– ¿Se le ha perdido algo?, pregunta el transeúnte.
– Sí, se me han perdido las llaves de la casa. Estoy desesperado. No puedo irme sin ellas.
El recién llegado colabora en la búsqueda para ayudar al atribulado individuo en la difícil situación que está viviendo.
Después de un rato de infructuosa búsqueda compartida, el transeúnte pregunta:
¿Está usted seguro de que perdió por aquí las llaves?
Para su sorpresa, escucha esta increíble respuesta:
Estoy seguro de que no las he perdido aquí. Más aún: estoy convencido de que las he perdido en otro sitio. Lo que pasa es que aquí hay más luz. Pero, claro, si no perdió allí las llaves, no las podrá encontrar por mucha luz que proyecte la farola. Es ridículo ese proceder. Si no perdió por allí las lleves, no las encontrará. Porque no es ni siquiera imaginable que alguien que hubiese encontrado las llaves en un lugar oscuro, las hubiese depositado debajo de la farola para que su dueño las encontrase fácilmente.
Gaston Bachelard, filósofo francés interesado por la ciencia moderna, utiliza esta historia para explicar que lo estático de la luz ata a la persona a la zona iluminada y la impide ir a buscar más lejos. La luz se convierte en un obstáculo. La luz es lo que vemos, lo seguro. Sin embargo, dice, la vida es adentrarse en las sombras, abandonar la seguridad de la luz y seguir buscando.
Lo lógico es buscar las llaves donde se han perdido. Y, por supuesto, ayudarse de una linterna para la búsqueda, una linterna que nos permita explorar en las sombras. ¿Qué es la linterna? La linterna es aquella luz que utilizamos para encontrar lo que buscamos, una luz que trata de explorar en las sombras de lo desconocido, de lo comprometido, de lo complejo.
Voy a aplicar la metáfora al ámbito educativo, aunque bien pudiera utilizarse en el ámbito político, económico, religioso, cultural o deportivo… Sencillamente, en el ámbito personal.
Pensemos que existe un considerable fracaso en los resultados obtenidos por un grupo de alumnos. Y pretendemos buscar la causa en un lugar donde hay mucha luz. De esa manera explicamos rápidamente que el fracaso está en la pereza de los alumnos, en su falta de esfuerzo, en su mala preparación previa, en su escasa capacidad, en los poderosos distractores que les apartan del estudio, en la adicción a las redes, en la facilidad con la que cometen errores…
Creo que la solución es utilizar la linterna de la autocrítica para buscar en otras partes la causa del fracaso. Con esa luz el profesor podrá descubrir que el currículum que se imparte en las aulas tiene poca cercanía a los intereses de los alumnos, que la metodología utilizada es poco motivadora, que la evaluación realizada es inadecuada, que las relaciones con los aprendices es pobre y superficial, que la coordinación de los docentes es débil, que la atención a la diversidad es insuficiente, que la disposición emocional hacia el aprendizaje es deficiente, que el vínculo afectivo entre docente y aprendiz está empobrecido…
Entre las sombras podrá iluminar con la linterna lo que algunos autores llaman “la constante macabra” que supone que un cierto porcentaje de trabajos no van a llegar al mínimo, es decir, van a tener la calificación de suspenso.
Hace algunos años, el profesor Ken Bain publicó un precioso libro que se titula “Lo que hacen los mejores profesores universitarios”. Tuvo una de esas ideas que te reprochas que no se te haya ocurrido a ti. En todas las instituciones de enseñanza, dice, existen docentes excepcionales, fuera de serie. Lo dicen los alumnos, las familias, los colegas, los directivos… Si eso es así, piensa Bain, ¿por qué no buscamos un grupo de esos profesionales fuera de serie y estudiamos cómo son?
Así lo hace. Elige a 65 docentes extraordinarios y estudia cómo preparan las clases, cómo las imparten, cómo se relacionan con la institución, cómo evalúan… Y con los resultados escribe un magnífico libro. Cuando habla de la evaluación, dice de estos profesores: “Nunca atribuyen a sus alumnos las dificultades que encuentran en el aprendizaje”.
En otro aparatado del libro dice Ken Bain: “Cuando uno de estos docentes inicia una experiencia de aprendizaje, es como si un amigo invitase a sus amigos a cenar y no como si un alguacil sentase en un banquillo a un acusado”.
Me preguntaban mis alumnos algunas veces si era obligatorio asistir a mis clases. Les decía que no, pero en mi cabeza aparecía esta idea: que el que no venga se haya perdido la cena.
La linterna de la autocrítica nos permite explorar en territorios cargados de sombras, de intereses ocultos, de rutinas poderosas, de errores arraigados, de una comodidad extrema o de un pesimismo demoledor …
Otra linterna eficaz para la búsqueda de la verdad es la apertura a la crítica. Escuchar a nuestros estudiantes, a nuestros colegas, a los padres y a las madres de nuestros estudiantes… Hay que liberar la voz de los alumnos y de las alumnas en condiciones de libertad.
No es fácil abrirse a la crítica, pero resulta imprescindible. Si nos protegemos de ella, si la abortamos antes de que nazca, si no la propiciamos, si no la aceptamos cuando se produce, no encontraremos lo que buscamos. Porque buscamos la verdad donde hay más luz, pero no donde realmente está.
El discurso descendente está bien articulado, poro el discurso critico ascendente está cortocircuitado. Por miedo, por comodidad, por escepticismo o por falta de tiempo…
Hace años leí un libro (se editó en España en el año 1999 por la Editorial Díada de Sevilla) que ahora tengo en las manos. Se titula “El error, un medio para enseñar”. Su autor es el francés Jean Pierre Astolfi. Recordaba que recurría al pensamiento de Gaston Bachelard y de Jean Piaget para analizar la importancia del error en la enseñanza y el aprendizaje. Por eso lo traigo a colación.
El famoso filósofo francés habla del “obstáculo epistemológico”, al que atribuye varias características. La primera es la interioridad. Un obstáculo es lo que obstruye el camino. No se puede soñar con un aprendizaje sin obstáculos. “El error es la sombra que arroja la razón”, dice con hermosas palabras. Los errores residen en el pensamiento, en las palabras, en la experiencia cotidiana, en el inconsciente…
La segunda característica es la facilidad del obstáculo. Dice Bachelard que el obstáculo es una facilidad que se le concede a la mente. Debemos desconfiar más de nuestras filias que de nuestras fobias. Se puede decir que el obstáculo es una forma de pensar con la mente sentada en su sofá.
La tercera es la positividad. El obstáculo no es el vacío de la ignorancia sino una forma de conocimiento como cualquier otra. Es incluso un exceso de conocimientos disponibles, que ya están ahí y que impiden construir nuevos conocimientos. El sentido común, es decir, el hecho de disponer de una respuesta inmediata para todo, deja en suspenso el juicio.
La cuarta característica es la ambigüedad. El obstáculo es ambiguo porque cualquier forma de funcionamiento mental presenta la doble dimensión de herramienta necesaria y de fuente potencial de errores. El conocimiento de los peligros potenciales quizá constituya la mejor garantía de un tratamiento didáctico razonado.
Adquirir un conocimiento supone siempre cambiar otro conocimiento. Nuestra tarea es desmontar certezas que se han adquirido previamente para poder dejar lugar a la duda como mecanismo de progreso. No es fácil asimilar que lo que aprendemos está destinado a ser cambiado desde el momento en el que lo adquirimos. Las personas seguras no dudan ni se preguntan. Dice Bachelard: “Llega un momento en el que el espíritu prefiere lo que confirma su saber que lo que le contradice, o prefiere las respuestas a las preguntas”.
https://mas.laopiniondemal El Adarve. Miguel Ángel Santos Guerra.aga.es/blog/eladarve/2023/05/13/el-sindrome-de-la-farola/