el calor aprieta con fuerza y obliga a buscar la sombra. La gente se ha ido concienciando ya de la necesidad de proteger la fauna en peligro, pero no tanto de hacer lo mismo con nuestros bosques.

Y eso en un país donde el desierto avanza imparable día tras día no deja de ser una irresponsabilidad que habría que trasladar a cada uno de nosotros y no sólo a aquéllos que con su negligencia o acción delictiva provocan incendios o a los que con su analfabetismo paleto arrancaron del borde de las carreteras los miles de chopos que, como en Francia siguen haciendo, les daban sombra con el argumento de su peligrosidad. Porque todos somos responsables de que en España el árbol se siga considerando un adorno si no da fruto o dinero, como sucede con el paisaje en sí.

¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que comprendamos la dimensión de la frase del poeta francés Claude Bobin que yo le leí a otro poeta, mi paisano y amigo José Antonio Llamas: “Me gusta apoyar la mano en el tronco de un árbol no para asegurarme de su existencia sino de la mía”?

https://elpais.com/elpais/2017/07/12/opinion/1499881246_246173.html